Juan Claudio Acinas

Al pie de la letra
(Disenso, 45, octubre de 2004)

A los Estados todos y a cada uno de ellos; a las ciudades de cada Estado:
Resistid mucho, obedeced poco.
Cuando la obediencia no se cuestiona, cuando se cae en la esclavitud completa; cuando se cae en la esclavitud completa, no hay nación, Estado o ciudad de este mundo  que recobre su libertad.
 (Walt Whitman, 1860)

La razón no siempre es privilegio de quienes presumen de estar en su sano juicio, ni de quienes, apegados a manoseadas rutinas, poco o nada quieren saber de cambios, excepciones o situaciones diferentes. Esforzarnos por conseguir lo que muchos creen imposible conlleva desacuerdos y resistencias, e implica riesgos que pocos parecen dispuestos afrontar. Esto es de lo que nos habla Richard Sennet en cierto pasaje del que hasta ahora es su último libro, donde nos remite hacia otro texto cuyo autores son Hans Gerth y Charles Wright Mills (1). De este otro libro, que se mueve en el ámbito de la psicología social, Sennet retoma la reflexión “acerca del hecho de que un individuo neurótico, confundido, puede resistir la tortura o protestar contra la injusticias cometidas contra terceros, mientras que, en las mismas circunstancias, adultos saludables y felices se mostrarían cobardes”. A todo lo cual, además, cabe añadir que la situación puede resultar bastante peor aún que la de un comportamiento de mera cobardía. Pues algo que, hace ya tiempo, Stanley Milgram demostró con un célebre experimento es que cualquier individuo normal (es decir, normalizado), amparándose en su obligada obediencia a la ley y en su acatamiento necesario a la orden promulgada por cualquier autoridad, no se considera totalmente responsable de sus propios actos, y, por ello, en ciertos contextos -como entre el horror de la cárcel iraquí de Abu Ghraib-, puede llegar a convertirse, dócil y voluntariamente, en un verdugo o un torturador (2). He aquí, por tanto, en la investigación citada por Sennet y en el experimento de Milgram, un par de verdades inquietantes acerca de nuestra extraña humanidad, paradójicamente a salvo por la resistencia heroica de unos cuantos quijotes neuróticos, pero abocada al mal y en peligro constante por la obediente necedad de toda una muchedumbre de ciudadanos normales, que se tienen así mismos como personas de bien y, por supuesto, de sentido común y envidiable cordura.

CADENA DE MANDO. Es probable que, a su excéntrico modo, Henry D. Thoreau, a mediados del siglo XIX, intuyera gran parte de todo eso. “En nuestros días -escribió- los hombres llevan una gorra de estúpido y la llaman una gorra de libertad”. De ahí que aconsejara a sus vecinos ser personas primero y ciudadanos después. Porque entendía que “no es tan deseable cultivar el respeto por la ley como cultivar el respeto por la justicia”. Al fin y al cabo, “la ley nunca hizo a los hombres un punto más justos; y, gracias al respeto que se le tiene, hasta hombres bien dispuestos se convierten a diario en agentes de la injusticia” (3). Una afirmación ésta que a tantos burócratas, autoridades, prohombres, gestores o leguleyos, siempre, ha costado bastante entender. Y contra lo cual, frente a semejante recelo, para intentar persuadirles de su obcecada actitud, lo más apropiado, aparte de reiterar el summum ius, summa iniuria que proclamara Cicerón, quizá sea poner un ejemplo. Se trata de un suceso que se remonta al mes de agosto de 1997, cuando el vuelo 801 de Korean Air se estrelló en una isla del océano Pacífico. A partir de ese accidente, en el que murieron 225 personas, se llevó a cabo una investigación que estableció como hipótesis que la causa más probable de lo ocurrido era que el copiloto y el ingeniero del vuelo no se atrevieron a advertir al capitán de que algo iba mal. Con lo cual, la investigación revelaba también que “la seguridad aérea depende en parte de factores culturales como la rigidez en la cadena de mando”. Tales factores son los que hacen que, por ejemplo, los coreanos -a diferencia de norteamericanos, australianos e irlandeses, según el informe- sean quienes más confían en los aparatos de vuelo automáticos y lo que, asimismo, explicaría no sólo el silencio temeroso de aquellos subalternos del vuelo 801, sino el hecho de que el capitán “no cuestionara el funcionamiento del piloto automático hasta segundos antes de estrellarse contra la montaña Nimitz de la isla de Guam” (4).

