Gabriel Flores
Una interpretación de la crisis europea.
A vueltas con el Tratado constitucional y a propósito
de la reciente Declaración de Berlín
La Unión Europea (UE) está en crisis. Y si no lo está, lo parece: la palabra crisis es la que aparece con mayor frecuencia en los trabajos que intentan analizar la situación de la UE.
No es demasiado importante la mayor o menor precisión de ese término o de cualquier otro –impasse, bloqueo, marcha sin rumbo, parálisis, desconcierto, etcétera- que con desigual fortuna pretenden definir la difícil coyuntura por la que atraviesa el proceso de unidad europea. Lo realmente interesante es analizar las causas y expresiones del parcial bloqueo que sufre la Unión.
Los desacuerdos entre los Estados miembros y la desorientación de la ciudadanía y de los líderes comunitarios son las principales manifestaciones de una encrucijada que afecta a la definición de la arquitectura institucional, las reglas de funcionamiento, el sistema de toma de decisiones y los límites geográficos y políticos de la UE. La última muestra de su desconcierto ha sido la breve y vaga Declaración de Berlín (1) y el acuerdo sobre la nada, o casi, en el que se sustenta.
Estas notas pretenden analizar si la Declaración de Berlín proporciona nuevos datos sobre la situación y el rumbo que sigue la UE y establecer un marco de reflexión que permita leer y pensar la naturaleza y el alcance de la crisis comunitaria.
¿Crisis? ¿Qué crisis?
Un cierto desconcierto recorre la Unión Europea. Cierto por verdadero e indudable. Y cierto porque tiene un alcance indeterminado. Pero, al fin y al cabo, desconcierto y, como correlato, un sinfín de desavenencias y una gran dificultad para llegar a acuerdos entre los Estados miembros y para, en su caso, aplicar lo acordado.
¿Va la UE camino de nada? No, bajo ninguna hipótesis. La UE sigue funcionando y ejerciendo sus competencias. No hay riesgos de descomposición ni de ruptura a corto o medio plazo. La UE sigue siendo útil. Las instituciones comunitarias se han hecho fuertes en aquellos ámbitos económicos, el mercado único y el euro, en los que cualquier paso atrás en lo ya conseguido es impensable. Además, aparte de los que siguen con mayor atención los oscuros vericuetos por los que circulan los debates comunitarios, el resto de los mortales apenas notamos que la crisis institucional nos afecte o tenga repercusiones prácticas en nuestras vidas.
Los desacordes de la Unión no son únicamente cosa de hoy. Son de ayer y, muy probablemente, de mañana. Los próximos tiempos van a ser, por lo visto, la lógica prolongación de los desencuentros surgidos en los últimos años. Como consecuencia, sigue su curso el progresivo debilitamiento del aprecio de la ciudadanía por las instituciones comunitarias y arrecian las críticas por las medidas sociales que las autoridades de la UE no toman o por las reformas laborales y económicas que toman o intentan impulsar. Y aumentan las reservas sobre los beneficios que va a aportar a los antiguos socios la integración de los países del Este… y se alargan las negociaciones con los nuevos candidatos…
A la incomodidad creciente de los Estados miembros que consideran que ya se ha ido demasiado lejos en la delegación de poderes y competencias a instituciones supraestatales, se suma la de los socios que perciben que el proyecto está estancado y que sin avanzar en la unidad política y el desarrollo de las instituciones y competencias comunitarias se acabará deteriorando la gestión de los asuntos económicos comunes, se hará más difícil afrontar los retos que supone la globalización y disminuirá la influencia de la UE en el mundo y, por consiguiente, la capacidad de defender los intereses comunes de los Estados miembros.
