Alberto Piris Nueva estrategia en Afganistán
(Página Abierta, 203, julio-agosto de 2009)
Los titulares de la prensa española han sido llamativos respecto a lo que ha empezado a ocurrir en Afganistán la pasada semana. He aquí dos ejemplos de portadas de diarios de ámbito nacional del pasado viernes: “Obama lanza su campaña bélica contra los talibanes”, y “Estados Unidos lanza su ofensiva más feroz contra los talibanes”. En el International Herald Tribune tampoco se escatimaban valoraciones, al referirse a la «mayor operación militar de EE UU en Afganistán desde que se produjo la invasión del año 2001».
La operación ha sido bautizada con el nombre clave Janyar, que es el puñal curvo utilizado como ornato simbólico masculino en muchos países de la zona del Golfo Pérsico y Oriente Medio. Los usos locales le atribuyen la misma significación que el famoso lema de las antiguas espadas españolas: “no me saques sin razón ni me envaines sin honor”. Vemos ahora cómo está siendo desenvainado, pero hay muchas dudas sobre cómo y cuándo volverá a su vaina.
La puñalada asestada a los talibanes en la provincia afgana de Helmand la protagoniza un contingente militar de unos 4.000 soldados de EE UU, en su mayor parte de Infantería de Marina, en combinación con un buen número de tropas británicas y del Ejército afgano, con abundantes armas acorazadas y fuerte apoyo aéreo. El Pentágono prevé enviar 21.000 combatientes más en breve plazo y espera que a final de año se alcancen los 68.000.
Por una parte, se trata de un aumento de la presión militar, producto del empleo de una fuerza mayor, que el general estadounidense que dirige la coalición aliada en el país ha expresado así: «Hasta ahora, ha sido muy raro operar a nivel de brigada. Veníamos efectuando principalmente misiones a nivel de sección». Recordemos al lector no familiarizado con estos términos que una brigada puede incluir unos 3.000 combatientes y que una sección apenas rebasa la treintena de soldados.
Pero la principal novedad la ha expresado el general de la brigada operativa de EE UU: «Lo que hace distinta a la operación Janyar de todo lo que ha ocurrido hasta ahora es el empleo masivo de la fuerza, la velocidad con la que ésta actúa y el hecho de que allí donde lleguemos vamos a permanecer, y donde nos quedemos resistiremos, ayudaremos a la reconstrucción y trabajaremos para transferir al Ejército afgano las responsabilidades de la seguridad».
Dicho de otro modo: se abandona la anterior estrategia de EE UU en Afganistán, que consistía en “limpiar y retirarse”, utilizando preferentemente medios aéreos, como los aviones no tripulados controlados a distancia. De ese modo solo se conseguía que los talibanes se desplazaran de una parte a otra, sin ser derrotados. Y las víctimas civiles causadas por los ataques aéreos, en numerosos incidentes imposibles de ocultar a la opinión pública, han contribuido a aumentar el rechazo del pueblo afgano a las actividades militares de EE UU. La nueva estrategia, según un portavoz militar, pretende «ganar los corazones y las mentes de los habitantes de Helmand».
Esto puede resultar más difícil que derrotar militarmente a los talibanes. «No recuerdo ninguna operación militar con soldados extranjeros que no haya producido víctimas civiles», manifestaba un afgano, tras aconsejar a sus familiares residentes en la zona de combate que abandonen su hogar y se refugien en otro lugar. Otro afgano informaba al periodista: «Todo el pueblo está rodeado. Los extranjeros atraviesan nuestros campos con sus tanques, destrozan nuestras cosechas y no nos dejan salir de casa. ¿Se puede vivir así?».
Con buen sentido práctico de la guerra, un residente local comentaba: «Aunque los extranjeros traigan 70.000 soldados, no podrán con los talibanes. Uno cualquiera de éstos les ataca desde dentro de una casa y desaparece enseguida. Los talibanes nunca se les enfrentarán en combate abierto. Y los únicos que morirán serán los habitantes de los pueblos. Siempre pasa igual: las guerrillas nunca se enfrentan a un ejército en campaña; desaparecerán, huirán y solo volverán cuando los militares extranjeros se hayan ido».
El dilema al que se enfrenta Obama es sencillo: si los ejércitos aliados no permanecen en Afganistán durante un plazo relativamente largo, los talibanes volverán pronto por sus fueros. Y si se establecen bases militares en territorio afgano, surgirán de nuevo voces que reclamen el final de la ocupación militar y se avivará el rechazo frente a los invasores extranjeros. Además, como ocurrió en Irak, las fuerzas de ocupación terminarán dedicándose con preferencia a su propia seguridad, frente a una población en su mayoría hostil, y el terrorismo reforzará sus raíces.
Salir de este círculo vicioso va a obligar a EE UU a tocar varias teclas diplomáticas, no militares: la de Pakistán, que no olvida Cachemira ni su contencioso con la India; la de Irán, potencia regional básica para la estabilidad en la zona; la de Rusia, que ahora coopera con el esfuerzo militar de EE UU, facilitándole el paso por su territorio, pero que pedirá contrapartidas a cambio. Combinar acciones tan diversas va a poner a prueba la capacidad de Obama para enderezar la complicada situación que le dejó su nefasto antecesor en la Casa Blanca.
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