El País, 3 de junio de 2020.
El rostro de la brutal y lenta muerte de George Floyd, perpetrada en Mineápolis por un policía, pone en evidencia, una vez más, la profunda enfermedad cultural consustancial al modelo de vida en común norteamericano.
La sublevación antirracista que se extiende ahora en grandes ciudades del país, las cínicas reacciones de Donald Trump que, al tiempo que decreta un estado de sitio militar, tacha a los ciudadanos horrorizados por el crimen de estar manipulados por “la extrema izquierda”, acaban de demostrar que el país que eligió en 2008 a un afroamericano como presidente sigue siendo estructuralmente racista. Todo el inmenso trabajo de modernización igualitaria de la cultura americana desde los años sesenta del siglo pasado, el acceso a una ciudadanía basada en el respeto a la dignidad de los negros americanos, la movilidad social conquistada por partes de las capas medias negras, la visibilidad de una diversidad de tonos de colores en la política y en el business, o en el mundo del entretenimiento, no han debilitado los cimientos mentales que rigen Estados Unidos desde su nacimiento. El comportamiento racial de aquel policía solo indica la punta del iceberg, el mal ha escarbado hasta lo más hondo.