La ciudadanía, por su parte, reclama más protección social que la que las autoridades comunitarias son capaces de ofrecer. Y pide nuevas seguridades laborales y económicas que, dadas las ideologías y concepciones que dominan en el seno de la UE y en las fuerzas políticas y económicas que marcan su rumbo, las instituciones comunitarias no pueden, ni siquiera, plantearse. Como consecuencia, buena parte de la ciudadanía europea se desentiende de lo que pasa en la UE y, lo más grave, sectores sociales minoritarios pero crecientes reafirman identidades nacionales excluyentes, niegan a los otros (2) la protección pública que reclaman para sí a las autoridades nacionales y, políticamente, respaldan posiciones xenófobas y ultranacionalistas.
La encrucijada en la que se encuentra la UE tiene ingredientes de carácter político, social e institucional, pero tiene también un importante componente de naturaleza económica. A pesar de que la estabilidad monetaria y macroeconómica de los países comunitarios ha mejorado considerablemente en los tres últimos años, al igual que ha ocurrido con la buena marcha de los beneficios empresariales y otras rentas del capital, tales progresos no han supuesto condiciones o alicientes suficientes para que la mayoría de los socios se acerque a los ritmos de crecimiento económico de EE.UU. o del conjunto de la economía mundial ni, menos aún, a las altas tasas de crecimiento que lograron los países comunitarios en la etapa anterior a la crisis económica mundial de la década de los setenta del pasado siglo.
El modesto crecimiento económico de la mayoría de los países de la Unión y las políticas y criterios económicos que predominan en su seno no permiten aumentar, como en etapas anteriores, la cohesión territorial o social; tampoco, que los sectores sociales desfavorecidos o de menor renta consigan aumentar su seguridad y bienestar ni nuevas oportunidades de conseguir empleos dignos y estables. Pero al renunciar a esos objetivos, que cuentan con un amplio respaldo en la población europea (3), y a los logros sociales que forman parte de su trayectoria y señas de identidad, la UE limita las posibilidades de poder salir del laberinto en el que se encuentra.
La Declaración de Berlín
“Nuestra historia nos reclama que preservemos esta ventura para las generaciones venideras. Para ello debemos seguir adaptando la estructura política de Europa a la evolución de los tiempos. Henos aquí, por tanto, cincuenta años después de la firma de los Tratados de Roma, unidos en el empeño de dotar a la Unión Europea de fundamentos comunes renovados de aquí a las elecciones al Parlamento Europeo de 2009.
Porque sabemos que Europa es nuestro futuro común.”
Así concluye una Declaración que es un sobresaliente ejemplo de corrección política y sucesión de tópicos. No merece la pena entrecomillar ni comentar más frases del texto. Una sucesión de buenos propósitos y un corto y autocomplaciente balance de un proceso de unidad europea que cumplía la cincuentena es lo poco que pudieron acordar, el pasado 25 de marzo, los líderes de los veintisiete Estados miembros de la UE.
La Declaración se había anunciado desde hace un par de meses como la llave maestra que permitiría desbloquear la crisis institucional que provocó el rechazo al Tratado constitucional, hace dos años, en los referendos de Francia y Holanda. Querían una declaración que sirviese de punto de arranque para lograr un nuevo consenso sobre la arquitectura institucional de la UE. Sin embargo, el texto aprobado no proporciona ninguna pista sobre el entramado normativo que formará parte de esa nueva arquitectura. Tampoco dice ni palabra sobre las causas de la actual situación ni sobre los temas que han ido sumando evidencias sobre la crisis. A cambio, tenemos ese empeño por dotar a la Unión Europea de “fundamentos comunes renovados”. Y un relativamente amplio periodo, “de aquí a las elecciones al Parlamento Europeo de 2009”, para concretar ese empeño (4). ¡Menos es nada!
