El País, 8 de diciembre de 2022.
El dueño de Twitter tiene en sus manos un poder descomunal sobre las vidas de los que están en su plaza de pueblo y aun sobre las de los que no estamos allí ni hemos querido nunca acercarnos.
He seguido con fascinación morbosa —y también con vergüenza ajena, si he de ser sincero— el proceso por el cual Elon Musk, un multimillonario que tiene la madurez emocional de un adolescente desadaptado, ha acabado por comprar Twitter después de muchos ires y venires, y en cuestión de semanas ha destrozado su juguete nuevo y nos ha recordado a los demás dos cosas principalmente: primero, por qué desconfiábamos de Elon Musk; segundo, por qué sería deseable que desconfiáramos de Twitter. Por los días de la adquisición, un seguidor de Trump se metió a la fuerza en casa de Nancy Pelosi, líder de los demócratas en la Cámara de Representantes, y, al no encontrarla a ella, atacó a golpes de martillo a su marido; Musk reaccionó recogiendo en su cuenta de Twitter una teoría de la conspiración homófoba y paranoide que había sido escupida por un medio sensacionalista de los que menos vergüenza tienen. Ese fue su estreno: el director de orquesta dándole un golpecito al diapasón. Y luego ha venido el concierto.