Babelia/El País, 20 de noviembre de 2017.
Las políticas de austeridad han roto la conexión entre crecimiento económico y progreso social. El economista Antón Costas propone cinco modos de restaurarla.
Vivimos tiempos de incertidumbre. Algunos de los principales elementos que dieron seguridad y sentido de pertenencia a las generaciones anteriores hoy hacen aguas sin haber sido sustituidas por nuevas certezas. Esto ha fracturado nuestras sociedades y las ha sumido en la ansiedad y la agitación. En España, a esta crisis generalizada se le suma la incapacidad escandalosa de las élites tradicionales y la ausencia, digámoslo claramente, de una estrategia como país para las próximas décadas.
Esta estrategia sólo saldrá de una conversación que necesariamente tendrá que darse entre diferentes. Por eso, quizás incluso para su sorpresa, me ha resultado tan provechosa la lectura -casi me atrevería a decir estudio- del libro de Antón Costas. Costas, catedrático de Política Económica en la Universidad de Barcelona, ha escrito un libro para explicar las causas de la situación social actual en España y sobre todo para ofrecer ideas concretas sobre cuáles deberían ser los ejes de un modelo social y económico sólido y de futuro. En un momento de inflación del ruido, se agradecen ensayos ágiles y rigurosos como éste. Costas combina un estilo profesoral, muy didáctico, con consejos y recomendaciones de un gestor con amplia experiencia.
El libro sitúa bien el problema central de nuestra época: se ha roto el contrato social que otorgaba derechos y deberes, hacía previsible el futuro y proveía de un marco de seguridad a las mayorías sociales que no nacían en cuna privilegiada. El hecho más relevante y de más calado social y político de esa ruptura es el aumento lacerante de la desigualdad, que lastra nuestra economía y corroe las bases de la democracia. Como bien explica Costas, por primera vez en décadas se ha roto la conexión entre crecimiento económico y progreso social, y este vínculo sólo podrá ser recompuesto por una política económica decidida y de largo aliento que se fije, en términos del autor, dos prioridades: “evitar que se consolide un elevado grupo de ciudadanos que queden permanentemente en la cuneta del paro o del empleo ocasional y aumentar la renta disponible de los hogares”. Esa política económica, de momento, está completamente ausente del proyecto del Gobierno y sus socios parlamentarios, que parecen asumir un escenario de fragmentación social y de crecimiento macroeconómico sin recuperación social -y por tanto un crecimiento de patas cortas, que puede volver a meternos en el callejón sin salida de intentar paliar con el crédito fácil lo que los salarios no resisten. La crisis española es en primer lugar una crisis de distribución de renta y, en segundo lugar, de modelo productivo.
Para pensar otro modelo de crecimiento, Costas parte de la crítica a las improvisaciones y ocurrencias de corto plazo que caracterizaron la gestión de la crisis en España. Errores derivados de lo que el autor denomina “síndrome de Berlín”, por el cual la mayoría de las élites económicas, políticas e intelectuales de nuestro país compró una explicación fanática, moralizante y -por qué no decirlo- sutilmente racista, que contra toda evidencia empírica y económica, dibujó la mal llamada austeridad como una justa penitencia para los derrochadores y vividores países del sur. Si algo se le puede reprochar a nuestras viejas élites es la escasa confianza y estima en su propio país y su vergonzante prisa en correr a ponerse al servicio de políticas erróneas, fanáticas e interesadas, que han dejado una profunda herida política y social en España.
De entre los cinco grandes retos para una estrategia de desarrollo consistente que el autor señala en la segunda parte del libro, me interesa destacar en particular dos aspectos, que además discute específicamente con las ideas tradicionales de la izquierda, desde un enfoque que me parece muy enriquecedor. En primer lugar, Costas reivindica el valor de la competencia: “Una política progresista ha de plantear la lucha contra los monopolios y los cárteles como una de las políticas sociales prioritarias”. Por eficacia y por filosofía política, el pensamiento emancipador tiene que ser capaz de imaginar combinaciones virtuosas -e instituciones que las regulen- de competencia y cooperación social al servicio de la innovación para vivir mejor, cuidando más de nuestros semejantes y del planeta.
