Guillermo Múgica

Todos los derechos de todos (y de todas)
(Página Abierta, nº 130, octubre de 2002)

Se ha dicho, y no sin razón, que pocas cosas hay tan universalmente violadas como la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Con este inquietante telón de fondo, desde distintos ámbitos y lugares, y por razones de diversa índole, emerge la pregunta por la gradación o priorización de los derechos humanos: cuáles de entre ellos sean los más importantes, los básicos y fundamentales.
Así, por ejemplo, desde la ética política, desde la ética civil o ética mínima, y, particularmente, desde la acuciante búsqueda actual de una ética planetaria, se inquiere por un sustrato último y común de valores normativos, que, obviamente, tienen que ver con una serie de derechos y deberes considerados prioritarios.
Pero la cuestión acerca de la prioridad en los derechos surge hoy en distintas partes desde preocupaciones prácticas inmediatas, no por más prosaicas de menor calado, ante dificultades objetivas para garantizar simultáneamente todos los derechos, ante posibles conflictos entre unos derechos y otros, o ante la reivindicación de alguno de ellos para negar o violentar otros.
Sería el caso de muchos países pobres que, ante el apremio de un desarrollo impostergable, se interrogan si los derechos económicos y sociales no deben primar sobre los cívicos y políticos. O el de muchos países avanzados, en los que, al hilo de la globalización neoliberal, el nuevo protagonismo de lo económico, así como la fuerza y penetración del mercado, al tiempo que debilitan la democracia, plantean la cuestión inaplazable sobre los límites más allá de los cuales la democracia misma y sus fundamentos cambian inevitablemente de signo. O el de nuestro contexto más particular e inmediato, en el que el recurso a los derechos de los pueblos les serviría a algunos de patente de corso para violentar la -libertad de otros y atentar contra su vida; pero, a la inversa, la defensa de la vida y la libertad es sostenida por determinados sectores de tal modo que vendría a negar legitimidad –al menos en la coyuntura–- a ciertas reivindicaciones de naturaleza colectiva, al tiempo que tendería a debilitar, restringir o sacrificar, incluso, otros derechos.
Ante contexto tan diverso, si bien por múltiples razones ninguna situación nos es ajena, la presente reflexión quiere centrarse especialmente en lo que acontece en nuestra tierra. Éste es el marco que justifica, y en función del cual se aborda, la pregunta sobre la jerarquización de los derechos humanos, sobre la prioridad entre ellos. Pero hay preguntas que, en ocasiones, nos conducen a respuestas imprevistas. Y hay respuestas que, con frecuencia, nos fuerzan a cambiar las preguntas y a emprender nuevos planteamientos.
En efecto, hay preguntas que, abordadas con rigor y honestidad, nos llevan, en más de una ocasión, a resultados complejos e inesperados por derroteros inicialmente no previstos. Estas respuestas, a su vez, nos obligan no pocas veces a reformular nuestros cuestionamientos iniciales, a pesar de su aparente obviedad y transparencia. Es lo que acontece, sin ir más lejos, ante el complejo elenco de los derechos humanos, su diversidad e integridad, con la pregunta sobre cuál o cuáles de ellos tenga o tengan la primacía.

