realinstitutoelcano.org, 15 enero 2018.
Tema
Chile y Honduras inauguraron un intenso período electoral en América Latina que se prolongará hasta 2019. Estos comicios deberían confirmar, o no, la nueva coyuntura política regional (“el giro al centroderecha”). En ellos también estarán presentes las tendencias reeleccionistas, la aparición de fuerzas y liderazgos emergentes, y la violencia y la corrupción como temas centrales de las próximas campañas electorales.
Resumen
Las victorias de Sebastián Piñera en Chile y de Juan Orlando Hernández en Honduras han sido el comienzo de un intenso período electoral en América Latina, que definirá el mapa político regional hasta bien entrada la próxima década. Los comicios hondureño y chileno han ratificado el predominio de las opciones de centroderecha y derecha y han reforzado las tendencias reeleccionistas con el regreso de Piñera a La Moneda y el continuismo forzado de Hernández. Igualmente, se ha visto en ambos países un nuevo ejemplo del deterioro de los sistemas de partidos tradicionales, la aparición de fuerzas y liderazgos emergentes, y de cómo la corrupción y la violencia planean y permean, directa o indirectamente, los procesos electorales. Con independencia de si se confirma o no que estamos frente a un nuevo ciclo político, la América Latina que está emergiendo de este proceso es mucho más diversa y plural que la de años atrás. Las unanimidades y hegemonismos propios del chavismo bolivariano se han acabado y corresponde a todos los actores regionales adaptarse a los nuevos tiempos, algo a lo que todavía algunos se resisten.
Análisis
Desde abril de 2017, con las elecciones presidenciales en Ecuador, no se elegían presidentes en América Latina, aunque la tendencia cambió en los dos últimos meses del año, con los comicios de Chile (primera y segunda vuelta el 19 noviembre y el 17 diciembre) y Honduras (el 26 de noviembre). La elección chilena estuvo marcada por el fraccionamiento del voto en la primera vuelta y una fuerte disminución del respaldo a las coaliciones históricas: Fuerza de Mayoría y Chile Vamos en su versión actual. Si en la primera vuelta de 2013 obtuvieron el 71% de los votos, en 2017 vieron disminuir su respaldo al 59%. El deterioro de estas alianzas se debió a que los extremos del espectro político atrajeron votos que históricamente respaldaban a las coaliciones de centroderecha y centroizquierda. Pero a la izquierda surgió el Frente Amplio, con el 20,2% de los sufragios, y a la derecha el “independiente” José Antonio Kast, con el 7,9%.
En el balotaje, Piñera (Chile Vamos, centroderecha) se impuso de forma mucho más holgada de lo esperado al candidato oficialista, Alejandro Guillier, de Fuerza de Mayoría (centroizquierda), a quien sacó más de nueve puntos. Guillier fue castigado por su débil campaña y por el escaso apoyo del Frente Amplio, renuente a respaldar a la vieja Concertación.
Honduras, cuya legislación sólo contempla elecciones a una sola vuelta, tardó casi un mes en conocer el resultado oficial de las presidenciales del 26 de noviembre. En esas cuatro semanas el recuento recordó a otras épocas: acusaciones de fraude, apagones informáticos, disturbios callejeros con 17 muertos, toque de queda y el desprestigio de las instituciones. El Tribunal Supremo Electoral (TSE) proclamó vencedor al presidente y candidato a la reelección, Hernández, del Partido Nacional (PN), que se impuso de forma ajustada a Salvador Nasralla, líder de la Alianza Opositora. Entre ambos la diferencia fue de sólo 1,5 puntos: Hernández 42,9% y Nasralla 41,4%.
La elección evidenció el mal funcionamiento y la cooptación de las instituciones judiciales y electorales hondureñas. La lentitud del recuento y la escasa transparencia del TSE incrementaron las sospechas de fraude. Luis Almagro, secretario general de la OEA, señaló que “no es posible darle certeza al resultado electoral” y la misión de observadores electorales de la OEA concluyó que hubo “irregularidades antes, durante y después de los comicios”.
