Basado en abusos reales

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Una nueva corriente de libros, que se inscriben en la literatura testimonial, despoja la violencia sexual de la permisividad o la banalización de otras épocas para retratarla con toda su crudeza.

Observen esta foto de dos mujeres ante una mesa. Charlene Francis está llorando. Acaba de contarle a Joanna Connors, la periodista blanca que se sienta enfrente, que fue violada en tres ocasiones. “Pero yo me lo busqué, porque estaba enganchada a las drogas y me prostituía”. Connors disiente: “Charlene, no tenían ningún derecho a hacerle lo que le hicieron”. Esas dos mujeres, tan alejadas por tantas cosas (cultura, economía, estatus, piel…), están hermanadas por el trauma. Si Joanna Connors llegó hasta Charlene Francis es porque buscaba a la familia de David Francis, su propio violador.

Te encontraré es el libro sobre ese encuentro y todo lo que le precedió hasta remontarse a una tarde de verano de 1984. La periodista se dirigía con el retraso acostumbrado a una entrevista con una compañía de teatro en un campus de EE UU. Aquella tarde se demoró tanto que, al llegar, encontró el recinto vacío. Bueno, había alguien, un joven que la invitó a seguirlo y activó un sensor de alarma interno que Connors desoyó. Más tarde se lo reprocharía a sí misma. Las víctimas de violación suelen sentirse culpables. Por ser temerarias, por vestirse para resultar atractivas, por caminar por lugares inapropiados, por mostrar pasividad. Por tomar drogas y prostituirse como Charlene. Por llegar tarde como Joanna.

En los siguientes 20 años, pese a la condena del agresor, Connors se acobardó. Almacenó el trauma en el desván del yo. “Me aseguré de que nadie pudiese acusarme de esas faltas graves de mujeres, como la autocompasión o el victimismo”, escribe. Un día, mientras acompañaba a su hija preuniversitaria en una gira por campus estadounidenses, experimentó la misma disociación de aquella tarde de 1984. “Si es cierto que el miedo se alimenta de la ignorancia, tal como creo yo, quizás necesitaba enfrentarme a la ignorancia para controlar el miedo”. Armada con las herramientas del periodismo, Joanna Connors comenzó a rastrear el pasado de David Francis para satisfacer esta pregunta: “¿Qué ocurrió en su vida que le llevó a la violencia y a convertirse en un monstruo?”.

No hay autocompasión ni victimismo en su libro, que se suma al goteo editorial que indaga en la violencia sexual sin edulcorantes, sin eufemismos y sin banalizaciones. Una corriente anterior al #MeToo, que indica un giro en la sensibilidad social. “Coincide con el momento en el que la sociedad ha empezado a cuestionarse la violencia machista y eso hace que se aborde desde la literatura del yo y no solo como pura trama, pero la violencia sexual aparece desde la Ilíada”, reflexiona la poeta Luna Miguel.

La escritura aséptica, parca en emotividades, de Joanna Connors mereció varios premios cuando se publicó en su periódico, The Plain Dealer. “Se me ocurre pensar que la violación es una tarea torpe. No se parece nada a como se ve en las películas. La ropa desaparece enseguida en las películas, a menudo se arranca con brutalidad. No hay nada que se quede atascado. El violador sabe lo que hace y trabaja con eficiencia. Nunca le cuesta mantener la erección”.

En su viaje hacia el enemigo, la periodista repasa la indulgencia que han merecido los delitos sexuales hasta anteayer. Sin ir más lejos, hasta 1984, en EE UU se podía presentar el historial sexual de la víctima como prueba en contra (de la víctima). Años después se descubrieron en Cleveland kits con muestras de mujeres violadas arrinconados por la policía en lugar de ser enviados a un laboratorio para analizar el ADN. La atmósfera estaba cargada de aquel sexismo espeso de la película Acusados, donde Jodie Foster interpretaba a una mujer que, después de beber, bailar y coquetear, había sufrido una violación en grupo en un bar. Joanna Connors también recibió su dosis de veneno cuando el fiscal que debía acusar a su violador le inquirió: “¿Por qué coño entraste al teatro?”.

El poder que sospecha de la víctima. El poder que las fabrica. Como Nevenka Fernández, la concejal de Hacienda que se rehizo a miles de kilómetros de Ponferrada (León) después de denunciar por acoso sexual al alcalde Ismael Álvarez, que volvió a la política local en 2011 pese a su condena. Juan José Milláscontó la destrucción de Nevenka en Hay algo que no es como me dicen. En 2004 era un tiro libre. Igual que la iniciativa de la editorial feminista Horas y horas de publicar Mujer en punto cero, donde Nawal al Saadawi destapaba el aplastamiento de las egipcias a través de la historia real de Firdaus, condenada a muerte por el asesinato de su proxeneta.