El desencuentro de una apelación sólo en apariencia común

Partamos de hechos, simplemente de hechos. Pero hagámoslo no al modo irreal e imposible de un observador supuestamente equidistante y neutro de los asuntos humanos, tan inhumanos ellos con frecuencia. Sino al modo del activista por la paz que hace profesión expresa de no violencia o que, empeñado en hacer prevalecer en la convivencia el respeto, la racionalidad y el acuerdo, renuncia al menos a instrumentalizar la violencia como medio de acción o presión políticas.
Y un hecho primero, crudo y patente, es que, aquí, todos y todas apelamos -a los derechos humanos. Y un segundo hecho es que lo hacemos desde intereses, ángulos y posturas –sociales, ideológicas y políticas– no sólo distintas, sino, con frecuencia, contrapuestas.
Así, en nombre del derecho de los pueblos a su existencia y libre determinación, ETA mata, secuestra, extorsiona, o sus entornos radicalizados amenazan, sabotean y desestabilizan. Y frente a la una y los otros, y contra ellos, ante el cuadro desolador de sus víctimas, el irreparable dolor de sus allegados y el tener que sobreponerse de muchos a un injusto y persistente temor; la sociedad, en sus distintas esferas, clama por el derecho a la vida, a la seguridad, a la libertad.
Enarbolando estos supremos derechos, el Estado lanza un combate frontal, abierto y generalizado contra el terrorismo y sus apoyos, incluso al precio de violentar la legalidad y aun sobrepasarla en ocasiones. Por eso, desde amplios sectores sociales, frente al Estado y quienes más decididamente lo sustentan, se apela al derecho fundamental a un trato digno y a otros derechos cívicos universales contra la peligrosa y denunciada tentación de encerrar el antiterrorismo en opacas esferas de excepcionalidad.
Pero, más allá de territorios de violencia, en escenarios en los que supuestamente rige la razón que convence, dialoga y acuerda, se sigue recurriendo a los derechos humanos en términos de enfrentamiento. Y, así, se apela a ellos en pro del ejercicio político pleno de una identidad colectiva que se supone minorizada e insatisfactoriamente reconocida; y apelan a ellos –contra los primeros– quienes, con sentimientos identitarios divergentes, reivindican su plena condición ciudadana y los derechos que a ella conciernen.
A partir de lo cual, recapitulando, nos encontramos con una apelación generalizada a los derechos humanos, pero que dista mucho de ser compartida y común. Estamos ante un recurso que sirve a menudo de arma arrojadiza contra el adversario. Con lo que los derechos humanos, más que constituir la expresión de un sustrato común compartido, ponen en evidencia, en nuestro caso, una -sociedad con graves limitaciones de vertebración e integración. Y aunque la apelación general a los derechos humanos viene a ser –explícitamente en unos casos, implícitamente en otros– una apelación y un emplazamiento a la democracia, el frecuente carácter sesgado y la unilateralidad de las evocaciones de aquéllos y de ésta nos hablan de la inocultable carencia de un pacto mínimo convivencial y asumido de base generalizada.
En este marco de enfrentamiento es difícil eludir la impresión de que las distintas parcialidades en conflicto enuncian las preguntas por la gradación o categorización de los derechos humanos sin salir ninguna de ellas de su propio contexto particular y de sus intereses: ¿No deben primar los derechos individuales sobre los colectivos? ¿No es la vida individual lo primero de todo? Pero ¿qué es la vida sin aquello que la concreta, dignifica y hace verdaderamente humana? Y ¿no somos con otros y con otras, y es en contexto y vinculación social como nos constituimos en sujetos específicos e individualizados?
Cuando éstas y otras preguntas son formuladas en el mencionado contexto de enfrentada y sesgada apelación a los derechos humanos, cuesta rehuir una triple sospecha: a) la de que las respuestas sean previsibles y estén predeterminadas de antemano por el mismo punto de partida del que emerge la pregunta; b) la de que tales respuestas no sean compartidas y se conviertan en una nueva arma arrojadiza o en un elemento más del enfrentamiento; y c) la de que la búsqueda jerarquizadora nos introduzca por una vía sin salida o, en todo caso, estéril, sin horizonte operativo y fecundo.

¿Un camino trillado y tortuoso al... relativismo?