Los dos procesos electorales tuvieron características propias vinculadas a la dinámica interna de ambos países pero, a la vez, adelantan algunos rasgos de las elecciones de 2018 y 2019(se votará en 14 de los 18 países de la región).
Consolidación de la nueva coyuntura política
Las dos elecciones se han saldado con victorias del centroderecha (Piñera) y la derecha (Hernández). Estos triunfos respaldan la idea de una nueva coyuntura política regional. Algunos hablan de un “giro a la derecha” (o al centroderecha), aunque para poder confirmarlo es necesario observar algunas elecciones determinantes, como las de México y Brasil. El cambio de coyuntura habría comenzado en 2015 con las victorias de Mauricio Macri en Argentina, Jimmy Morales en Guatemala y la Mesa de Unidad Democrática (MUD) en las legislativas venezolanas. Se prolongó luego con la elección de Pedro Pablo Kuczynski en Perú en 2016 y continuó en 2017 con el regreso de Piñera a La Moneda y el triunfo de Hernández en Honduras.
Sin embargo, este “giro al centroderecha” requiere ciertas matizaciones. En primer lugar, de momento es más un cambio de coyuntura que de ciclo político. Siendo importantes las victorias de Macri, Kuczynski y Piñera, todavía es pronto para elevarlas a categoría de fenómeno regional. El populismo bolivariano sólo ha perdido en Argentina (el kirchnerismo en 2015) y la izquierda en Chile (los herederos del concertacionismo en 2017). Fuera de esos dos casos, en el resto de la región el nacional populismo conserva el poder (Venezuela) o incluso lo ha ratificado, como en Nicaragua (Daniel Ortega) y Ecuador (Lenín Moreno).
Para hablar de un nuevo ciclo político hay que esperar a 2018 y 2019. El centroizquierda y la izquierda tienen opciones de victoria, o llevan ventaja en las encuestas, en países tan relevantes como México (Andrés Manuel López Obrador), Brasil (Lula da Silva) y Colombia (Sergio Fajardo). De ganar el centroderecha en esos países, los resultados consolidarían el cambio de tendencia, dando lugar a un nuevo ciclo político de escala regional. Segundo, esta sucesión de victorias del centroderecha es heterogénea. No representan lo mismo Macri, Kuczynski y Piñera que Hernández y Morales. El apego a las formas, fondo y maneras republicanas de los primeros contrasta con las tendencias poco escrupulosas con el marco constitucional del hondureño.
Tercero, las motivaciones del “giro” responden a tres factores presentes en la nueva coyuntura política: (1) el fin del súper ciclo de las materias primas y los cambios económicos desde 2013 (la ralentización de las economías regionales) que afectan a los distintos países latinoamericanos y golpean de forma desigual a cada uno de ellos, especialmente a los de América del Sur; (2) el fuerte desgaste que sufren algunos gobiernos ante sus opiniones públicas, lógico tras largos períodos en el poder de personas o partidos; y (3) las demandas de las nuevas clases medias que pesan sobre las distintas administraciones y que se caracterizan por incluir reivindicaciones acordes con su estatus: mayor participación política, acceso a la educación y a otros servicios públicos (seguridad, salud y transporte), mayor transparencia y eficacia en el combate contra la corrupción y la violencia.
El “revival” reelecionista
Chile y Honduras han mostrado dos tipos de reeleccionismo y dos formas dispares de aplicarlo: respetando la constitución y la institucionalidad en el caso chileno, forzando sus límites en Honduras.
En Chile no hay reelección continua pero sí se puede optar a la presidencia transcurrido un período presidencial. Eso ha sucedido desde hace más de una década. En 2017 con el triunfo de Piñera se dio el caso inédito de que dos mandatarios distintos (y de diferentes partidos) ocuparán el poder durante 16 años, sucediéndose el uno a la otra cada cuatro años.
