El Mundo, 23 de septiembre de 2018
Rentería (o Errentería, como la llaman ahora) no es lo que suele denominarse un lugar
hermoso. Tendrá las virtudes que se quiera y no seré yo quien se abstenga de
celebrarlas; pero hay que trabajar con ahínco para encontrar entre dichas virtudes
unos asomos de belleza. Hacía tiempo que no caminaba por sus calles. Ocurrió el
pasado 15 de septiembre, un sábado de cielo azul sólo mancillado por las rayas blancas
que dejan a su paso los aviones.
El autobús urbano me dejó algo lejos del centro, entendiendo por centro la plazoleta que
separa la iglesia y la casa consistorial. Colgaba ropa abundante puesta a secar en
miradores y ventanas. En estos apretados inmuebles de factura funcional se puede
averiguar con sólo levantar la vista hasta el color de las prendas íntimas de los vecinos.
Me sorprendió la ausencia de marcas ideológicas en la parte inferior de las fachadas. El
perro señala con orina su territorio; el hombre se asegura el espacio público mediante
lazos, banderas, pintadas u otros símbolos de identificación grupal.