La pregunta por la categorización de los derechos humanos puede tener dos sentidos o acepciones correspondientes a los de la expresión misma. Puede significar, en primer lugar, sistematización u ordenamiento. Es lo que se ha hecho, por ejemplo, con las distintas categorías de derechos teniendo en cuenta: a) bien la proximidad o el relativo parentesco de sus contenidos (cívicos y políticos, económicos, sociales y culturales; los llamados de la solidaridad: paz, medio ambiente…); b) bien su proceso genético (derechos de primera, segunda y tercera –y hasta cuarta para algunos– generación); c) bien la titularidad (individuales y colectivos); d) o bien su alcance y proyección (de los individuos o de la humanidad en cuanto tal). Pero la categorización de los derechos puede significar también jerarquización, priorización entre ellos. Así entendida la expresión, nos vemos en la necesidad de precisar y situar bien la cuestión, y de buscar con rigor y honestidad la respuesta en un terreno que, de hecho, no deja de presentarse escabroso.
Hemos de afirmar ante todo la dignidad y el valor absoluto de la persona en cuanto tal. Objetivamente, entendemos por dicha dignidad una condición constitutiva del ser humano, e intrínseca a éste, que hace de él fin y no medio, que lo configura, por tanto, como alguien no mediatizable ni instrumentalizable, y que reivindica para sí respeto, custodia y realización. En virtud de este carácter final del ser humano, la dignidad, subjetivamente, aparece como responsabilidad ante el mundo y la Historia, esto es, como libertad.
En esta óptica de la persona como la depositaria y portadora primordial de dignidad y valor, no tiene mucho sentido –por una parte– el debate, en ocasiones ácido, sobre los derechos individuales y colectivos, sobre cuál de ellos tenga prioridad y acerca de si la colectividad puede ser sujeto de derechos. Éstos, todos los derechos, lo son de las personas, indivisiblemente individuales y sociales. Y – de otra parte– la unidad de la persona, con toda su complejidad y multidimensionalidad, reclama asentar en ella la integridad y totalidad de los derechos inherentes a su dignidad humana.
¿Qué valoración se puede hacer, en este marco, del conjunto de los derechos humanos? De este conjunto se ha dicho con perspicacia que «no es más que el desarrollo sinfónico de la unidad melódica que es la “dignidad de la persona humana”. Esta dignidad no sería afirmada en ningún derecho concreto si, al -mismo tiempo, no fuese confirmada en todos». Por tanto, por un lado, esta dignidad ejerce de hilo conductor que asienta, da unidad y exige la integridad de los derechos en la compleja unidad de lo humano personal. Por otro, la integridad y totalidad de los derechos, al menos en conjunto, participan de algún modo del valor absoluto de la persona y de su dignidad. En atención a todo ello se ha dicho que los derechos humanos constituyen el “núcleo ético básico” de toda convivencia social.
Ahora bien, asignada cierta absolutez a los derechos humanos, al menos en su conjunto, la pregunta es si cada derecho participa individualizadamente de ella, puesto que aquélla invalidaría y haría inviable, entonces, cualquier intento de jerarquización. La respuesta parece fácil si nos atenemos, por ejemplo, a la doctrina constitucional. Ésta distingue entre derechos fundamentalísimos (nunca derogables y tutelables por procedimiento judicial especial) y derechos fundamentales (que no gozan de la mencionada protección especial). Con lo cual quedaría establecida una primacía de los primeros sobre los segundos. Pero suele reconocerse que esta distinción no toma en cuenta tanto la importancia intrínseca de los derechos cuanto la voluntad positiva de los legisladores. Lo que nos importa, pues, es abordar la pregunta por la jerarquía de derechos en atención a su importancia intrínseca o teniendo en cuenta a los derechos humanos en sí mismos.
Pero, así las cosas, hemos de reconocer que los derechos humanos, en sí mismos considerados, son simultáneamente históricos y transhistóricos. Son, de una parte, concreciones y emergencias históricas correspondientes al grado de crecimiento y maduración de la autoconciencia humana. En este sentido, son datables, contextualizables, vinculables a situaciones y contextos históricos, sociales, etnoculturales, religiosos, etc. Pero, de otra parte, los derechos humanos son transhistóricos: expresiones de algo que está por encima y que transciende las variaciones temporales. Y este algo no es otra cosa que lo humano y su dignidad. Pues bien, la doble condición mencionada enmarca la cuestión acerca de la prioridad y de la mayor o menor absolutez entre los derechos humanos. Así situados, cabe hacer cuatro reflexiones básicas.
La primera consiste en constatar y recoger la distinción habitual entre derechos primarios o básicos y secundarios o subordinados –lo que ya establece una jerarquía–. Concretamente, entre los primeros, por ejemplo, estarían la vida, la libertad, la igualdad con su postulado de no discriminación. Contenidos éstos que, a juicio de algunos autores, vendrían a constituir la síntesis elemental y básica de una ética cívica. Y, de la tríada mencionada, la vida tendría la primacía por su carácter básico y primordial, como cimiento, supuesto y condición de posibilidad y de disfrute de los demás derechos; por su carácter englobante, abarcador, demandador e integrador de otros derechos; por su más intensa correspondencia con la estructura del yo personal como un todo; por su fecundidad, capaz de producir otros valores, etc.
