5 noviembre 2017
El debate que el pasado 2 de noviembre alcanzó giros que en algún momento, a mi juicio, caían en lo melodramático por exageradamente trágicos (a mí, con todo respeto, me pareció teatralización la actuación de la diputada Marta Rovira, llorando y lamentando la decisión de la prisión provisional como una amenaza contra Cataluña de proporciones apocalípticas, mientras clamaba por la resistencia a lo Masada), tiene origen inmediato, como es sabido, en cuatro decisiones judiciales, dos del Tribunal Supremo (un auto previo de 30 de octubre de la Sala de lo penal del que fue ponente el magistrado Marchena y otro, el del día 2, del magistrado instructor Llarena), y dos de la magistrada Lamela, de la Audiencia Nacional.
De entrada, como se ha subrayado, leídos los cuatro autos, hay cierta unanimidad al sostener que habría sido deseable que la muestra de sindéresis exhibida por los magistrados Marchena y Llarena hubiera tenido eco en la magistrada Lamela. Aún sería posible que, al tratarse de los mismos delitos, finalmente las causas se unificasen en el TS, que ha actuado, de momento, con esa prudencia jurídica más plausible. Primero, en el auto del magistrado Marchena que abrió el paso a la calificación penal de los hechos como conspiración para la rebelión. Después, en las decisiones del magistrado Llarena, que aplazó la declaración una semana ante la petición de los abogados de suspender la comparecencia para poder ejercer el derecho de defensa con más tiempo y mejor preparación.
Las dos decisiones de la magistrada Lamela, antes incluso de su lectura detenida (como sucede en nuestro tiempo instantáneo, en el que las redes opinan sobre rumores, antes incluso de que se tenga constancia de lo acontecido), provocaron una reacción emocional que está prendiendo en buena parte de la ciudadanía de Cataluña, espoleada, a mi juicio de forma irresponsable, por algunas declaraciones de ciertos políticos y agentes sociales (por ejemplo los actuales representantes de la ANC), tan poco prudentes al menos como se reprocha a la magistrada Lamela.
Me parece obligado recordar una decena de consideraciones que considero básicas, a las que añadiré una coda.
1. Si queremos defender el Estado de Derecho y la democracia, la valoración de si estas conductas jurídicas, denunciadas por la fiscalía, son contrarias a Derecho, en qué grado (qué delitos) y cuáles deben ser, en su caso, sus consecuencias, corresponde en exclusiva a los jueces, no a partidos políticos, alcaldes, movimientos sociales, ni a ninguna otra instancia.
2. Los jueces deben motivar sus decisiones conforme a Derecho, lo que significa también, como dispone el artículo 3.1 del Código Civil, que sus interpretaciones se ajustarán a «…la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas [las normas]». La jurisprudencia a ese respecto es muy clara (por ejemplo entre muchísimas, la sentencia del Tribunal Supremo 15.12.2005, sobre claúsulas testamentarias e hijos adoptivos).
3. Las decisiones judiciales son y deben ser controlables mediante los mecanismos de recurso, en sede judicial, claro. Eso no excluye la crítica de las decisiones judiciales, por supuesto (es necesaria y contribuye poderosamente a mejorar el Derecho), pero los recursos deben ejercerse ante los jueces, no en la calle y desde luego, no con violencia. En ese sentido, hay que agradecer todas las llamadas a que la protesta en las calles sea pacífica, como han hecho los encarcelados preventivamente ayer.
4. Todas las pruebas, todos los indicios, las propias declaraciones reiteradas de miembros del Govern y de la Mesa, evidencian que se ha producido de forma continuada, reiterada y sistemática un pulso a la ley, a la legalidad vigente en España, incluida la Constitución y las decisiones del Tribunal Constitucional. Son públicas y notorias las numerosas declaraciones de los hoy encausados en las que afirman que esa legalidad no vinculaba ya a las autoridades catalanas y ellos no la reconocían y que seguirán sin reconocerla. Los encausados han hecho gala de que para ellos no hay otra legitimidad que la de «las leyes catalanas» y el mandato democrático del 1-O. Ese pulso, esa desobediencia, genera, en cualquier Estado democrático, una respuesta, que ha de ser conforme a Derecho. Conductas que quiebran durante dos años la legalidad, no pueden quedar impunes si se prueba en un proceso judicial con garantías que esas conductas constituyen un delito. No cabe ahora decir que no se castigue, porque son representantes políticos. En España, hoy, hay en la cárcel y ante los tribunales no pocos electos y representantes políticos por violar la legalidad.
5. Ahora bien, es muy difícil aceptar que esas conductas respondan a lo que el Código Penal califica como delitos de rebelión. Falta un elemento básico, el de la violencia en forma colectiva. Ha habido, sí, episodios de violencia (los menos), que deben ser castigados. Pero no como rebelión. Esa tipificación no se sostiene a pesar de los esfuerzos del fiscal general y su gabinete técnico.
