Querido Jesús, viejo amigo: permíteme, en esta despedida, dos palabras tan sólo, así sea telegráficamente dichas. Mi primera palabra es de reconocimiento y admira- ción. En mi retablo laico de las personas civilmente ejem- plares tú ocupas, desde hace tiempo, un lugar especial- mente significativo y referencial, y, por lo mismo, relevante. Militante convencido, siempre abierto al pulso de los tiempos, coherente y perseverante, reflexivo y riguroso, exigente por autocrítico, y, al tiempo, respetuosamente contenido, generoso, austero y desprendido, grande en tu sencillez y sencillo en el desempeño de tu liderazgo, dialogante, si bien – quizás – con una incumplida vocación de maestro: tú te empeñabas en transmitirme tu torrente de ideas, – en cuyo discurso reconozco que a veces me perdía -, en tanto yo te miraba atentamente y pensaba ”¡qué bondad, qué buena persona!”. Y lo digo y repito ahora – así sea con el permiso de Mariaje, que conoce mejor que nadie no sólo las limitaciones y fragilidades, sino también las debilidades que, como yo mismo, como todas y todos, también tú, Jesús, tenías -. Ciertamente, “¡qué buena persona!”. Porque, a la postre, eso ha sido siempre lo más importante. Y más hoy, en una sociedad tan descosida en todas sus costuras, es gracias a personas dispuestas como tú, Jesús, a complicarse desinteresadamnte la vida por los demás, por lo que este mundo no se ha ido todavía al diablo.