La segunda reflexión recoge la idea de que, constatada la vertiente histórica de los derechos humanos, hay que tener en cuenta la situación, sin que por ello haya que derivar a la moral del mismo nombre (moral de situación). En efecto, los derechos pueden entrar en contradicción unos con otros en determinadas situaciones, o éstas pueden impedir la práctica de algunos de ellos, o exigir acentuar las prioridades de otro modo. Estaríamos, por ejemplo, ante la contradicción entre el derecho a la vida, proclamado por la Declaración de La Haya de 1989 como «el fundamento de todos los demás derechos», y el, en términos de hecho, reiteradamente impedido y negado derecho al desarrollo de los pueblos pobres, que es, sin embargo, condición indispensable para vivir. O estaríamos ante la dificultad de conciliar, por parecidas razones, los derechos políticos y los socioeconómicos. O ante lo absoluto de la libre determinación de los pueblos, un derecho cuya aplicación puede resultar tan conflictiva y polémica, en algunos casos, que desaconseje, al menos temporalmente y en función de valores que siquiera en la coyuntura son percibidos como más generales y superiores, su puesta en práctica o que ésta pueda ser planteada de cualquier modo. O podríamos estar de nuevo ante -el valor de la vida, cuyo primado, no obstante, no siempre es afirmado del mismo modo. Referencia, ésta, que bien merece un breve detenimiento aparte.
En efecto, históricamente, la vida como valor supremo ha sido con frecuencia subordinado a otros. Ahí están los casos de la legítima defensa personal, de la guerra justa, de la pena de muerte, de las convicciones de fe y la defensa de su pureza y ortodoxia, del encarnizamiento terapéutico, etc. En todo caso, a tenor de estos supuestos, la vida biológica no aparece como un valor absoluto. Por otra parte, a quien no tiene miedo inmediato de perderla, la vida a secas puede no parecerle un valor absoluto. Pero desde quien experimenta la amenaza real de perderla –desde lo que algún autor denomina la “heurística del miedo”–, el poder vivir es lo primordial. Y si tomamos otro ángulo de visión, nos encontraremos con que, en contextos de alto índice de bienestar, la prioridad probablemente no esté puesta en vivir, sino en “vivir bien”, es decir, en la calidad de vida. Por el contrario, en situaciones de aguda precariedad, la prioridad absoluta no será, seguramente, mejorar la calidad de vida, sino que los seres humanos vivan. Y, por último, la simple sobrevivencia, que, en perspectiva individual, o local y regional, puede parecer en contextos de abundancia y seguridad una virtud menor, situada en cambio en el horizonte actual global y planetario, se nos revela –al decir de Schell o de Lacroix– como una virtud mayor. La vida, hoy, ya no podría ser mirada por más tiempo bajo la sola óptica del individuo, sino en perspectiva de humanidad.
La tercera reflexión toma buena nota de dos aspectos de una misma realidad. El primero es que vivimos en un mundo escandalosamente disimétrico o desigual. El segundo es que, por lo mismo, de hecho, ni los derechos humanos son universales, ni su integridad e indivisibilidad son efectivas para una gran mayoría. De todo lo cual podemos desprender dos consecuencias. En primer lugar, la necesidad de reconocer y afirmar la prioridad de los derechos de los pobres. El enunciado de los derechos “humanos”, si no ha de quedar reducido a mera justificación complaciente de la conciencia de los acomodados y ricos, -si de verdad quiere adquirir radicalidad y rigor histórico, debe acentuar la primacía de los derechos de los pobres. Y, en segundo lugar, la pregunta por la jerarquía de los derechos ha de saber distinguir entre una visión pura y meramente esencialista y abstracta, ahistorizada, y un planteamiento concreto y real, con vocación de operatividad y fecundidad históricas.
La cuarta reflexión, finalmente, enuncia un interrogante. Si la valoración de los derechos y de su relación jerárquica aparece tan marcada por los procesos y contextos históricos, sociales y culturales, así como por las tradiciones que les han dado origen, ¿no desembocamos entonces, al final de nuestro tortuoso recorrido, en una especie de relativismo? Buscando una salida a esta dificultad, no debemos olvidar dos cosas. Ya antes subrayábamos el carácter transhistórico de los derechos humanos sobre la base del valor y la dignidad absolutos de la persona. Y afirmábamos también cómo, en función de la multidimensional unidad de ésta, hay, de una parte, una exigencia interna de integridad y, de otra, cierta transferencia intrínseca de absolutez a los derechos que corresponden a dicha integridad personal unitaria, al menos al conjunto de ellos, siquiera sea como expresión del ideal humano por realizar.
Pero con ello no queda resuelto el problema. Y ésta es la razón por la cual, justamente para huir del relativismo, y por otras razones nuevas y de peso, la pregunta por la jerarquización cede el paso hoy a otros planteamientos. Sobre la base de nuevas prácticas sociales y de una más afinada visión filosófico-antropológica, la interrogación acerca de la prioridad entre los diversos derechos humanos ha venido a desembocar y resolverse en la cuestión de su universalidad, y de su interdependencia e indivisibilidad. Lo que nos lleva a aventuramos por otros caminos.