Pese a su inconcreción, la Declaración de Berlín admite, de forma indirecta, lo innombrable: el Tratado constitucional puede darse por muerto aunque, por respeto a sus deudos, el anuncio de su entierro formal sólo se hará cuando se haya acordado un nuevo texto. También permite descartar dos posibles escenarios de salida del actual impasse que son, como no podría ser de otra manera, los que concitan menos apoyos y encierran mayores riesgos. El primero, defendido por no pocos fans del Tratado constitucional, implicaba esperar y ver si en las cercanas elecciones presidenciales francesas (5) surgía una mayoría dispuesta a preparar un nuevo referéndum sobre el mismo Tratado constitucional o a buscar un resquicio legal que permitiera su aprobación sin convocar otro referéndum. El segundo escenario, al que los líderes europeos acaban de retirar toda posibilidad de que llegue a concretarse, implicaba definir con mayor precisión los objetivos estratégicos de la UE, reforzar su estructura política común y lograr un nuevo compromiso social que sustentase el nuevo rumbo.
Tras la Declaración de Berlín, se afirman dos posibles alternativas, las menos ambiciosas (o más realistas) y las más proclives a admitir diversos enjuagues y combinaciones para contentar a todos los socios.
En la primera de esas alternativas se salvarían los elementos básicos y más integradores del Tratado constitucional, que serían volcados en un texto bastante parecido al anterior, pero más breve (en el que podrían desparecer algunas de sus partes más polémicas (6)) y con un nuevo nombre. Su objetivo básico sería, esta vez sí, mejorar el funcionamiento común y establecer un sistema de toma de decisiones más ágil y equilibrado.
En la segunda alternativa, se abriría totalmente la puerta a que la Unión marche en casi todos los terrenos a diferentes velocidades, mediante una flexibilización aún mayor de las modalidades de cooperación reforzada. Se permitiría, sin grandes requisitos, que varios Estados pudieran plantearse objetivos comunes o formas de colaboración sin contar con el concurso de los otros socios. Se sortearía de este modo la utilización perversa del criterio de unanimidad o las no menos incómodas y destructivas situaciones en las que una minoría de socios puede paralizar las decisiones de la mayoría o la mayoría imponer sistemáticamente sus intereses a la minoría.
Aunque la Declaración de Berlín no lo aclara, está prevista la convocatoria –en el segundo semestre de este año o en los primeros meses de 2008- de una Conferencia Intergubernamental (CIG) que previsiblemente tomará como base de trabajo, de entrada, el texto del viejo Tratado constitucional.
La tarea de alumbrar ese nuevo Tratado no es nada fácil. Polacos y checos ya han dado muestras claras de su escepticismo y de una subterránea hostilidad a algunos de los imprecisos planteamientos de la Declaración de Berlín. Otros socios, más poderosos y tan escépticos, sino más, no mostraron abiertamente sus reticencias, pero las tienen y mucho más grandes, a cualquier medida que suponga profundizar el espacio político europeo o traspasar nuevas competencias a instituciones supraestatales.
Mucho deberán cambiar las cosas para que el resultado de la nueva CIG sea algo más que un minitratado que, como mucho, reivindique el espíritu del Tratado constitucional (7), intente salvar la cara de los dieciocho países que lo han ratificado y concentre sus esfuerzos en establecer unas reglas de juego que permitan mejorar el funcionamiento conjunto de la Unión, al tiempo que abren paso a una perspectiva de integración más flexible.
La buena nueva de la Declaración de Berlín es que no habrá menos Europa: la profundización de la Europa política no se pierde como objetivo, adopta un perfil más bajo que, siendo optimistas, podría posibilitar en un futuro impreciso su desarrollo. La mala noticia es que tampoco habrá más Europa: los debates con mayor enjundia sobre el futuro de Europa y sobre los proyectos en los que podría basarse esa profundización política quedan aplazados para tiempos mejores. Finaliza así el periodo de reflexión que establecieron las autoridades europeas tras los referendos francés y holandés y comienza un nuevo periodo de negociación cargado de parecidos niveles de incertidumbre.
En todo caso, los limitados, imprecisos y realistas planteamientos de la Declaración de Berlín no garantizan una conducción cómoda del proceso ni impiden la aparición de enfrentamientos más o menos duros durante la elaboración del nuevo Tratado o su posterior ratificación.