A RAJATABLA. Evidentemente, Thoreau nunca conoció nada igual. En cambio, lo que sí llegó a presenciar, según él mismo nos cuenta, fue el espectáculo de “una fila de soldados, coronel, capitán, cabo, reclutas, mozos de artillería y demás”. Todos “marchando en admirable orden por colinas y valles hacia las guerras”, al tiempo que ninguno en particular abrigaba la menor duda acerca del disparate en el que se había metido, ya que, en principio, cada uno de ellos se sentía inclinado hacia la paz de su hogar. ¿De qué modo considerarles, entonces?, se preguntaba Thoreau, ¿como hombres o como “pequeños fuertes y polvorines móviles, al servicio de algún tipo sin escrúpulos en el poder”? Poco después, escribiría también: “No tengo la menor duda de que los soldados bien entrenados están, en su conjunto, particularmente desprovistos de originalidad e independencia. Es imposible darle a un soldado una buena educación sin que deserte. Su enemigo natural es el gobierno que lo entrena” (5). Algo que, asimismo, cualquiera podría desestimar por considerar que no es más que una exageración o, simplemente, un error tendencioso. Sin embargo, demasiados datos confirman ya que el grueso de los ejércitos profesionales se recluta entre los sectores menos instruidos de la población. Y, sin ir más lejos, este es el caso de España, donde para ser soldado no es preciso tener el graduado escolar. Y baste reparar en lo que, hace un par de años, declaraba el jefe de los servicios de Psicología del Ministerio de Defensa, quien justificaba la decisión de rebajar de 90 a 70 el cociente intelectual que se exige a la tropa profesional aduciendo que los soldados que poseen tal cociente “se adaptan mejor a estos trabajos que otras personas más inteligentes”, pues “al ser menos inteligentes cumplen más a rajatabla las órdenes” (6). Una declaración que, según parece, hizo amable y diligentemente con el propósito de tranquilizar.
            La conclusión, por tanto, resulta bastante obvia, pues, como se sabe desde antiguo, una cosa es la letra y otra su espíritu. Una cosa son las reglas o normas y otra los principios en que se inspiran, y a partir de los cuales aquellas adquieren sentido y se deben valorar e interpretar. Así lo indicaban ya los digesta de Justiniano al advertir que conocer las leyes no equivale a tener en la mente sus palabras sino su espíritu y su fuerza. Por no hablar del propio Hobbes, quien por encima de todos sus absolutistas temores, también expresó su rechazo a “la interpretación gramatical de la letra de la ley”. De manera que, en la actualidad, no podemos sino dar la bienvenida a todos esos juristas que, como Ernesto Garzón Valdés o Manuel Atienza (7), entre otros, han venido a plantear que, a veces, la adopción de ciertas resoluciones de acuerdo con criterios de estricta racionalidad formal puede originar decisiones jurídicas éticamente inaceptables. A esto es a lo que, allá por 1924, Karl Kraus (8), denominó “la rigidez cadavérica de la legalidad”. Tras lo cual, tras quejarse del predominio de semejante racionalismo normalizador y ridiculizar a todos los que pretenden calmarnos con tal carencia de ingenio y de soluciones imaginativas, observaba con sarcasmo: “¿Conque Shakespeare estaba loco?”. A lo que, él mismo se apresuraba a responder que, algún día, la humanidad se arrodillará y, aterrada por su enfermiza salud, tendrá que pedir a su Creador un poco más de locura, un poco más de sana y lúcida locura.

---------------------------
(1) Cf. R. Sennet, El respeto. Barcelona, Anagrama, 2003, p. 63; y H. Gerth y C. Wright Mills, Carácter y estructura social. Barcelona, Paidós, 1984 (1953). En cierta forma, esto es precisamente de lo que nos habla A. Paasilinna en su novela El molinero aullador. Barcelona, Anagrama, 2004 (1981).
(2) Cf. S. Milgram, Obediencia a la autoridad, Bilbao, Desclée De Brouwer, 1980 (1973). En ese experimento, el 65 % de los participantes aplicaron descargas de hasta 450 voltios sobre un individuo (en realidad un actor que simulaba el dolor) que era objeto de un estudio acerca de los efectos del castigo en el proceso de aprendizaje. Nadie se negó a continuar antes de alcanzar los 300 voltios
(3) H.D. Thoreau, “La esclavitud en Massachusetts” (1854), Desobediencia civil y otros escritos. Madrid, Tecnos, 1987, p. 63; y Sobre el deber de la desobediencia civil, Irún, Iralka, 1995 (1849), p. 4.
(4) La Vanguardia, 20 marzo 1998.
(5) H.D. Thoreau, Sobre el deber de la desobediencia civil, cit., p. 4; y Un yanqui en Canadá (1853), citado en Breviario para ciudadanos libres. Barcelona, Península, 1999, p. 62.
(6) El País, 13 febrero 2000.
(7) Cf. E. Garzón Valdés, El concepto de estabilidad de los sistemas políticos. Madrid, CEC, 1987; y M. Atienza, Tras la justicia, Barcelona, Ariel, 1993.
(8) K. Kraus, Dichos y contradichos. Barcelona, minúscula, 2003 (1924), pp. 80 y 169.