Avanzando por nuevos derroteros

Precisamente por las diferencias y enfrentamientos vinculados a marcos y situaciones distintos, en un verdadero y amplio esfuerzo de apertura comprehensiva, dialógica e intercultural, y de ahondamiento filosófico, se ha venido derivando –como se ha dicho– hacia la afirmación de todos los derechos de todos.
En nuestro mismo contexto conflictivo y violento, de las reivindicaciones unilaterales y parciales de derechos, enfrentadas y lanzadas unas contra otras a modo de municiones ofensivas y defensivas, hemos ido pasando, al menos por parte de la porción social más significativa en la militancia activa por la normalización y la paz, a la misma exigencia arriba mencionada: todos los derechos de todos. De entrada, lo contrario sería cinismo e interesada manipulación.
Pero este nuevo punto de llegada de la práctica humanista y humanizadora, también entre nosotros, coincide con los nuevos derroteros por los que transita el pensamiento. Así es, ciertamente. Se dice que, en la identificación y búsqueda de lo justo, las sociedades pasan por tres etapas según que el criterio guía sea el egoísmo, las normas de la comunidad concreta o principios universalistas que tengan en cuenta a toda la humanidad y lo humano en su integridad. Pues bien, a los derechos humanos se les denomina “posconvencionales” justamente por eso: porque están dotados de esa doble nota de universalidad extensiva e intensiva, los derechos de todos los seres humanos y de lo humano en su totalidad.
Todo lo cual queda reforzado y se comprende mejor a la luz de una visión antropológica, más solidaria y consciente del otro, que se ha ido abriendo camino. Una visión que inspira y alimenta nuevos talantes sociales y ético-políticos. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a los puntos de vista de Emmanuel Levinas y otros, según los cuales, a la dignidad del ser humano como tal le es inherente, como aspecto fundante de ella, su vinculación con otros seres humanos en función del criterio de responsabilidad. Esa responsabilidad que me hace asumir la carga de los otros, la vida de los otros como propias. Para poder denominarme a mí mismo humano, yo tengo que responder por la vida de los demás. Y sólo en esta perspectiva se puede fundar y puedo entender también mi libertad. Ya no podemos concebirnos como humanos separadamente de nuestro “deber ser”, que nos vincula a todos y todas, y a la totalidad de lo humano.
En este marco, resulta coherente y comprensible, y nada idealista, la afirmación de que los derechos humanos devienen verdaderamente concretos y adquieren plenitud de sentido cuando son concebidos, exigidos y practicados, ante todo, como derechos de los otros, como derechos del “prójimo” –para decirlo con una expresión cargada de resonancias, al menos para muchos y muchas–.
Pero, en esta especie de aparente renuncia y de olvido de sí que conlleva la mencionada propuesta, puede que radique el verdadero camino para hacer verdaderamente efectivas tanto la universalidad de los derechos humanos –incluidos los nuestros– como su integridad indivisible.

Una vía hacia unas nuevas reglas de juego y un nuevo consenso

Partamos de dos constataciones. Es cierto, por un lado, que los derechos humanos no constituyen, en sí y por sí mismos, normas jurídicas, ni representan tampoco, en cuanto tales, los enunciados de una ética pública. Pero sí contienen el impulso para diseñar una ética civil y pública, así como la virtualidad suficiente como para inspirar los ordenamientos legales. Y es cierto también, por otro, que responsabilidad y deseo de entenderse son dos actitudes fundamentales para encarnar en nuestro mundo valores universales y, en términos más prosaicos, para arreglar las cosas.
Pues bien, supuesta esa doble constatación y sobre la base de los nuevos derroteros mencionados, la nueva visión y práctica de los derechos humanos pueden ser la vía para concebir y construir, aquí y ahora, un nuevo “nosotros”. Es decir, estaríamos ante la oportunidad de construir ciudadanía en el reconocimiento de todos como sujetos de derechos y deberes, y en el reconocimiento de los derechos y deberes de todos y todas. Estaríamos ante la posibilidad de asentar unas reglas convivenciales universalmente aceptadas. Estaríamos, quizás, ante la posibilidad de levantar, con el concurso de todos, un nuevo pacto social.
Pero conviene precisar algunas cosas en referencia al “nosotros” que surgiría del mencionado esfuerzo colectivo. No se trata, por supuesto, de pensar igual, ni de meter a todos y todas dentro de un mismo y único proyecto. De lo que se trata, más bien, es de sabernos distintos, de reconocernos y respetarnos como tales, y de aceptar unas reglas de juego más satisfactorias para todos y compartidas por todos.
Creo que se lo debemos a los demás y nos lo debemos a nosotros mismos en nombre de la dignidad y el valor de la persona, de toda persona, de todas las personas. O, como hemos venido diciendo, en nombre de los derechos humanos.

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