La confusión entre causas y síntomas de la crisis
La UE se ha consolidado como un espacio democrático, de relativo bienestar y libre de guerras, en el que los socios han decidido que la cooperación y la solidaridad tengan su espacio, junto al mercado y la competencia, y que los conflictos de intereses se resuelvan mediante la negociación (8).
El problema de la falta de rumbo de la UE no se sitúa en el resquebrajamiento o cuestionamiento de esas bases fundacionales, la indefinición de sus límites geográficos o la falta de mecanismos institucionales que permitan agilizar la toma de decisiones o superar un requisito de unanimidad que, en las decisiones en las que rige, dificulta (o, según algunos, impide) que la Unión avance en ámbitos cruciales para su futuro.
Las causas de la crisis europea tampoco deben buscarse en el estancamiento del proceso de ratificación de un Tratado constitucional que evidenció la falta de sintonía entre las preocupaciones y prioridades que establecen los representantes políticos y las necesidades que plantean los ciudadanos.
El distanciamiento entre, por un lado, los significativos sectores de la ciudadanía europea, no sólo francesa y holandesa, que han manifestado una opinión crítica respecto al Tratado constitucional y, por otro, las fuerzas e instituciones que determinan la agenda y las decisiones comunitarias, no puede resolverse mediante unos cambios en las reglas de decisión. Tampoco con una declaración que precise los límites geográficos de la Unión y, como consecuencia lógica, según algunos, rechace la incorporación de Turquía a la UE que es, o al menos así lo parece, lo que pretenden muchos de los que defienden la necesidad de precisar qué países pueden o no pueden aspirar a incorporarse a la UE.
Los diagnósticos que señalan como causas de la crisis que vive la UE la falta de concreción de sus límites geográficos, la ausencia de una Constitución o la poca funcionalidad de los mecanismos de decisión están confundiendo los síntomas con las causas de la crisis.
Y de paso, tal confusión, añade nuevos problemas y más leña al fuego de la crisis.
Una definición muy estricta de los límites geográficos del proyecto de unidad europea, en lugar de proporcionarle solidez, impediría que la UE siguiera utilizando su capacidad de plantear nuevas adhesiones como instrumento de estabilidad sociopolítica, resolución pacífica de conflictos y consolidación democrática en zonas sensibles del continente europeo.
La Unión no puede resolver su crisis mediante una simple reforma de los mecanismos de funcionamiento y acuerdo que permita a la mayoría de los socios tomar decisiones que perjudiquen a la minoría, no sean asumidas por la ciudadanía o despierten el rechazo de una parte significativa de los gobiernos de los Estados miembros (9). Y menos aún, como pretendían algunos europeístas españoles, maniobrando para que un Tratado constitucional que no ha sido apoyado por los votantes de dos países centrales de la Unión pudiera entrar en vigor, tal y como ha sido rechazado o con mínimos cambios, sin provocar más desunión y reservas. Todas esas hipotéticas soluciones empeorarían la crisis. Esos pretendidos remedios, en lugar de aliviarla, agravarían la situación de la Unión.
Las causas de los problemas que sufre la Unión hay que buscarlas en la falta de peso y el escaso valor que se concede a los intereses comunes, la ausencia de un amplio consenso social en torno a las prioridades y políticas de la Unión y la dificultad para que lo común pueda superar los escollos y las restricciones que imponen los intereses y objetivos particulares, sean éstos de los Estados miembros, las instituciones y autoridades comunitarias o los grandes poderes económicos europeos. Son, por tanto, causas con hondas y fuertes raíces que requieren un tratamiento prolongado en terrenos que van más allá de lo puramente formal o normativo.
