Agustín Ezcurra, Jon Sáenz y Gabriel Ibarra
Cambio climático: ¿hay que tomárselo en serio?
(Hika, 187, abril de 2007)

           
Durante los últimos años, y particularmente tras la presentación en sociedad de un publirreportaje con formato de documental oscarizado, el cambio climático se ha convertido en un tema recurrente en medios de comunicación, foros políticos y debates de cenáculos de todo tipo y condición.
            Sin duda alguna, ante este tema, uno puede adoptar la posición que considere conveniente; la libertad es algo consustancial al pensamiento humano. Pero a nosotros nos gustaría recalcar en este artículo algunos aspectos que sin duda es necesario tener bien presentes antes de posicionarse cuando uno se pregunta si a estos científicos hay que tomarlos realmente en serio.
            Antes que nada diremos, sin pretender herir ninguna susceptibilidad, que a nosotros, y creemos que a muchos como nosotros, nos revienta que políticos y medios de comunicación apliquen el catastrofismo como medio de conmover a la población y tratar así de llevarse a no se sabe qué particular huerto a la opinión pública. Y en el tema que nos ocupa algo de eso hay, y mucho, como lo hay en otros temas tales como la estabilidad del sistema público de pensiones, la seguridad ciudadana o la inmigración. Pero ante esto tenemos dos opciones: intentar entender por nosotros mismos el problema o esperar que el partido (o periódico) de nuestra confianza lo digiera por nosotros. Cada uno elige su camino.
            Dicho esto, pasaremos a enumerar aquellos aspectos que creemos deben ser tenidos en cuenta a la hora de enfrentarse con lo que viene en llamarse problema del cambio climático.
            Desde que se inició la revolución industrial la humanidad no ha dejado de crecer en número de habitantes. Por tanto, debido al conjunto de sus actividades, no ha dejado de emitir a la atmósfera gases y partículas de forma masiva. Este hecho es incuestionable desde el punto de vista de la observación científica. Las medidas llevadas a cabo en cualquier parte del planeta ponen de manifiesto que la mano del hombre ya ha dejado una huella sensible y detectable en la composición química de la atmósfera, incluso en los más remotos e inhóspitos lugares del planeta tales como polos, selvas y desiertos. En la actualidad sabemos positivamente que la concentración actual de dióxido de carbono en el planeta es la más alta de al menos los últimos 650.000 años, y sabemos que ese dióxido de carbono procede en su mayoría de la quema de combustibles fósiles llevada a cabo por parte del hombre.
            El origen de este desequilibrio nace del sistemático aumento de la potencia energética media consumida por cada individuo durante su vida y del aumento incesante de la población mundial y su esperanza de vida media. Esta necesidad de cantidades crecientes de energía supone, dada la ineficacia de nuestras tecnologías, así como la existencia de ciertos límites físicos inherentes a su conversión de una forma (química en los combustibles) a otra (iluminación, calor o energía cinética de nuestros coches), que el medio natural en el que nos desenvolvemos se contamine. Esta contaminación se incrementa día a día en una sociedad en la que además aumenta sin cesar el número de individuos que se benefician de las mejoras propias de una civilización tecnológica como la nuestra. Nos debe quedar claro que la contaminación concreta que producimos se deriva de los procedimientos particulares que usamos para generar los bienes que utilizamos y la energía que consumimos.
            Como es bien conocido, una peculiaridad de algunas de las sustancias que, generadas por nuestra actividad, son emitidas a la atmósfera es su capacidad de producir lo que se conoce como efecto invernadero. Este efecto, que existe en la atmósfera de forma natural, consiste en que ciertos gases absorben fracciones considerables de la radiación térmica originada en la superficie del planeta y la devuelven de nuevo a la superficie. Esta peculiaridad nos lleva al segundo punto importante de la cuestión que nos planteamos. Al aumentar la población y al aumentar su bienestar, la huella de la presencia del hombre en el planeta se hace sentir, produciendo no solamente un desequilibrio en la composición geoquímica natural de la atmósfera, sino también un cambio del equilibrio térmico en ella.
            Como los fenómenos meteorológicos y el clima no son más que la expresión de los procesos térmicos que se producen en la atmósfera, es inmediato deducir de todo lo dicho que la presencia del hombre está modificando estos fenómenos. Es decir, la meteorología local, global y, por ende, la climatología en cada uno de los rincones de nuestro planeta se ve afectada por la presencia del hombre.
            Esta afirmación no es una elucubración catastrofista elaborada por algunos cerebros que tratan de inducir comportamientos particulares de la población mundial al socaire de intereses económicos o políticos inconfesables. Es simplemente un hecho que se deduce de la observación de la composición química de la atmósfera y del hecho de que el hombre está modificando esta composición en un sentido muy concreto y particular.
            Esta conclusión no nos debe resultar nada novedosa, extravagante ni particularmente sorprendente. En este mismo sentido, es un hecho admitido por todos los científicos que, por ejemplo, la proliferación de las plantas y otros seres con capacidad fotosintética en el planeta Tierra modificó la composición química de su atmósfera y, como consecuencia, su clima. Es también un hecho incuestionable que en las ciudades actuales existe una modificación climática local evidente que será más aguda conforme la ciudad de la que hablemos sea más populosa.
