El País, 11 de Febrero de 2024.
Érase una vez una niña que estaba sola en el mundo. He olvidado el resto del cuento, pero recuerdo el terror contenido en esa frase. Con literalidad infantil, me imagine a mí misma en un planeta vacío bajo las heladas estrellas. Mas que ningún otro relato de miedo, la imagen de ese paramo y de ese desamparo nutrió las pesadillas de mi niñez. Tal vez el temor al abandono alimenta la necesidad universal de pertenecer a un grupo, a un equipo, a un partido, a una familia sanguínea o elegida. Nos mueve el anhelo febril de adhesiones. Incluso las rebeldías, conspiraciones y nihilismos buscan el calor de un clan disidente. Cuanto mas incomprendido sea el rasgo compartido, mas une. Hasta las redes sociales, que nos enjaulan en una rutilante burbuja, nos seducen al prometernos una ilimitada posibilidad de encuentro. Porque la buena compañía nos nutre. La palabra proviene del latín cumpanis, que significaba “compartir el pan”. Uno de nuestros apetitos mas hondos es ser aceptados y convidados, hacer buenas migas con quienes nos rodean. Necesitamos confiar en otros, y que confíen en nosotros. Aunque ese orgullo de pertenencia desate mas pasión que compasión.