El País, 29 de enero de 2019.
Hay quien se opone a culminar el Estado autonómico en un modelo
federal y no se da cuenta de que estamos cayendo en una especie de
“bilateralismo confederal” que genera desigualdades y
desbarajustes.
Siempre que la democracia se ha abierto camino en España ha tendido a fórmulas
federalizantes de organización del Estado, mientras que con las dictaduras se ha
impuesto el centralismo más estrecho. Aparte de la malograda I República federal,
desquiciada por propios y extraños, la Constitución de la II República, a pesar de su
definición como “Estado integral” —no iba a decir Estado “desintegrado”—, estableció
la autonomía de municipios y regiones. Autonomía que se plasmó en los estatutos de
Cataluña, el País Vasco y los non natos de Galicia y Andalucía debido al inicio de la
Guerra Civil. Es probable que hubieran surgido otros —hubo un proyecto para
Extremadura— si la República hubiera sobrevivido. En el fondo, el federalismo es la
forma más natural de nuestro Estado, pues somos un país plural en su unidad con
lenguas, culturas, derechos e instituciones diversas dentro de una historia común. Tan
común que cuando en España hay democracia o dictadura, monarquía o república, la
hay en todos los territorios, por mucho que se empeñen algunos en fantasías
secesionistas. Incluso cuando se ha pretendido una vida aparte aprovechando el final de
las guerras europeas, tanto en la I como en la II, el envite no encontró el más mínimo
eco en las potencias decisoras.