Gabriel Flores
La resaca de Davos o cómo los mercados
imponen sus prioridades a los Estados
El Foro Económico Mundial inauguró el pasado 27 de enero la cumbre que anualmente reúne en Davos a los directores ejecutivos de las macroempresas globales y a los máximos responsables de los grandes grupos bancarios y financieros mundiales. Una vez al año y durante unos días, el poder económico acoge en Davos a directivos de las organizaciones económicas y financieras internacionales, responsables políticos de las potencias tradicionales o emergentes y unos cuantos cientos de comparsas, académicos, líderes religiosos y periodistas que tienen el honor de celebrar la fiesta del libre mercado y participar en una de esas cumbres del siglo que se suceden cada tres o cuatro semanas.
En el discurso de apertura, Nicolas Sarkozy volvió a airear su vacua fórmula de refundación y moralización del sistema capitalista ante un benévolo y complacido auditorio que, en las actuales circunstancias, acepta de buen grado el toque de atención de uno de los suyos y algunos retoques en sus tradicionales mantras ultraliberales. Este año han escuchado con seria atención las propuestas de Sarkozy para salvar al sistema capitalista de los excesos propiciados por la avaricia y demás pecados capitales que, como todos los asistentes a Davos saben, son los que causaron las burbujas especulativas que están en el origen de esta crisis.
No son tiempos muy propicios para alabanzas líricas a los dogmas de la desregulación financiera, el eficiente funcionamiento del libre mercado y la utilidad social que genera la búsqueda permanente del máximo beneficio privado. Por ello, los asistentes a Davos comprenden bien que ahora no tocan laudes.
Desde hace más de dos décadas los capitostes asistentes a las cumbres de Davos han exaltado y propiciado el libre comercio, el libre despliegue internacional del capital financiero y una globalización liberada de la fastidiosa injerencia de lo político. Los intereses y poderes que Davos representa y escenifica consiguieron blindar el desarrollo de la globalización; debilitaron y sortearon los corsés reguladores que estorbaban a la natural, racional y útil pretensión de obtener beneficios privados que mueve a los capitales internacionales; y evitaron los límites y restricciones que la democracia y la soberanía nacional pueden imponer a la siempre eficiente asignación de recursos y gestión de riesgos que, según la ideología ultraliberal, realizan los mercados. La última cumbre celebrada en Davos es el ejemplo más reciente de cómo los mercados saben y pueden imponer sus prioridades y condiciones a los intereses y necesidades de economías nacionales y Estados.
Al día siguiente de la inauguración, el 28 de enero, Zapatero acudió a Davos. Probablemente, no sabía que tenía reservado un sitio, junto a Grecia y Letonia, en el banquillo de los países acusados de despilfarro en el gasto público, irresponsabilidad en la gestión de las finanzas públicas, falta de concreción en los planes de reconducir el déficit público hasta niveles manejables, escasa credibilidad de su capacidad para sanear los desequilibrios presupuestos de las administraciones públicas y ocultación de las debilidades del sistema bancario. Zapatero, según cuentan las crónicas, defendió la solvencia y buena salud de los bancos españoles y la impecable hoja de servicios que presentan los gobiernos españoles en el cumplimiento de los equilibrios presupuestarios que exigen los compromisos comunitarios. Inmediatamente después, Zapatero expuso la disposición de su Gobierno a presentar y aprobar de forma inmediata un plan de austeridad de 50.000 millones de euros en el gasto público durante los próximos años (hasta 2013) y, en el mismo paquete y con el mismo objetivo, una reforma del sistema de pensiones para reducir el déficit público.
Es difícil saber qué dosis de improvisación y decisión planificada había en ese compromiso de austeridad que Zapatero sacó de la chistera en Davos. Al cabo, poco importa saberlo. Después de Davos sabemos dos cosas nuevas que antes eran sólo interrogantes o sospechas. Primera: esas medidas de austeridad, que comprometen a Zapatero y a su Gobierno, definirán la orientación de la política económica del Gobierno del PSOE en los próximos tiempos para afrontar la crisis. Y segunda: aunque seguimos sin saber si lo peor de la crisis ha pasado o está por llegar, ya se puede afirmar que las autoridades económicas del Gobierno de Zapatero no van a poder mover ni un dedo para animar la reactivación de la economía española.
Las políticas de austeridad anunciadas contribuirán a prolongar la actual fase de estancamiento de la economía española y, por consiguiente, a mantener durante años un número de personas desempleadas cercano a los cuatro millones. La austeridad supondrá también un bloqueo a cualquier pretensión de cambio del modelo productivo.
Esas dos malas nuevas reveladas por la comparecencia de Zapatero en Davos y las medidas de austeridad corroboradas por su Gobierno al día siguiente conforman la trama de una nueva situación que, por ahora, sólo se percibe de forma vaga y a medias y que no se entiende bien por qué se produce en estos momentos y de forma tan repentina, a qué intereses y presiones responden esas medidas o qué tipo de necesidades tratan de satisfacer.