            Dada la importancia del tema del que estamos hablando, la comunidad científica mundial desde hace ya varios lustros se ha dedicado a investigar sobre la posible dirección que toma el cambio climático producido por el propio ser humano en su planeta.
            Para este fin, en todo el mundo, grupos de especialistas en la observación y la medida meteorológica, así como modelistas de los fenómenos atmosféricos, oceánicos y biogeoquímicos, vienen trabajando con honestidad, seriedad y buen hacer para tratar de dar una respuesta sobre cuál es la dirección concreta del cambio climático generado por el hombre. Dada la importancia del asunto que nos ocupa, estos trabajos han sido auspiciados y coordinados por la ONU en el seno del conocido como Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC).
            Los resultados de estas investigaciones (de los cuales este año 2007 se publicará el Cuarto Informe de Evaluación) es que el cambio climático inducido por el hombre conlleva un aumento de la temperatura media de la atmósfera de la Tierra y posiblemente la intensificación de algunos fenómenos meteorológicos como, por ejemplo, las precipitaciones y las olas de calor. Estas modificaciones deben entenderse como modificaciones frente a la probabilidad natural de ocurrencia de las mismas sin la presencia de una población humana que en términos globales es cada vez más contaminante en el sentido señalado anteriormente.
            Los resultados obtenidos tienen, evidentemente, su grado de incertidumbre. Para empezar, las más grandes no tienen que ver con la física o la química del problema. No tenemos un conocimiento perfecto del ciclo biogeoquímico del carbón, por ejemplo, pero no parece ser ése el mayor factor limitante en el alcance de unas predicciones buenas de lo que va a pasar. Los resultados concretos para las modificaciones que se esperan (incremento global de la temperatura, por ejemplo) cambian según las hipótesis y los procedimientos implementados en su obtención. Y algunas de las hipótesis conciernen a los llamados escenarios del IPCC. Estos escenarios son un conjunto de hipótesis sobre la demografía, el desarrollo económico y las fuentes de energía que utilizará la Humanidad en el futuro. Estos escenarios de emisiones intentan simplemente suministrar un margen de error entre hipótesis más o menos consumistas (tecnologías más limpias o más obsoletas) o demografías más o menos controladas. Sabiendo que estas proyecciones para el futuro son simplemente horquillas que intentan acotar los incrementos de temperatura entre hipótesis razonables.
            Pero, más allá de estas cuestiones, es preciso señalar que casi toda la comunidad científica está de acuerdo con los aspectos más comunes de los resultados obtenidos por los diferentes grupos de trabajo existentes.
            No debe ocultarse que existen voces individuales que están en desacuerdo con algunos resultados obtenidos por los investigadores del IPCC. Lo cual no nos debe hacer sospechar que hay manipulación alguna en el trabajo de tanta gente que, como ya se ha señalado, desde hace muchos años viene trabajando en este problema. La ciencia necesita también de los escépticos críticos para avanzar, ya que son ellos los que a veces señalan las inconsistencias de algunos razonamientos y algunos procedimientos de observación y cálculo. Pero del grupo de críticos ya son menos los que niegan la existencia de un cambio climático de origen antrópico, y de estos últimos no hay ninguno que haya sido capaz de presentar algún resultado convincente de que la acción del hombre no pueda modificar el clima de la Tierra.
            Otra parte importante del debate sería qué grado de daño es aceptable, en términos de clima. En este asunto es posible que la ciencia no esté en condiciones de dar una respuesta, o incluso es mejor que no la dé. Aquí ya nos adentrarnos en cuestiones políticas más peliagudas. ¿Preferimos más dióxido de carbono para que los ciudadanos daneses vivan mejor, a costa de lo mal que van a vivir los del Sahel? (*).
            En definitiva, podemos estar seguros de que el fenómeno conocido como cambio climático es un asunto que debe ser tomado con seriedad y que, por tanto, debe ser tenido en cuenta en la reflexión de políticos, medios de comunicación y en la sociedad en general. Ahora bien, esta reflexión no nos debe llevar al milenarismo catastrofista. Simplemente debemos tener bien claro que un reto de nuestro futuro consiste en desarrollar soluciones que permitan aumentar y generalizar el bienestar de la humanidad incidiendo lo menos posible en los regímenes naturales de los equilibrios propios de nuestro planeta. ¿Será posible que podamos llegar a ello?

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Agustín Ezcurra y Jon Sáenz son profesores del Departamento de Física Aplicada II de la Universidad del País Vasco; Gabriel Ibarra es profesor del Departamento de Mecánica de Fluidos de esa Universidad.
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(*) El Sahel es un área geográfica del continente africano con clima semiárido. Tiene una extensión aproximada de 4 millones de kilómetros cuadrados, y limita al norte con el desierto del Sáhara, al sur con las sabanas y selvas del Golfo de Guinea y de África Central, al oeste con el océano Atlántico y al este con el Nilo Blanco. Incluye el sur de Mauritania, Senegal, Malí, norte de Guinea y Burkina Faso, Níger, norte de Nigeria y Camerún, así como Chad y Sudán. (N. de la R.)