Por otro lado, resulta evidente que la actual fragilidad del proyecto europeo surge en el centro de la Unión no en sus aledaños ni en los socios más o menos periféricos, entre los que se encuentran todos los nuevos Estados miembros y algunos de los antiguos, entre ellos España. No son los nuevos socios ni los nuevos candidatos a la adhesión los que impiden llegar a acuerdos o que las instituciones comunitarias funcionen con mayor agilidad, transparencia o coordinación. Sería completamente injusto achacar a los nuevos socios, los países de Europa central y oriental que se han incorporado a la UE en las dos últimas ampliaciones, la responsabilidad principal, ni siquiera una responsabilidad importante, en las divisiones y dificultades de funcionamiento que siguen caracterizando, como antes de las últimas ampliaciones, a la UE.
Una interpretación de la crisis
No son pocos los analistas y responsables políticos que sostienen que la ampliación al Este ha sido una de las causas principales que ha generado buena parte de los obstáculos que afronta la Unión. Sea porque, como consideran algunos, el crecimiento de la UE (al pasar de 15 a 27 socios en los dos últimos años) no ha ido acompañado de un crecimiento paralelo de su reglamentación y de una adaptación de las reglas de funcionamiento y decisión. Sea porque, según otros, el escaso espíritu europeísta de los nuevos socios, su menor nivel de desarrollo o la desleal competencia que practican -aprovechando sus bajos salarios y la menor protección social y medioambiental- añaden poco al proyecto europeo, suponen muchos riesgos y acarrean grandes costes.
Un rápido repaso a los conflictos que se han producido en los años iniciales del nuevo siglo permite observar que los desacuerdos y dificultades de funcionamiento en la UE no son un dato nuevo ni están asociados a la ampliación al Este. Antes de producirse las dos últimas ampliaciones de 2004 y 2007, ya existían profundas divisiones entre los antiguos socios comunitarios. La guerra y ocupación de Irak protagonizadas por EEUU con el apoyo de algunos países comunitarios (y el rechazo de otros) y las posturas enfrentadas ante la eventual y, en todo caso, lejana incorporación de Turquía a la UE, son dos de los ejemplos más visibles de esa división.
La contribución de los nuevos Estados miembros a las dificultades que muestran las instituciones comunitarias ha sido mínima. Poco tuvo que ver la ampliación al Este con las carreras llenas de obstáculos seguidas por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento o el Tratado constitucional. Nada influyeron los nuevos socios en la defensa que las instituciones comunitarias realizaron de ese Pacto y de ese Tratado. Y menos aún, en las importantes modificaciones experimentadas por dicho Pacto o en la parálisis sufrida por el Tratado constitucional.
Tras la ampliación, la dificultad para llegar a acuerdos entre los Estados miembros y de éstos con las instituciones comunitarias ha sido notoria y se ha plasmado en varios debates en los que los nuevos socios han sido actores muy secundarios o meros espectadores. Por ejemplo, en el aplazamiento de una reforma de la estructura de los presupuestos comunitarios que todos los socios consideraban necesaria y relativamente urgente, pero quedó aparcada. Otro ejemplo, los apuros y enredos que han precedido al consenso logrado en las Perspectivas Financieras 2007-2013. Otro más, las relaciones con EE.UU. y la imposibilidad, hasta la fecha, de defender una posición, unos intereses y un esquema de relaciones internacionales específicamente europeos(10).
Los problemas no han surgido, por tanto, tras la ampliación ni están directamente relacionados con el mayor número de socios. Es cierto que la ampliación al Este ha añadido complejidad y urgencia a la búsqueda de soluciones para los graves problemas que desde hace casi una década padece la UE, pero esos problemas son, en todo caso, anteriores a la ampliación y no están relacionados exclusivamente con las normas de funcionamiento o los mecanismos de toma de decisiones.