Las medidas anunciadas abren varios interrogantes: ¿qué pretende el Gobierno?, ¿qué costes políticos y económicos comportan estas medidas?, ¿cómo se van a concretar?, ¿con qué apoyos y consensos se van a aprobar?, ¿qué resistencias van a despertar?, ¿pueden esas medidas de austeridad contribuir a superar esta crisis?…
Demasiados interrogantes para intentar responderlos en un artículo apresurado. Y demasiado pronto para percibir todos los efectos de unas propuestas que tardarán aún algunas semanas en concretarse y, previsiblemente, algunos meses en aprobarse. Pese a todo, puede que no sea completamente inútil tratar de interpretar y comprender el giro que ha dado la situación tras la comparecencia de Zapatero en la cumbre de Davos. Esa es la pretensión de estas notas.
1. ¿Es correcta la valoración de la deuda pública que hacen los mercados?
En lo que se refiere a las cuentas públicas españolas, no había ni hay ningún dato nuevo respecto a lo que se sabía o esperaba desde hace unos meses. Quizás, podría señalarse un aspecto nuevo que sin ser relevante es algo más que un matiz: las primeras estimaciones oficiales del déficit público en 2009 indican un nivel superior (11,4% del PIB) al de las peores previsiones gubernamentales (no llegaban al 10%) que, pese a no ser demasiado inesperado, contribuye a incrementar la desconfianza sobre las previsiones oficiales en los próximos años (9,8%, 7,5%, 5,3% y 3% desde este año hasta el 2013)
El déficit público español no es tan negativo como el griego o el irlandés (ambos superan el 12%), está en la misma línea de los déficit que muestran otros grandes países capitalistas, como Reino Unido o Estados Unidos y no es excesivamente superior a los de Francia, Portugal o Japón (alrededor del 8%). Austria, Bélgica, Italia y el conjunto de países de la eurozona muestran déficit públicos algo inferiores (en torno al 6-7% de sus respectivos PIB), pero salvo contadas excepciones (Alemania, Dinamarca, Finlandia y Suecia) todos los países comunitarios superan holgadamente el límite máximo establecido en Maastricht (un 3% del PIB que fue reafirmado por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento). Todos esos abultados déficit públicos no han sido consecuencia del despilfarro o del carácter manirroto de los gobiernos. Son, simplemente, el lógico resultado del fuerte incremento de los estímulos fiscales y gastos públicos que han sido imprescindibles para rescatar a un sistema bancario internacional en apuros, frenar con éxito el retroceso de la actividad económica en 2009 e impedir el hundimiento de la economía mundial en una dolorosa y prolongada depresión. Conviene repetirlo: todo el mundo informado admite que el aumento del gasto público de todos los países de la OCDE ha sido absolutamente necesario. Más aún, todo el mundo informado sabe también que los déficit públicos de 2010 (y, probablemente, durante tres o cuatro años más) van a seguir situándose en todos los países de la OCDE en niveles históricos muy elevados, porque resultan imprescindibles para mantener una muy débil recuperación y evitar una recaída en la recesión.
Cuando menos, en este punto, resulta chocante que esos mismos déficit públicos que han evitado otra gran depresión sean valorados de forma tan negativa por los asistentes y voceros de Davos (y por los mercados financieros), justo cuando se ha logrado superar la fase recesiva de la crisis en el conjunto de los países de la OCDE. Especialmente cínico, aunque perfectamente explicable, es que esa valoración negativa se haya centrado exclusivamente en los países de la eurozona que muestran mayores debilidades en sus estructuras productivas y, por tanto, mayores incertidumbres sobre la capacidad para reactivar sus economías y reconducir en los próximos tres o cuatro años los desequilibrios de sus cuentas públicas hasta los límites establecidos en Maastricht.
Podría añadirse que la economía española muestra en este asunto de las finanzas públicas una situación mucho mejor que la de la mayoría de los países que forman parte del centro capitalista y aledaños: la deuda pública española suponía al finalizar el año 2009 un 55,2% del PIB, frente a porcentajes cercanos al 100% del PIB (Bélgica o EEUU) o superiores (Grecia, Italia y, en mayor medida aún, Japón). Salvo las contadas excepciones de Suecia y Finlandia (con deudas públicas del 45% del PIB) y Holanda (en el límite del 60% del PIB), ningún otro país de los que formaban parte de la UE antes de la ampliación al Este se encuentra por debajo del 60%. También Alemania y Reino Unido (con deudas públicas que suponen cerca del 75% de sus respectivos PIB), Francia (con una deuda pública algo mayor, próxima al 80% de su PIB) y el conjunto de países de la eurozona (con una media del 84% del PIB) superan el porcentaje de la deuda pública española y el límite del 60% del PIB.