Honduras vivió un fenómeno sin precedentes en la etapa democrática abierta en 1982: el reeleccionismo. Los antecedentes de continuismo presidencial son lejanos y se remontan a Tiburcio Carías Andino, quien fue reelecto ininterrumpidamente desde 1933 hasta 1949. Ningún mandatario hondureño buscó la reelección desde el regreso de la democracia (salvo la frustrada reforma constitucional de Manuel Zelaya en 2009 o la estrategia, igualmente frustrada, de Roberto Suazo Córdova en 1985 de continuar en el cargo). Durante el período democrático, la Constitución de 1982 (artículo 239) prohibió de forma expresa la reelección a quien hubiera ejercido la presidencia.
En 2015 el PN, del presidente Hernández, fue el impulsor exitoso del proyecto reeleccionista. A inicios del 2016, la Corte Suprema, integrada por miembros próximos al gobierno, declaró inaplicables los artículos de la Constitución que prohibían la reelección presidencial y posibilitó que el presidente aspirara a su reelección consecutiva.
Esta tendencia reeleccionista, muy diferente en Chile y Honduras en forma y fondo, sigue siendo una constante regional. A veces evidencia una marcada falta de renovación y, en otras (Nicaragua, Bolivia y Honduras), la violación del espíritu y los marcos constitucionales en beneficio de quien ejerce el poder. Esta sucesión de cambios constitucionales muestra que la reelección no es patrimonio de una ideología o tendencia política concreta: tanto la impulsan dirigentes ubicados a la derecha (Hernández en 2017 o en su día Álvaro Uribe) o populistas bolivarianos (Morales en Bolivia, Ortega en Nicaragua o la Venezuela chavista).
La tendencia reeleccionista se ha vuelto norma en América Latina. En los años 80 y hasta la primera mitad de los 90 la mayoría de los países limitaban la reelección presidencial. No había reelección indefinida ni continua y allí donde existía se exigía el transcurso de uno o dos períodos para poder volver a presentarse. Las reformas constitucionales que permitieron la reelección de Alberto Fujimori en Perú, de Fernando Henrique Cardoso en Brasil y de Carlos Menem en Argentina generalizaron el fenómeno, replicado por dirigentes bolivarianos (Chávez, Morales, Correa y Ortega) y por liderazgos caudillistas: Álvaro Uribe en Colombia, Danilo Medina en República Dominicana y Hernández en Honduras.
A diferencia de lo ocurrido en el arranque de la transición, actualmente 14 de los 18 países latinoamericanos permiten algún tipo de reelección: alterna (Chile, Uruguay, Panamá, Perú, Costa Rica y El Salvador), consecutiva (Argentina, Brasil y República Dominicana) e indefinida (Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Honduras y Ecuador). Está prohibida en México, Guatemala, Paraguay y Colombia. Colombia es el único caso reciente en que se revirtió la reelección (la introdujo Uribe y la prohibió Juan Manuel Santos). En Brasil, al mediar su segundo mandato, Lula fue presionado por sus seguidores para optar a un tercero, pero rechazó tal posibilidad al subrayar la alternancia como una característica de las democracias modernas.
En 2017 regresó Piñera a La Moneda y fue reelecto Hernández en Honduras. En 2016 lo fueron Ortega en Nicaragua y Medina en República Dominicana. En 2018 y 2019 muy posiblemente existirán nuevos intentos de continuismo vía reelección consecutiva (Maduro, Morales o Macri) o alterna (Lula).