Las historias de Nevenka y Firdaus han retornado a las librerías. Entroncan con estos nuevos libros que a menudo parten de una experiencia personal antes de adentrarse en el subsuelo sociológico que nutre la violencia sexual. Ocurre en Una entre muchas, un apabullante ensayo gráfico de la artista británica Una. “Es una historia personal, sí, pero está contextualizada en un entorno político, social y cultural”, explica en un correo la autora. “Yo había realizado mucha terapia antes de dibujar el libro, así que el propósito me servía para explorar la comunicación visual sobre la violencia sexual de un modo que socava el statu quo”.

En su infancia Una sufrió agresiones sexuales y acoso social. Se amortajó en el silencio. Eran años, los setenta, en que se perseguía por su condado a un asesino en serie conocido como el violador de Yorkshire. “La policía, la prensa y el público se concentraron en buscar pruebas de moral dudosa en las vidas del número creciente de mujeres que había atacado”, revive en el cómic, “al fin y al cabo debían de haber hecho algo terrible para merecer ser atacadas tan salvajemente. ¿Y qué es lo peor que puede hacer una mujer? Salir de noche a beber. Ir al pub sin tu marido. Ir al pub con tu marido. Tener un historial de enfermedades mentales. Tener una relación con un jamaicano (esto era problemático solo si no eras jamaicana tú también)”.

Sin ser los tiempos de la pintora Artemisia Gentileschi, violada en 1611 por un colega de su padre y torturada por orden judicial para medir la veracidad de su testimonio contra el agresor, Agostino Tassi —las actas judiciales se publicaron por vez primera en España en 2016—, a la sociedad contemporánea le ha costado hacerle un sitio a la violencia machista. En Francia, según una encuesta de 2000, la mitad de las violaciones fueron cometidas por el cónyuge o excónyuge de la víctima, pero solo hacía una década que las mujeres podían denunciar a sus maridos por ello. “Vivimos en un mundo donde se insulta, se acosa, se golpea, se viola y se mata a las mujeres. Un mundo donde las mujeres no terminan de ser sujetos de pleno derecho”, denuncia el historiador francés Ivan Jablonka en su libro Laëtitia o el fin de los hombres.

El movimiento #MeToo es la primera reacción masiva y transfronteriza contra los delitos sexuales, aunque para comprobar si se trata de una protesta coyuntural o la nueva gran oleada feminista de la historia, habrá que esperar unos años. De momento está sacando a la luz turbiedades del poder masculino, aunque también es cuestionado por algunos excesos. “A veces las modas se pueden convertir en olas que nos devoren y pueden derivar en cierta histeria, pero creo que el #MeToo ha abierto un debate importante sobre cosas de las que no se hablaba”, opina Inge Schilperoord, una psicóloga forense holandesa que en su primera novela, No volverá a pasar, se inspira en un caso real que la impactó: un pederasta condenado por abusos que lucha contra sus impulsos al salir en libertad.

“La violencia forma parte de los derechos de los hombres”, afirma Ivan Jablonka en su libro sobre Laëtitia Perrais, una camarera de 18 años que desapareció el 18 de enero de 2011. Su cuerpo aparecería despiezado en los meses siguientes. Antes de morir escribió un mensaje afirmando que había sido violada. Su asesino, Tony Meilhon, era un politoxicómano en caída libre, una personalidad patibularia de firmeza misógina: “Para Meilhon, una mujer es un consumible, medio objeto, medio prostituta. Tal es su uso, está hecha para eso. De ser necesario, se le da hachís, dinero, un teléfono, se la saca a pasear, después ‘la chica sabe lo que va a pasar”.

Comparado con El adversario, de Emmanuel Carrère, el libro de Jablonka elige el punto de vista de la víctima sin victimizarla. Su vida como hecho social desde el que analizar la fragilidad infantil y la violencia de género. Su muerte como elemento de instrumentalización del miedo en tiempos de Nicolas Sarkozy: “El criminopopulismo de aquellos años delata la búsqueda de la división, la instilación de la desconfianza y el odio en el cuerpo social: un presidente de la República que hiere a la República”.

El caso removió Francia de arriba abajo. El Estado se volcó. La sociedad abrazó a la familia con marchas masivas. Sarkozy embraveció el discurso: “Un suceso horrible exige un monstruo. Un monstruo debe ser encerrado. El estigma del culpable va acompañado de la sublimación de la víctima: esta es tanto más inocente cuanto que aquel es abyecto…, el presidente de la República induce a los franceses al error, pues la mayoría de los abusos sexuales ocurren en la esfera familiar”. Y tanto. Jablonka desgrana las diferentes violencias sexuales que salpican los 18 años de la vida de Laëtitia Perrais: la de su padre biológico contra su madre, la de su padre de acogida contra su hermana, la de su asesino contra ella misma antes de matarla. “El caso Laëtitia”, concluye Jablonka, “revela el espectro de las masculinidades descarriadas en el siglo XXI, tiranías de machos, paternidades deformadas, el patriarcado que no termina de morir”.

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