Es cierto que, al margen de la cuantía alcanzada, hay que considerar el ritmo de crecimiento de la deuda pública en los últimos dos años y que en ese terreno pocos países muestran tan rápido crecimiento como la deuda pública española. Salvo dos insignificantes excepciones: Reino Unido y EEUU. Ambos países superan a la economía española en la cuantía relativa de sus deudas públicas y compiten con la economía española para ser los campeones del mundo en la velocidad con la que crecen los desequilibrios de sus cuentas públicas. Claro que no podría compararse la tensión que, en el caso de producirse un endurecimiento de la actual política monetaria, generaría la financiación de la deuda pública española, a pesar de su menor cuantía relativa, con la pequeña presión que ocasionaría la financiación de volúmenes muy superiores en las dos grandes potencias mundiales.
Podría concluirse, por tanto, que la valoración que hacen los mercados de la deuda pública española no es muy fiable ni reposa en datos incuestionables: los niveles de deuda son reducidos, hay margen para que aumenten y no hay dificultad para financiarla a tipos de interés relativamente bajos (1). El diferencial con el bono alemán se ha mantenido, pese a lo sucedido, por debajo de los 100 puntos básicos o, lo que es lo mismo, hay que pagar un punto porcentual más que lo que paga el bono alemán; redondeando, un no despreciable pero tampoco exagerado o inmanejable 4,2% anual de las obligaciones españolas a 10 años frente al 3,2% de los bonos alemanes (2).
Habría que mencionar, por último, un dato que apenas sale a la luz cuando se señalan las debilidades y desequilibrios más preocupantes de la economía española. En lo concerniente a deudas, las que alcanzan los niveles más graves no son las que padecen las arcas públicas españolas, sino las muy superiores deudas del sector privado (hogares y empresas, especialmente bancos) que cuadruplican la deuda pública y suponen una pesada losa para cualquier perspectiva de reactivación y un enorme riesgo para la economía española y su tejido empresarial.
En todo caso, tanto el enorme riesgo aparejado a la deuda privada como el asociado a la deuda pública serán problemas en un futuro no inmediato. Mejor dicho, podrían convertirse en problemas si, y sólo si, se producen determinadas circunstancias y condiciones. Por ejemplo, que se produjera en los próximos meses un endurecimiento prematuro de la política monetaria europea que incrementara sustancialmente los tipos de interés y, por lo tanto, los costes financieros asociados a la deuda. Sin descartar completamente esa hipótesis, hay que considerar que no es el escenario central o más probable que barajan analistas y mercados y que lo normal sería que hasta el próximo año el BCE no decidiera iniciar un medido ascenso de los tipos de interés. O, por ejemplo, que ocurriera una recuperación del crecimiento económico más rápida y sólida de la que pronostican todas las previsiones oficiales (menos del 1% para el conjunto de la UE en 2010). O que los políticos de las instituciones europeas perdieran la cabeza y alentaran la presión y el acoso de los mercados sobre la deuda pública de los países de la eurozona económicamente más frágiles. Hipótesis que habría que descartar completamente, desde cualquier tipo de lógica, si no fuera por la actuación de algunos de esos políticos y la inacción o muy comedida respuesta de las instituciones comunitarias ante el acoso sufrido por la deuda pública griega en las últimas semanas.
Ni Grecia ni, mucho menos, España han tenido el más mínimo problema para financiar hasta ahora su deuda pública. En Europa, se ha dado a lo largo de 2009 y sigue existiendo una fuerte demanda de títulos de deuda pública y los bancos europeos han comprado y siguen comprando (ya que sigue siendo un negocio rentable y seguro) las obligaciones que emiten los Estados comunitarios para financiar sus déficit y refinanciar su deuda soberana.
Sólo en los últimos meses, Grecia ha tenido que ofrecer unos más altos tipos de interés para colocar su deuda y ese diferencial, de seguir ampliándose, podría generar nuevos y mayores problemas y desequilibrios en sus cuentas públicas que podrían llevar a ese país, de prolongarse en el tiempo, a incumplir sus obligaciones de pago. Pero para remediar esa situación hay medidas económicas y fiscales que corresponde tomar a Grecia y medidas de respaldo político y económico que corresponden a sus socios de la UE y, sobre todo, a los países que comparten con Grecia el euro y que sufrirían las graves consecuencias de un desequilibrio de las cuentas públicas griegas de tal envergadura que obligara a ese país a declararse en suspensión de pagos.
No es prudente minimizar los riesgos que acarrean las valoraciones negativas de los mercados (equivocadas o no) sobre la economía española, su deuda pública o la capacidad del Gobierno español para gestionar con buen juicio las cuentas públicas (3). Tampoco parece demasiado razonable que el Gobierno reaccione (o de la impresión que reacciona) con excesivas prisas o de forma alocada ni que su política económica dependa de los vientos que corran en Davos.