Escenario propicio para “outsiders”
Tanto en las elecciones chilenas como en las hondureñas han aparecido outsiders, líderes políticos emergentes, nacidos al margen de los partidos tradicionales y que sitúan a la clase política y al sistema de partidos como el enemigo a batir y principal antagonista. Esto ocurrió con Nasralla, periodista deportivo y presentador de televisión, que en 2013 creó el Partido Anticorrupción y en 2017 encabezó una alianza formada por el Partido Libertad y Refundación (LIBRE), surgido en 2009 y vinculado al ex presidente Manuel Zelaya, y el PINU-SD. En Chile el voto más cercano al pinochetismo (que solía votar por la Alianza de centroderecha) fue captado por Kast, quien rozó el 8%. La izquierda ajena a la tradición concertacionista confluyó en el Frente Amplio, que captó el 20% del voto en las presidenciales.
La coyuntura política regional (alto grado de desafección hacia los partidos y los políticos y desgaste acelerado de algunos gobiernos), la económica-social (pobre crecimiento y expectativas frustradas de unas empoderadas clases medias) y la fiscal (menos recursos del Estado para políticas sociales y redes clientelares) son un caldo de cultivo apto para la aparición de candidatos sorpresa (outsiders) y debilitan las opciones tradicionales.
Así surgen “candidatos a la Trump”: ajenos a los partidos tradicionales (outsiders), como Nasralla o el guatemalteco Morales, figuras que lideran movimientos con altas dosis de personalismo (el brasileño Jair Bolsonaro), que provienen de un entorno mediático (Morales, Trump y Nasralla) y emisores de un mensaje polarizador y demagógico muy crítico con la política y el sistema de partidos (el mexicano Andrés Manuel López Obrador o el costarricense Juan Diego Castro), y cuyo principal –a veces único– argumento “ideológico” es el combate a la corrupción, a la violencia y a la clase política. Son líderes oportunistas, sin partidos ni cuadros políticos sólidos y sin un programa estructurado. Con su carisma y con un mensaje sencillo explotan el resentimiento social y la frustración de expectativas de las clases medias, creando chivos expiatorios (los políticos), canalizando la desafección hacia los partidos y los políticos y el malestar hacia un Estado y unas administraciones públicas ineficaces para poner en marcha políticas y servicios públicos.
La idea de que el “populismo” está en decadencia en América Latina debe ser cuestionada y matizada. Más que ante el fin de los populismos vemos la aparición de nuevos fenómenos populistas, ya no adscritos al bolivariano “socialismo del siglo XXI” sino a movimientos situados a la derecha, como evidencian los casos de Morales, Nasralla, Bolsonaro o incluso Keiko Fujimori.
Coaliciones heterogéneas y “contra natura” frente a partidos y liderazgos hegemónicos
La crisis de los sistemas de partidos y el deterioro de las fuerzas políticas tradicionales favorece la aparición de nuevos actores que forman coaliciones electorales (heterogéneas y “contra natura”) para derrotar a los candidatos hegemónicos. En 2017, dos alianzas (el Frente Amplio en Chile y la Alianza Opositora en Honduras) alteraron el mapa político de sus países. Algunos de estos cambios pueden tener carácter estructural y no ser meras apariciones coyunturales, aunque para constatar el fenómeno hay permitir su consolidación.
El ejemplo chileno muestra cómo el desgaste de las dos coaliciones que se han alternado en el poder desde 1990 y sus dificultades para canalizar las demandas de los nuevos sectores sociales y las nuevas generaciones se convierte en un caldo de cultivo propicio para la aparición de nuevas opciones. Es el caso del Frente Amplio, una amplia y heterogénea coalición de izquierdas que alcanzó el 20% en las presidenciales, con la periodista Beatriz Sánchez como candidata. Formó grupo propio en el Congreso con 20 diputados y entró en el Senado. El frenteamplismo es una fuerza decisiva (como la Democracia Cristiana) en el Congreso, pero habrá que ver si dejan gobernar o se limitan únicamente a hacer oposición, al igual que Podemos, su principal referente internacional.
Ni Chile Vamos ni Fuerza Mayoría controlan el Parlamento. En estas circunstancias, el voto del Frente Amplio tiene más posibilidades de consolidarse que el de otras opciones recientes, como la que en 2009 lideró Marco Enríquez Ominami, quien captó también un 20% de los votos en las presidenciales, porcentaje que ha ido disminuyendo hasta el actual 5%.