En segundo lugar, Costas acude a la economista italoamericana Mariana Mazzucato y su concepto del Estado emprendedor. Sostiene, de forma convincente, que para financiar un Estado del Bienestar del siglo XXI el Estado no tiene por qué limitarse a ser un recaudador de impuestos sino que, sin descuidar la necesidad de una estructura fiscal justa y verdaderamente progresiva, el Estado puede buscar un retorno mayor de las inversiones y proyectos de riesgo en los que participa el sector privado. Esta es una idea fundamental para los países que, como el nuestro, necesitan un esfuerzo sostenido para una industrialización inteligente y aspiran a gobernar los cambios y no sólo a verse sacudidos por ellos o por los intereses de los fondos buitre: necesitamos un Estado que asuma sus responsabilidades y que sirva de locomotora para determinados sectores estratégicos en los que después se puede dar la colaboración público-privada.
Sin embargo, cuando llega al momento de clasificar en apuestas políticas las posibles salidas a la situación de incertidumbre y quiera del acuerdo de convivencia, Costas realiza una simplificación que no se corresponde con su rigor en el campo de la economía. Dibuja básicamente, frente a las políticas de austeridad y ajuste fallidas, las alternativas de los “populismos” de izquierda y derecha por una parte, y la liberal-socialdemócrata por otra, que ve encarnada en Macron –cuya popularidad, por cierto, continúa en caída libre: casi un 60% de los franceses dan ya la espalda a sus reformas. Por supuesto, el autor es libre de manifestar cualquier preferencia partidista, e incluso es saludable que lo haga. Pero esta aparece debilitada si sólo puede ser afirmada por contraste con muñecos de paja. Costas entiende los populismos como meras reacciones a la incertidumbre, espasmos que aspiran a terminar con el mercado y la institucionalidad. Un momento meramente destituyente. Conviene recordar que algunas de las fuerzas progresistas que así cataloga se han hecho cargo de los principales ayuntamientos de España, saneando sus cuentas, reduciendo la desigualdad, poniendo fin al saqueo de lo público y oxigenando la vida institucional. Quienes creen en la necesidad de reformas para que España funcione deberían compartir hoy posición con los Ayuntamientos del cambio contra el inmovilismo que representa la intervención de Cristóbal Montoro –verdadero caso clínico del ‘síndrome de Berlín’.
Es posible que a Costas se le escape que la aspiración de “construir pueblo”, de formar parte de una comunidad que no deja a los suyos atrás, es exactamente la tarea de fundar nuevos acuerdos y equilibrios institucionales que está en el corazón de su propuesta de pactar un nuevo contrato social. Para que ese pacto sea posible y beneficioso para los de abajo hay que equilibrar la balanza recomponiendo un demos, heterogéneo e irreductiblemente plural, pero con horizontes compartidos. Entre esa tarea y la densidad intelectual no sólo no hay contradicción sino que hoy, aquí y ahora, amos fenómenos se necesitan mutuamente. Pero este, reconocerán algunos lectores, es un tema recurrente del debate de nuestro tiempo al que tendremos ocasión de regresar. En la Europa actual, y muy en particular en España, la tarea política fundamental no es aumentar unos puntos porcentuales el voto a la derecha o a la izquierda, no es girar unos grados las políticas públicas en uno u otro sentido. Es una tarea de mucha mayor magnitud y dificultad: hemos de recomponer el contrato social, roto por la desigualdad y por la concentración de poder en pocas manos fuera del alcance de la ciudadanía. Para ello necesitamos recomponer unas sociedades rotas por la ley del más fuerte, para sustituirla por la ley del más débil, acorazada por la soberanía popular y una correcta y diversificada malla de poderes separados y equilibrados. O, en otras palabras, un plan para una España viable y más justa. De eso (también) deberíamos estar discutiendo cuando hablamos de reforma constitucional.