2. Credibilidad por credibilidad, la que queda más dañada es la de la UE
La comparecencia de Zapatero en Davos reveló que los mercados de deuda pública y, más en general, los mercados financieros valoraban negativamente los desequilibrios que mostraban las cuentas públicas españolas y no apreciaban en el Gobierno de Zapatero suficiente interés, voluntad o capacidad para reconducir los déficit públicos hacia niveles aceptables y a un ritmo suficientemente rápido. Con pequeñas variaciones, la interpretación más extendida de los hechos ocurridos en Davos y de la semana clave que siguió a la vuelta de Zapatero a Madrid tienen mucho que ver con un relato como el que se hace a continuación (4): Dado que los mercados no consideraban creíble el retorno del déficit público español a los niveles del 3% del PIB en 2013, el Gobierno español no ha tenido más opción que reaccionar de forma inmediata con un duro plan de estabilidad (o austeridad) que contempla un contundente recorte del gasto público para recuperar la confianza de los mercados. El Gobierno de Zapatero ha demostrado que es capaz de hacer lo que debe (lo que reclaman los mercados) y que no le va a temblar el pulso a la hora de tomar decisiones que permitan menguar el déficit público y que éste se sitúe en 2013 en los límites establecidos por la UE.
No había más remedio que hacer lo que se ha hecho. Cuando un país pierde la confianza de los mercados debe arrostrar un coste añadido y pagar por esa desconfianza: cuánto mayor sea el riesgo que perciben los inversores de que un país no sea capaz de financiar sus déficit (colocar en los mercados internacionales su deuda pública) y refinanciar o pagar a su vencimiento la deuda acumulada, mayores serán los intereses que tendrán que ofrecerse a los potenciales inversores con objeto de compensar su percepción de mayor riesgo.
El Gobierno no tenía otra opción; gracias a su pronta reacción y a la inteligente movilización de las autoridades económicas para explicar la voluntad y los planes gubernamentales de reducción del gasto público los mercados se han aplacado. Por añadidura, el Gobierno ha sido capaz de recuperar la credibilidad perdida y de desbaratar la conspiración que pretendía equiparar la situación de la economía y las cuentas públicas españolas con las de Grecia o Portugal. Definitivamente, no hay mal que por bien no venga.
En cualquiera de las versiones de esa línea de interpretación dominante se advierte una aceptación acrítica de las valoraciones que parecen expresar los mercados. Se presupone que los supuestos sobre los que los mercados basan sus decisiones son correctos y que sus temibles consecuencias son irremediables. Y eso sucede a pesar de las reiteradas y recientes muestras de colosales y continuos errores en las apreciaciones y actuaciones de los mercados financieros internacionales.
También se echa en falta una reflexión más crítica sobre el grado de construcción de Europa, sus debilidades e insuficiencias, y sobre el papel jugado por las instituciones comunitarias frente a la presión que han ejercido los mercados sobre las deudas públicas de los países de la eurozona que muestran mayor fragilidad en sus cuentas públicas y, por consiguiente, mayores riesgos soberanos.
Es verdad que están en juego la credibilidad de la deuda pública española y la gestión de las cuentas públicas que hace el Gobierno del PSOE, pero no es menos cierto que también se han puesto en entredicho la credibilidad de la Unión Europea y, especialmente, de la eurozona y las instituciones y órganos de gobierno comunitarios.
La UE ha permitido en las últimas semanas que los mercados financieros (alentados por medios de comunicación de referencia mundial, agencias de calificación de riesgos, gurús del “análisis” económico y demás colaboradores necesarios de la crisis global sufrida en los dos últimos años) se hayan cebado con la deuda pública griega y extendieran su amenaza a los títulos de la deuda pública portuguesa y española. La UE no hizo nada, hasta el miércoles 10 de febrero, para frenar ese acoso.
Antes de ese día, la UE no hizo el más mínimo gesto de respaldo a los países miembros que necesitaban el apoyo comunitario. Nada frente a la presión a la que era sometida la deuda pública griega y, posteriormente, tras lo ocurrido en Davos, la deuda pública española. Hasta el anuncio que se hizo el pasado 10 de febrero de una cumbre de la UE para apoyar a Grecia, lo único que se pudo oír fue el silencio de las instituciones europeas acompañado de las estridentes declaraciones públicas de algunos miembros de la Comisión Europea que inconcebiblemente se apresuraron a echar más leña al fuego. ¿Cómo explicar las declaraciones del 3 de febrero del Comisario Almunia que señalaban las coincidencias de las dificultades de la economía griega con las que también padecen las economías española y portuguesa? ¿Se trata de simple ineptitud?