Las causas de la crisis de la UE son muchas. Pero si hubiese que destacar alguna de las más significativas (y de las menos mencionadas) habría que referirse al sistema de equilibrios entre los principales actores -Estados socios, instituciones comunitarias, principales grupos políticos europeos y grandes empresas multinacionales- que hasta ahora han decidido el rumbo de la UE y definido sus competencias y políticas. Ese sistema de liderazgo y gestión de los asuntos comunitarios, con sus equilibrios y contrapesos, ha dado numerosas e inequívocas señales de agotamiento que se han concretado en una creciente dificultad para acordar objetivos y políticas comunes y en una notable incapacidad para comprometer a los ciudadanos de los Estados miembros en sus iniciativas. A ello, se añade que el amplio apoyo que en el pasado brindó la ciudadanía al proyecto europeo se ha ido transformando paulatinamente en un respaldo limitado, condicionado y frágil en el que las incertidumbres y los temores ante las decisiones que toman las instituciones comunitarias ganan terreno.
Revertir el progresivo debilitamiento del consenso social en torno a un proyecto de unidad europea requeriría el desarrollo de una sociedad civil más informada, activa y organizada que tuviese interés y posibilidades reales de intervenir en la definición de los objetivos, competencias y políticas comunes, pudiendo, así, concitar y renovar un nuevo y amplio apoyo social. Y exigiría un nuevo compromiso social que permitiese que la voz y los intereses de la mayoría influyeran, en mayor medida que en los últimos años, en la concreción de los objetivos, acciones y prioridades comunes de la Unión. Pero eso es lo que no parecen dispuestos a hacer (ni a favorecer) las instituciones y los poderes que marcan el curso de la UE. Y por eso resulta tan difícil que el proyecto europeo pueda definir sus objetivos y que las autoridades comunitarias tomen las medidas para hacerlo avanzar.
El abanico de posibilidades y escenarios que pueden desarrollarse desde la actual situación es muy amplio. En uno de los extremos de ese abanico, la UE puede seguir languideciendo, semiparalizada por la dificultad para llevar a cabo las reformas estructurales de carácter ultraliberal que intentan aplicar las fuerzas que determinan su andadura. En el otro extremo, la UE podría impulsar un nuevo compromiso social que permitiera refundar el proyecto europeo e impulsar las reformas socioeconómicas necesarias para reforzar el bienestar y el desarrollo humano del conjunto de la ciudadanía europea.
En el primer escenario, el más probable, las instituciones comunitarias reducirían sus objetivos a gestionar el mercado único y el euro en un espacio económico, social, fiscal y territorial segmentado en el que prime, como hasta ahora, la heterogeneidad de las políticas redistributivas y sociales que llevan a cabo cada uno de los Estados socios y un déficit democrático que no permite la participación plena ni la apropiación efectiva de los asuntos comunitarios por parte de la ciudadanía europea. En el segundo, el más improbable, la voz y los intereses de la mayoría estarían más presentes y se tendrían más en cuenta en Bruselas y la sociedad civil europea se convertiría en un actor relevante, junto a los actuales, en la definición de un verdadero proyecto europeo. Lo cual implicaría concreción de nuevas reglas de juego y, sobre todo, desarrollo de unos objetivos estratégicos y políticas comunes que fortalecieran las instituciones comunitarias, impulsaran la cohesión social y territorial y favorecieran las oportunidades, el empleo y la seguridad del conjunto de las personas que viven y trabajan en Europa.
Mucho tienen que cambiar los tiempos para que este segundo escenario tenga alguna posibilidad de concretarse. Habrá que esperar y ver. En junio, el próximo Consejo Europeo se encargará de aclararnos qué compromisos y qué tipo de solución han sido capaces de alcanzar los líderes europeos.
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(1) El pasado 25 de marzo de 2007, con ocasión de la celebración del 50º aniversario del Tratado de Roma, la cumbre de Berlín aprobó una declaración solemne que, pese a las expectativas creadas, no ha desbloqueado la situación. La Declaración se limita a ratificar que las próximas elecciones europeas, que se celebrarán en la primavera de 2009, marcan la fecha límite para aprobar un Tratado que incorpore las reformas institucionales que requiere la Unión. Fecha límite que ya habían establecido el Consejo Europeo y la canciller Angela Merkel en su discurso de 17 de enero de 2007 ante el Parlamento Europeo, al iniciarse la presidencia semestral alemana.