El Frente Amplio, que afronta como principal reto poner orden en sus filas y superar su heterogeneidad para convertirse en una alternativa creíble, ha sabido captar el voto joven, sin vínculos con la Concertación. Ciertos análisis indican que el 78% del voto de Beatriz Sánchez provino de los “inscritos nuevos”, incorporados al padrón con la inscripción automática de 2012. Sin embargo, una parte relativamente importante de votantes del Frente Amplio se decantó por Piñera en la segunda vuelta, lo que es un serio desafío a la lealtad de sus seguidores.
En el caso hondureño, el predominio del PN en el poder desde 2010 y, en especial, de la figura de Hernández y su proyecto reeleccionista acentuó la polarización. En las elecciones de 2017 el debate se dio entre dos opciones opuestas: los defensores de la continuidad del presidente y los detractores de la prolongación de su mandato. Ello llevó a formar una alianza heterogénea y contra natura entre dos fuerzas emergentes y minoritarias (los disidentes liberales de LIBRE y los izquierdistas de PINU-SD) y los seguidores de Nasralla (un líder populista y demagogo). Sólo les unía su rechazo a Hernández y al reeleccionismo; de ahí su nombre: “Alianza Opositora contra la Dictadura”.
El resultado de la elección hondureña ratifica el cambio en el sistema de partidos. Su historia democrática desde 1980 se divide en dos épocas distintas, cuya cesura fue marcada por la destitución/golpe de Estado de 2009 y sus consecuencias directas sobre el sistema de partidos y el modelo político. De 1982 a 2010 el Partido Liberal (PL) ocupó un lugar central y fue la fuerza preeminente en el sistema de partidos: el que más elecciones ganó y el que se mantuvo más tiempo en el poder. La victoria de Porfirio Lobo en 2009 inauguró un nuevo tiempo marcado por el predominio del PN, tras la profunda crisis institucional de ese año. Honduras experimentó un debilitamiento del bipartidismo tradicional, debido a los problemas internos del PL y a la pérdida de votos, tanto del PL como del PN, que ha mantenido la hegemonía desde 2010.
De 1982 a 2009 las dos fuerzas más votadas fueron el PL y el PN. Sumaban la mayoría del voto y la alternativa era siempre una de ellas. En 2013, Juan Orlando Hernández, del PN, se impuso con el 36,8% (la cifra más baja desde 1981). En 2013 la segunda fuerza más votada no fue un partido histórico, sino el emergente LIBRE. Ese año saltó por los aires el bipartidismo clásico: Hernández triunfó con un margen electoral del 8,01% sobre Xiomara Castro (esposa de Zelaya) de LIBRE, con un 28,9%. Mauricio Villeda del PL quedó tercero con el 20,28%, y cuarto Nasralla del Partido Anticorrupción (PAC), con el 13,52%.
Los cambios electorales y partidistas de 2013 no fueron coyunturales y se consolidaron en 2017. El sistema vuelve al bipartidismo. Ahora entre un partido tradicional (el PN) y una coalición emergente. Hasta 2013 el ganador alcanzaba el 50% de los votos y entre el PL y el PN concentraban más del 94% del voto. En la nueva coyuntura, los partidos históricos apenas pasaron del 60% y el ganador rondó el 40%.
La formación de alianzas electorales en 2018 se dará en otros países. Están Por México al Frente, que reúne al PRD, al PAN y al MC, y la coalición paraguaya PLRA-Frente Guasú (Alianza Ganar). Ambas buscan desafiar a los partidos hegemónicos (priismo y coloradismo). En Colombia, probablemente disputen la presidencia tres grandes coaliciones: una, a la derecha, con conservadores y uribistas; otra, en el centro con Sergio Fajardo (Coalición Colombia) apoyado por Claudia López (Alianza Verde) y Jorge Enrique Robledo (Polo); y la última de centroizquierda, en torno a Humberto de la Calle (Partido Liberal), Gustavo Petro (Colombia Humana), Clara López (ASI) y Carlos Caicedo.