Por cierto, ¿dónde estaban el señor Almunia y los otros miembros de la Comisión Europea cuando las autoridades griegas maquillaban las cuentas que presentaban a las autoridades comunitarias?; ¿qué tipo de supervisión o control de las cuentas y desequilibrios de los países comunitarios ejercen las instituciones comunitarias y los políticos responsables de esa tarea? La UE vive sus horas más bajas (y las ha habido muy bajas en los últimos años) en cuanto a la voluntad de afrontar solidariamente la crisis económica y reforzar la construcción de Europa. Y lo que es aún peor, vive sus horas más bajas en cuanto a inteligencia, independencia frente a los poderes económicos y liderazgo.
Probablemente, hace uno o dos meses hubiera bastado con un gesto de compromiso y respaldo solidario de la UE con las autoridades griegas (una declaración solemne de la Comisión Europea, por ejemplo) tan vago como el acuerdo adoptado el pasado 11 de febrero por el Consejo Europeo. Ese acuerdo tan impreciso, tan tardío y tan insuficiente alienta escasas esperanzas sobre la voluntad política de las instituciones comunitarias para aplacar la presión de los mercados sobre la deuda pública griega. Sin embargo, tiene aspectos positivos ya que refleja la existencia de intereses comunes entre los socios comunitarios y la decisión de la UE de no dejar caer a Grecia ni permitir, como parece pretender el Reino Unido, que el FMI se inmiscuya en un hipotético rescate de la deuda griega y ridiculice a la UE, a la eurozona y a sus autoridades. Pero indica también que los países de la eurozona no se plantean, ni como hipótesis, avanzar hacia una zona monetaria óptima que requeriría un federalismo fiscal y un gobierno económico que imposibilitarían una crisis de la deuda en cualquiera de sus miembros y sus perjudiciales consecuencias para el conjunto de la eurozona.
Son varias las razones que autorizan a pensar que hace uno o dos meses hubiera sido bastante un gesto de apoyo de la UE a Grecia.
En primer lugar, la eurozona en su conjunto dispone de ahorro suficiente y de una demanda capaz de absorber sin problemas los títulos de deuda pública que emiten los Estados de los países miembros. De hecho, el muy notable incremento de la deuda pública de los países de la eurozona (y de la UE) en 2008 y en 2009 ha sido financiado rápidamente y a muy bajos tipos de interés por la masiva compra de obligaciones que han hecho los bancos, especialmente los bancos europeos.
Y en segundo lugar, la eurozona muestra signos evidentes de sobrecapitalización que explican por qué las tasas de interés real son tan bajas y que indican la existencia de ahorros suficientes para financiar la deuda pública. En tales condiciones de sobrecapitalización (y de acusada subutilización de la capacidad productiva), la reducción del endeudamiento público no serviría para liberar ahorro y financiar una inversión privada que no puede despegar mientras no se recupere la demanda. Por eso no sólo no es inadecuado sino que resulta conveniente aumentar el endeudamiento público y favorecer un incremento del gasto público que sostenga la actividad económica y evite la recesión.
Las dos razones anteriores siguen siendo válidas hoy y seguirán actuando eficazmente en los próximos meses para impedir escenarios catastróficos como el que supondría para el conjunto de los países de la eurozona, y no sólo para Grecia u otros países en circunstancias no muy diferentes, la suspensión de pagos. Pero convendría que las autoridades y las instituciones comunitarias no perseveraran demasiado en errores como los que acaban de cometer. Todo tiene un límite.
Es difícil estar en desacuerdo con la necesidad de que Grecia aclare sus cuentas públicas, profesionalice la elaboración de sus estadísticas y, como otros socios comunitarios con graves déficit públicos, considere cuántos recortes en los gastos públicos puede y debe hacer. Pero dicho esto, hay que contemplar con más tino a qué ritmos se produce ese ajuste presupuestario para que no trabe las posibilidades de crecimiento y el recorte resulte finalmente inútil; hay que valorar qué partidas pueden recortarse porque tienen menos repercusiones negativas sobre el crecimiento potencial y sobre la situación de los sectores sociales que viven con mayores dificultades; hay que sopesar las posibilidades de incrementar la presión fiscal sobre las rentas y patrimonios que puedan soportar la subida de impuestos... Es decir, hay que hacer algo diferente a lo que se está haciendo.
La UE no puede manejar estrategias tan simples como la del palo y la zanahoria para gestionar los desequilibrios presupuestarios de algunos socios, especialmente en la grave situación de estancamiento económico que experimenta el conjunto de las economías comunitarias. Más aún cuando no tiene zanahorias que ofrecer.