6. Sobre todo, una decisión excepcional y grave en un Estado de Derecho como debe ser la prisión provisional incondicional debe estar muy sólidamente fundamentada y en el caso del primero de los 2 autos de la magistrada de la AN, hay dudas no sólo verosímiles sino muy razonables sobre su fundamentación. Hay testimonios incluso sobre defectos procesales en la decisión. Creo que, sin duda, debe ser recurrida.
7. El señor Puigdemont, a mi juicio, carece de cualquier legitimidad para seguir reclamando la condición de president. Tuvo, indiscutiblemente (al menos su Govern: él fue nombrado a dedo posteriormente) legitimidad democrática de origen. Pero perdió la legitimidad democrática de ejercicio, no sólo por su empecinamiento en actuar contra la legalidad, unilateralmente, sino sobre todo con su errático y muy perjudicial ejercicio del poder, en las semanas decisivas de octubre y con posterioridad a la decisión del Senado que dio vía a la aplicación del artículo 155 de la Constitución, con la disolución del Parlament y la convocatoria de elecciones. Un comportamiento perjudicial para los ciudadanos catalanes y también para los españoles. Empeorado con su fuga a Bruselas y su actitud de rebeldía ante la justicia española, a diferencia de la mayoría de los exmiembros de su Consell de Govern. Puigdemont se ha hurtado a la acción de la justicia, ha provocado dificultades procesales a sus compañeros y, sobre todo, ha hecho un circo mediático de la causa de Cataluña ante la opinión pública internacional.
8. Hay que recordar que la ley debe ser igual para todos: cuando un ciudadano no comparece sin causa jurídicamente justificada, hay que obligarle a cumplir con ese deber. La OED (Orden Europea de Detención) contra Puigdemont y los cuatro consejeros que no han comparecido parece un trámite procesal normal y obligado. Por cierto: que la administración de justicia debe ser igual para todos y los ritmos procesales y las garantías a los acusados también, debería valer igual para los Urdangarin, Matas, Rato y tuttiquanti.
9. Contra el mantra que se está repitiendo a mi juicio irresponsablemente, no hay presos políticos: nadie está siendo juzgado por sus ideas, tampoco por la ideología independentista, que puede y de hecho sigue siendo defendida abierta e incluso masivamente. Los medios que las apoyan y promueven, que discuten públicamente la pertinencia de las medidas del 155 y las decisiones del Gobierno y de los jueces, siguen ahí: no sólo en radios y televisiones de alcance estatal, sino específicamente en medios catalanes, incluso de titularidad pública, como TV3, CatRadio, y en los periódicos y medios privados, donde intervienen libremente escritores, intelectuales, políticos, ciudadanos que defienden no sólo el legítimo independentismo, sino la causa del Govern… Recordaré que la aplicación del 155, por la postura decisiva del PSOE, a diferencia de la intención inicial del Gobierno de Rajoy, renunció a controlar los medios públicos (pagados por todos), aunque cualquier observador imparcial reconocerá que están al servicio de la causa independentista y son tan escasamente plurales como la TVE que sufrimos. El independentismo sigue, con todo derecho, ahí, porque todas las ideologías son libres mientras no impliquen actuaciones que causan daño a terceros y que violan la ley.
10. Me parece muy grave que, al socaire de los autos de la magistrada Lamela, se puedan plantear las elecciones del 21D en términos no políticos, sino ontológicos, el bien contra el mal, como ha propuesto a mi juicio irresponsablemente el señor Junqueras, que revela con eso que entiende mal la política democrática, pues se resiste a aceptar el pluralismo y el relativismo que la democracia comportan. Cuando el Sr. Junqueras insiste machaconamente en que los independentistas son bona gent, gent decent, en realidad manda un mensaje equívoco (es que los no independentistas –no digamos, horror! els botiflers– son mala gent?). Parece vivir en los archivos de la edad media en los que es competente profesionalmente hablando: está hablando de una cruzada. Y eso siempre acaba mal. Las elecciones del 21D no deberían ser el choque de dos frentes, sino una ocasión que permita a los ciudadanos decidir entre programas políticos que incluyan, sí, la propuesta sobre el lugar o no de Cataluña en España, pero también, las respuestas concretas sobre las necesidades de los ciudadanos en educación, salud, trabajo, transporte, vivienda, etc.
Y termino con una referencia concreta: a mi juicio, reacciones como las de la señora Ada Colau, el señor Albano Dante Fachin, el señor Xavier Domenech y el señor Pablo Iglesias, son tan precipitadas como demagógicamente carentes de prudencia. No parecen propias de responsables políticos. Llamar a sustituir decisiones judiciales por la fuerza de la calle, llamar a elecciones frentistas, hablar de presos políticos, de Gobiernos legítimos y vulneración de la legalidad (ignorando o minusvalorando sistemáticamente las otras violaciones de la legalidad), recuperar lemas como la amnistía antes de que se produzcan decisiones judiciales firmes, es una grave falta de prudencia política: no contribuyen al bien común, al diálogo del que presumen, sino que alientan el enfrentamiento.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política y director del Instituto de Derechos Humanos (IDH).