Estas alianzas, contra natura en algunos casos y heterogéneas en otros, son la única vía que permite a fuerzas minoritarias desafiar largas y asentadas hegemonías. En Paraguay, el ex presidente Fernando Lugo, del Frente Guasú, respalda la candidatura presidencial del PLRA. Apoya a su aliado liberal de 2008, que también propició su caída en 2012, para poder acabar con el predominio colorado.
Los temas recurrentes de campaña
Tres han sido los temas recurrentes en las campañas chilena y hondureña. Estos asuntos se proyectan como centrales en todas las elecciones; la corrupción, la necesidad de reformas estructurales para reimpulsar el crecimiento económico y la inseguridad ciudadana. El Latinobarómetro los viene señalando como los tres problemas que más preocupan a los ciudadanos de la región desde hace años.
El gran tema en América Latina, especialmente tras el estallido del escándalo Lava Jato, es la corrupción. Chile y Honduras tuvieron escándalos que minaron las opciones oficialistas y dieron argumentos a la oposición: las consecuencias del caso Caval en Chile (que golpeó a Michelle Bachelet) y del escándalo del Seguro Social en Honduras. Es significativo lo ocurrido con Nasralla. En 2013 fundó el Partido Anti Corrupción y en 2017 levantó como banderas de la Alianza Opositora el combate al autoritarismo y la corrupción.
En 2018 la corrupción será el eje del discurso de López Obrador, con sus reiteradas críticas a la “mafia del poder” en la que engloba indistintamente a todos sus rivales (PRI, PAN y PRD) o de Juan Diego Castro en Costa Rica. El Lava Jato planeará sobre las elecciones de Brasil, donde la justicia debe decidir si finalmente Lula da Silva será o no candidato. En Costa Rica, el oficialismo (Partido Acción Ciudadana, PAC) se ve afectado por el “caso cementazo”. Junto al desgaste gubernamental y la baja valoración del gobierno de Luis Guillermo Solís, esto explica el 5% de intención de voto del PAC.
En las campañas de Chile y Honduras ha estado presente la necesidad de reformas para recuperar el crecimiento. Hay un consenso general entre los partidos en torno a la necesidad de las reformas, pero no sobre la dirección de los cambios. En Chile, tanto Guillier como Piñera impulsaban transformaciones, pero de distinto signo: de corte más estatista las de Guillier, más liberalizadoras las de Piñera.
La inseguridad es un tema recurrente en las elecciones latinoamericanas desde los años 90. Tampoco es una excepción en la actual coyuntura, ni en países con bajos índices de criminalidad (Chile y Costa Rica) o tasas elevadas (Honduras).
El voto de castigo al oficialismo
Desde que cambió el ciclo económico en 2013 se ve un progresivo incremento del voto de castigo a los partidos de gobierno. En Chile, la coalición oficialista fue derrotada claramente en el balotaje. Incluso su candidato cosechó en primera vuelta el peor resultado de un oficialismo desde 1989 (sólo el 22%). En Honduras, más del 57% votó contra la reelección de Hernández.
La época de las elecciones plebiscitarias con fuerte apoyo a los oficialismos pasó a la historia. En 2011 Cristina Kirchner triunfó con el 54% de los votos y aventajó en 37 puntos al segundo. En 2013, Rafael Correa obtuvo el 57% de los votos, a 35 de Guillermo Lasso. Ahora prevalece el voto de castigo. Las victorias opositoras vienen sucediéndose en los últimos años, en especial desde 2015, y afectan fundamentalmente, pero no en exclusiva, a los líderes y presidentes próximos al populismo bolivariano, como el kirchnerismo en Argentina.