Las instituciones de la UE no muestran ninguna inclinación a defender ante la ciudadanía europea y ante todos los países miembros una perspectiva de construcción solidaria de Europa y de afianzamiento de una unión monetaria gobernada desde la política y al servicio del bienestar y las necesidades de las naciones y los ciudadanos que la conforman. Exigir, como está haciendo hoy la UE a Grecia, duros ajustes de los gastos públicos en una perspectiva que, lejos de apuntar a la recuperación del crecimiento económico y del bienestar, prevé nuevos y más duros sacrificios presupuestarios no es de recibo, porque es ineficaz para resolver los problemas económicos que sufren en mayor o menor medida Grecia y el resto de países comunitarios. Tales exigencias sólo sirven para aumentar el desapego de los ciudadanos europeos con las cuestiones que afectan a la construcción de Europa y para avivar las sospechas de que las instituciones de la UE no sirven para resolver los problemas que afectan a las personas que viven, trabajan o buscan trabajo en Europa.
La actuación de las instituciones europeas en las últimas semanas muestra que la UE sigue empeñada en mantener una cansina andadura que desdibuja su perfil y peso político y que acepta sin resistencia su subordinación ante los intereses de los grandes grupos empresariales y las prioridades y condiciones que determinan los mercados.
3. El problema central de la crisis de la economía española no es el déficit público. ¡Es el paro, idiota!
No se puede considerar el plan de estabilidad (o austeridad) presentado por el Gobierno español a Bruselas un giro radical en la orientación de la política económica seguida hasta hora. Ni siquiera cabría considerarlo en puridad un pequeño cambio de rumbo en la política económica elegida por el Gobierno para diseñar y elaborar los Presupuestos de 2010. Ya entonces respondió a la presión de los mercados con un importante recorte del gasto público y un significativo incremento de la presión fiscal sobre las rentas bajas y medias con la intención de evitar castigos mayores de los mercados de deuda que incrementaran el peso de los intereses a pagar en los gastos públicos. Esos recortes se han demostrado insuficientes para calmar a los mercados y de forma apresurada el Gobierno ha aprobado nuevos y mayores ajustes.
El plan de estabilidad aprobado por el Gobierno del PSOE a la vuelta de Zapatero de su visita a Davos implica, en esencia, una profundización en el rumbo elegido hace unos meses. La orientación está clara. Otra cosa es que pueda o se atreva a mantenerla y otra que las nuevas metas del impulso reformista gubernamental (plan de austeridad, cambios en el sistema de pensiones y reforma del mercado laboral) sean fáciles de alcanzar y llevar a puerto sin deteriorar los apoyos electorales del PSOE y sin provocar una significativa desafección de la izquierda social con Zapatero y su Gobierno. En gran parte, eso dependerá de si las medidas de austeridad anunciadas contribuyen a generar crecimiento y reducir el paro; es decir, si se muestran como buenas herramientas para comenzar a vislumbrar el final del túnel de la crisis económica o si, por el contrario, contribuyen a mantener unos altos niveles de paro y una demanda paralizada.
Es cierto que la inclusión de las pensiones en el paquete de austeridad supone una novedad política que puede ser de gran calado y que, cuando menos, sugiere nuevas interpretaciones y varios interrogantes sobre la solidez de la alianza del Gobierno con los sindicatos mayoritarios y sobre la eficacia de la estrategia seguida hasta ahora por CCOO y UGT. En efecto, las propuestas de los sindicatos mayoritarias han estado inscritas en una estrategia muy defensiva que parecía orientada exclusivamente a respaldar a Zapatero y parapetarse en Zapatero para rechazar una ofensiva patronal que apunta directamente, además de a reducir costes laborales (salarios, cotizaciones sociales e indemnizaciones por despido) y fiscales (impuesto sobre sociedades), a reformar la negociación colectiva y el mercado laboral a costa de los derechos de los trabajadores y de la capacidad de negociación y presión de los sindicatos.
Sin embargo, no es fácil explicar por qué los sindicatos mayoritarios ponen el foco de atención exclusivamente en la reforma de las pensiones y se desentienden del paquete de austeridad del que forman parte. La única explicación posible es que la austeridad salarial y los ajustes del gasto público no forman parte de las cuestiones protegidas por las líneas rojas marcadas por los sindicatos. Más aún, CCOO y UGT parecen desconsiderar las negativas repercusiones que la pérdida de capacidad de compra por parte de los asalariados y la reducción de márgenes de inversión inteligente por parte del Estado van a tener sobre las posibilidades de recuperación económica y, por extensión, sobre la capacidad de los propios sindicatos para negociar y presionar a favor de una mayor protección social y de políticas progresistas de superación de la crisis y reactivación económica. ¿Cómo se van a recuperar la demanda de los hogares y la actividad económica si se reducen los salarios reales y disminuye la masa salarial global? ¿Cómo se van a financiar las reformas e inversiones que requiere el cambio del modelo productivo con unos presupuestos que sufren recortes significativos?
Pero volvamos al relato de los hechos y de los números que resumen el plan de estabilidad presentado por el Gobierno.