(2)Sean quienes sean esos “otros”: extranjeros, inmigrantes pobres, extraños, personas de otras religiones, que hablan otros idiomas o tienen una orientación sexual distinta…
(3) Entre los objetivos que, muy probablemente, cuentan con un mayor consenso y respaldo social podrían destacarse los siguientes:
- Conseguir un mayor ritmo de crecimiento sostenido compatible con la preservación de la naturaleza.
- Garantizar la continuidad del Estado de Bienestar y la cohesión social y territorial del espacio europeo.
- Proporcionar nuevas seguridades y mayor protección a los sectores más vulnerables o con mayores posibilidades de caer en la marginación.
- Ofrecer igualdad de oportunidades y una vida digna a todas las personas que vivan en Europa.
- Expandir un nuevo modelo de convivencia internacional que impulse el reforzamiento de las capacidades civiles para prevenir (y gestionar) los conflictos internacionales.
- Impulsar de verdad el crecimiento económico de los países pobres del Sur, por justicia y por entender que su desarrollo y estabilidad son la mejor garantía de la paz, seguridad y prosperidad internacionales.
(4) En el próximo Consejo Europeo del mes de junio, Alemania se ha comprometido a presentar un calendario y un intento de solución que permita superar el fracasado intento de aprobar el Tratado constitucional.
(5) La primera vuelta de las elecciones presidenciales será el ya inminente 22 de abril y la segunda, y definitiva, el próximo 6 de mayo.
(6) Se podría llegar, incluso, a disminuir sus compromisos formales con las concepciones económicas liberales extremas y dogmáticas que recogía el Tratado constitucional y que ya están suficientemente asentadas en la política monetaria que decide el Banco Central Europeo y en las orientaciones de política económica que aplican la mayoría de las autoridades económicas nacionales y las instituciones comunitarias.
(7) De los 18 países que han ratificado el Tratado constitucional, sólo dos –España y Luxemburgo- lo han hecho mediante referéndum. Otros dos –Francia y Holanda- lo han rechazado también en referéndum y otros siete –Dinamarca, Irlanda, Polonia, Portugal, Reino Unido, República Checa y Suecia- no se han planteado su ratificación. No parece, por muy impresentables que sean los actuales gobernantes polacos o por muy antipático (según una opinión bastante general) y admirador de M. Thatcher que sea el actual presidente checo, que pueda achacarse a los nuevos Estados miembros los problemas de parálisis que sufre la UE.
(8) La afirmación anterior no pretende ser un panegírico ni un análisis del espacio comunitario. La simple afirmación de algunas cualidades de la UE es, en este caso, totalmente compatible con el reconocimiento de sus limitaciones: la discutible calidad de las democracias realmente existentes o la constatación de que algunos Estados miembros y la propia UE han defendido políticas belicistas y aventureras en los Balcanes o en montañas más lejanas. De igual modo, la cooperación entre los socios comunitarios no elimina la confrontación entre intereses nacionales o entre capital y trabajo; ni el bienestar que existe puede ocultar la exclusión social, que también existe, ni presupone que las disparidades económicas o territoriales vayan a desaparecer o a reducirse.
(9) Incluso la prevista doble mayoría, que exige que las decisiones del Consejo sean aprobadas por el 55% de los Estados miembros y el 65% de la población, en cualquiera de sus variantes, podría agilizar la toma de decisiones, pero su utilización abusiva, en temas considerados sensibles por los socios de menor tamaño, que son la gran mayoría, puede ser una fuente de problemas y deterioro de la Unión.
(10) Las últimas muestras son los acuerdos bilaterales de EE.UU. con Polonia y República Checa para la instalación de un sistema de defensa antimisiles en sus territorios sin contar con la UE y desafiando a Rusia. El asunto, además de un nuevo factor de división entre los socios comunitarios, añade nuevos obstáculos a la ya muy difícil tarea de establecer una política común europea respecto a EE.UU. y respecto a Rusia.
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