En Costa Rica, el oficialista PAC, de Solís, tiene escasas posibilidades de pasar a la segunda vuelta. Las encuestas sitúan a su candidato, Carlos Alvarado, con una baja intención de voto: entre el 5% y el 6%. En México el PRI es por ahora la tercera fuerza en intención de voto; en Colombia el candidato más cercano al presidente Juan Manuel Santos (Humberto de la Calle) no repunta en las encuestas y en Brasil el PMDB (ahora MDB) no está entre las fuerzas favoritas para disputar el balotaje.
El desgaste de gobiernos prolongados (ocho años del PN en Honduras, predominio concertacionista en Chile desde 1990, ocho años de Juan Manuel Santos en Colombia) y un contexto económico de bajo crecimiento que impide financiar políticas sociales y mantener redes clientelares explican por qué una ciudadanía con grandes expectativas vota contra el oficialismo, se refugia en la abstención o apoya alternativas novedosas. En Chile la abstención fue superior el 50% tanto en primera vuelta (46,7% de participación) como en la segunda (49,02%) y en Honduras el abstencionismo rondó el 51%. Pese a la diversificación de alternativas (Frente Amplio y Kast en Chile y la Alianza Opositora en Honduras) los niveles de abstencionismo siguieron siendo muy elevados.
Resultados ajustados y gobiernos en minoría
Honduras y Chile han dado otra muestra de los rasgos que caracterizan la coyuntura política latinoamericana. Resultados ajustados (Honduras) y comicios que dejan gobiernos en minoría (Chile). Desde fines de 2015 la mayoría de las elecciones latinoamericanas se deciden no sólo en segunda vuelta sino con una mínima diferencia entre los dos candidatos. Hay excepciones. En Nicaragua, Daniel Ortega fue reelecto en 2016 con el 72% de los votos frente al su rival del PLC que conquistó el 15%. En República Dominicana, Danilo Medina se impuso con una diferencia de 25 puntos sobre Luis Abinader. Y en Chile, Piñera superó por 9 puntos a Guillier. En los demás comicios se alargó la incertidumbre previa al balotaje. Macri se impuso a Daniel Scioli por menos de 3 puntos; Kuczynski a Keiko Fujimori por menos de un punto; Lenín Moreno por poco más de dos puntos a Guillermo Lasso; y, en Honduras, Hernández aventajó en 1,5 puntos a Nasralla.
Los resultados ajustados y la fragmentación del voto llevan a que buena parte de los presidentes carezcan de mayoría parlamentaria, haciendo más compleja la gobernabilidad. En América Latina emergen “gobiernos divididos”, en los que el presidente al no contar con respaldo suficiente termina enfrentado con el Parlamento. En Brasil se destituyó a Dima Rousseff. En Perú, Kuczynski se salvó de perder el cargo por un puñado de votos. En otros países la debilidad legislativa del presidente se salda con la parálisis administrativa (Guatemala y Costa Rica) o graves dificultades para impulsar las reformas (Argentina y El Salvador).
Conclusiones
Chile y Honduras han abierto el período electoral latinoamericano, marcando ciertas tendencias políticas que podrán, o no, quedar ratificadas según sean los resultados de 2018 y 2019. Las victorias de Piñera y Hernández refuerzan la tendencia al predomino del centroderecha y la derecha, y de quienes impulsan medidas de liberalización económica.
El triunfo de candidatos de partidos y coaliciones históricas (Chile Vamos y el PN) convive la pérdida de apoyos de las fuerzas tradicionales, en paralelo a la emergencia de nuevas alternativas encabezadas por outsiders y líderes nacidos al margen de los partidos tradicionales. Es otra muestra de la crisis de los sistemas políticos.
El cambio de contexto económico y social ha condicionado los resultados en Chile y Honduras y marcará las próximas elecciones. La desaceleración económica y los reclamos de las clases medias desgastan a los gobiernos y propician nuevas alternativas que se refuerzan gracias a unas administraciones con sombra de corruptas y sin resultados en salud, educación, transporte y seguridad ciudadana.