El 29 de enero, el día después de lo sucedido en Davos, el Consejo de Ministros aclaraba y concretaba algo más las propuestas realizadas por Zapatero el día anterior. Se confirmaba de este modo que las propuestas adelantadas por Zapatero en Davos no eran del todo improvisadas ni una ocurrencia para apaciguar la inquietud de los mercados sobre la capacidad de las autoridades españolas para hacer lo que se les pide que hagan para enderezar las cuentas públicas. Confirmación que, en lugar de reducir la gravedad de lo sucedido, la aumenta.
De forma sucinta, el plan de austeridad prevé ahorrar 50.000 millones de euros (algo menos del 5% del PIB) de gastos públicos en los próximos ejercicios presupuestarios, hasta 2013. El ajuste empezará este mismo año, eliminando gastos ya presupuestados por un importe de 5.000 millones de euros que afectan a casi todas las partidas y políticas, pues únicamente se salvarían algunos programas sociales (ayudas a la dependencia, el cheque-bebé, las becas de estudio…), la cooperación internacional, la lucha contra el terrorismo, las becas de estudio y los gastos en investigación.
La propuesta de reforma del sistema de pensiones se concretaba en una prolongación de la edad de jubilación (ahora en 65 años), una ampliación del número de años que se consideran para calcular la pensión (actualmente son los últimos 15 años) y una elevación del número mínimo de años de cotización para tener derecho a cobrar una pensión contributiva (también 15 años, que dan derecho a percibir el 50% de la cuantía máxima que podría percibirse tras cotizar 35 años)
Todas las medidas de reforma del sistema de pensiones van dirigidas al mismo fin: reducir los gastos de las pensiones. Lo curioso es que se tomen cuando el sistema de pensiones sigue obteniendo superávit (en 2009, pese a la crisis y la reducción de empleos y cotizantes, alcanzó un excedente de 8.502 millones de euros) y el fondo de reserva de las pensiones alcanza un máximo histórico de 62.000 millones de euros. Se intenta justificar la apresurada reforma con unas proyecciones de los actuales comportamientos demográficos que apuntan posibles problemas de financiación de las pensiones a partir de 2023 (según la proyección de ingresos y gastos que realiza el Ministerio de Trabajo, el desequilibrio del sistema de pensiones alcanzaría en el año 2025 un mínimo déficit del 0,3% del PIB). Situación grave, sí; pero que no justifica en ningún caso la crispada reacción del Consejo de Ministros al día siguiente de la visita de Zapatero a Davos. Y, menos aún, que se haya aprobado sin ningún aviso previo y sin ofrecer el más leve indicio de que se estaba cocinando una propuesta no contemplada en el programa electoral y que, hasta el día anterior, había sido centro de sus críticas y era uno de los elementos que utilizaba el PSOE para diferenciar su estrategia económica de la del PP y la patronal.
Situación grave del sistema de pensiones, sí, pero que no justifica en ningún caso esas medidas. No hay ninguna solución al problema de las pensiones que no pase por la reducción del número de parados; y las cifras del paro no comenzarán a remitir hasta que el Gobierno no asuma sus responsabilidades en las tareas de reactivación económica y generación de empleos. Los problemas del sistema de pensiones son los mismos que los de la economía española y no tienen nada que ver, hoy por hoy ni en las próximas décadas, con problemas demográficos.
Puede que tengan razón los que utilizan de manera tan interesada las proyecciones demográficas que muestran cómo la reducción de la llegada de inmigrantes y el envejecimiento y decrecimiento de la población comenzarán a crear problemas en el actual sistema de pensiones dentro de 15 años y que esos problemas, si no se hace nada, podrían llegar a ser insuperables dentro de 30 años, obligando entonces a reducir la cuantía de las pensiones si por la vía de los impuestos no se pudiera compensar ese déficit. No parece conveniente desconsiderar los riesgos que señalan esas u otras proyecciones. No se trata de ignorarlos o de dejar la tarea de atajarlos para un mañana que siempre se pospone. El problema es real y grave. Y tiene diversas soluciones. Pero, ¿a qué viene adelantarse tanto en el tiempo a ese momento, de forma tan repentina y con tan poca cabeza?
No hubiera sido más prudente, por ejemplo, comenzar por considerar qué se hace para ofrecer empleos a una población joven que sufre unas tasas de paro del 40%. ¿No existe un amplio margen para aumentar el número de afiliados y cotizantes a la Seguridad Social entre esos jóvenes? El problema es que las empresas y los mercados no les ofrecen trabajo. El problema es que los trabajos que se les ofrecen son mayoritariamente de carácter precario y de escasa remuneración y, por consiguiente, las cotizaciones al sistema de pensiones son también muy bajas.
El problema es el paro. Hay que encontrar una pronta solución a ese problema, porque si no se encuentra, los mercados van a seguir destruyendo empleos y alimentando la temible espiral que supone un aumento del paro que presiona a la baja a los salarios, reduce la demanda de hogares y empresas, disminuye la actividad económica y provoca nuevos ajustes en el empleo. Y esa solución requiere que el Gobierno se tome en serio su insustituible papel en las tareas de generar empleo neto, modernizar el modelo productivo y las pautas de consumo y realizar una reforma fiscal progresista que permita obtener los recursos financiero necesarios para llevar adelante unas medidas que sólo el Gobierno puede, en la actual situación, desarrollar.
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NOTAS:
1 La referencia más utilizada para medir los riesgos que presentan las deudas públicas de los países europeos es su comparación con los tipos de interés que ofrece el bono alemán (un título de deuda pública a 10 años que, por ser es el más solvente y líquido del mercado europeo, ofrece las rentabilidades más bajas). Durante años, los tipos de interés que han ofrecido los bonos españoles o griegos se han diferenciado poco de los que ofrecían los alemanes y esto facilitaba una financiación barata y fácil para la deuda pública de economías que eran manifiestamente menos sólidas y competitivas que la alemana. A raíz de la crisis, en cambio, esas diferencias en las primas de riesgo se han ido agrandando y a finales de 2009 las obligaciones españolas a 10 años debían ofrecer 70 puntos básicos más que el bono alemán; ese diferencial de 0,7 puntos porcentuales se había agrandado a casi 1 punto porcentual (el bono alemán ofrecía una rentabilidad anual de 3,198% frente al 4,183% del bono español) a finales de enero de 2010, coincidiendo con la apertura de la cumbre de Davos. Desde entonces, ese diferencial superó ligeramente los 100 puntos básicos el día 5 de febrero y bajó el 11 de febrero (tras el anuncio del rescate a Grecia) hasta uno 76 puntos básicos que se situaban por debajo de los diferenciales del Reino Unido o Italia. El tobogán de especulación y de subidas y bajadas está servido.
2 Se trata de un diferencial significativo, similar al que presentan los bonos italianos y mucho mejor que los que muestran los griegos, portugueses o irlandeses. El problema no es tanto su actual envergadura (que en el caso de la deuda griega llegó a un máximo de 362,5 puntos básicos el día 8 de febrero, que bajó hasta aproximadamente los 270 puntos el 11 de febrero) como las previsiones que hacen los mercados de un seguro crecimiento del volumen de la deuda pública de los países comunitarios (y del conjunto de los países de la OCDE). Si a ese seguro crecimiento del volumen global de la deuda pública de los países capitalistas de mayor renta en los próximos años se suma el endurecimiento de las políticas monetarias que deciden los bancos centrales (cuya probabilidad es por ahora escasa, dado el contexto de estancamiento o muy débil crecimiento de la actividad económica que viven las economías avanzadas) se produciría una situación de mayor dificultad para financiar la deuda pública y un incremento de los intereses que tendrían que ofrecer los Estados para obtener la financiación requerida. Dicho encarecimiento se traduciría en un mayor peso de los gastos financieros en los presupuestos públicos, que sería proporcional a la desconfianza que despertaran los países con mayores niveles de deuda y déficit públicos, menores niveles de credibilidad en sus políticas de ajuste fiscal y, por consiguiente, mayores perfiles de riesgo de incumplir y suspender sus obligaciones de pago.
3 Las valoraciones que hacen los mercados no son históricamente muy fiables. En numerosas ocasiones han reaccionado de forma muy exagerada ante noticias o bulos puntuales, experimentan a menudo episodios de histeria y pánico que a la postre resultan injustificados e incentivan reacciones grupales de los agentes que no desean significarse con decisiones particulares que pueden acarrear grandes pérdidas y que prefieren, como los rebaños de ovejas, actuar y errar con la mayoría. Los mercados tratan de adelantarse a las tendencias que van a consolidarse en un futuro que, por definición, está asociado con la incertidumbre y por eso, muchas veces, se equivocan. También los agentes se dejan llevar por interpretaciones exotéricas sobre el previsible comportamiento y las expectativas sobre el futuro que realizan los otros jugadores (inversores) que no siempre se cumplen.
4 En paralelo, desde el Gobierno del PSOE también se ha deslizado, junto a la interpretación dominante, una versión complementaria algo más dura y con algún toque extravagante que podría resumirse en sus líneas esenciales como sigue:
Ha habido una conspiración internacional, perfectamente orquestada, para en una primera fase atacar al euro por su flanco más débil, los desequilibrios presupuestarios griegos, y en una segunda fase debilitar al peón clave, la deuda pública española. En esta planificada operación internacional de acoso y derribo a Zapatero y al euro resultaba esencial alentar la desconfianza de los mercados en la economía y las autoridades españolas. Esa conspiración y esa campaña de cerco al euro han sido hábilmente derrotadas por el Gobierno del PSOE.
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