Yoani Sánchez
La Cuba no oficial
Generaciony

Reproducimos a continuación tres recientes artículos tomados de generacion y, blog de Yoani Sánchez. Licenciada en Filología, reside en La Habana y combina su pasión por la informática con su trabajo en el Portal Desde Cuba.

yoani.sanchez@gmail.com Generación Y es un Blog inspirado en gente como yo, con nombres que comienzan o contienen una "i griega". Nacidos en la Cuba de los años 70s y los 80s, marcados por las escuelas al campo, los muñequitos rusos, las salidas ilegales y la frustración. Así que invito especialmente a Yanisleidi, Yoandri, Yusimí, Yuniesky y otros que arrastran sus “i griegas" a que me lean y me escriban.

Las reparaciones

            La vida doméstica impone ingratas obligaciones. El grifo del fregadero gotea, la lámpara de la sala no enciende, el llavín de la puerta tiene dificultades y un mal día, ¡horror! se rompe el refrigerador. Aterrados comprobamos que el congelador comienza a gotear y que ha cesado el típico zumbido de la máquina. Una tragedia de esa envergadura vivió un  conocido nuestro la semana pasada.

            Temprano en la mañana telefoneó a la Unidad de Reparaciones Domésticas más cercana, pero no respondían o sonaba el tono de ocupado. Decidió ir hasta allí y en la recepción una muchacha pulía meticulosamente sus uñas. Apesadumbrado le contó la historia de su electrodoméstico y describió los síntomas. Incluso estuvo a punto de aventurar un diagnóstico, pero en ese momento ella lo interrumpió anunciándole que seguramente se trata del timer y en el almacén no tenían esa pieza de repuesto. Le aclaró que el taller tenía una lista de espera que se prolongaba a un par de meses. Como hombre inteligente, con experiencia de la vida, el necesitado cliente le formuló la pregunta correcta en el tono adecuado: “¿Y eso no puede resolverse de otra forma? La mujer dejó su labor de manicure y llamó a gritos a un mecánico.

            Después de acordar el precio, todos quedaron satisfechos. Al mediodía, el refrigerador había vuelto a funcionar y el técnico regresaba a su casa con el equivalente a casi dos meses de su salario. Esa noche, mi  conocido, que es barman en un hotel cinco estrellas, llevó a su trabajo varias botellas de ron compradas en el mercado negro. Con ellas despachó los primeros mojitos y las gustadas piñas coladas que los turistas bebieron. No sospechaban ellos que estaban ayudando así a rellenar el agujero dejado por la reparación del refrigerador, el enorme socavón que había sufrido el presupuesto del barman.

El corralito

            Cada noche, en el cabaret de un lujoso hotel un empresario europeo va de mesa en mesa haciendo un insólito pedido. Se acerca a los comensales y les explica que cuando llegue la cuenta lo dejen pagar a él, con esos bonos de colores que trae en su bolsillo. A cambio, ellos le darán el importe en pesos convertibles, que después podrá trasmutar en dólares o euros para llevárselos bien lejos. Este hombre es una víctima del corralito financiero que impide a numerosos inversionistas foráneos sacar sus ganancias del territorio nacional. Para que no se desesperen del todo, las autoridades cubanas les permiten consumir a lo largo de la Isla, pagando con papelitos carentes de valor real.

            El drama de los fondos congelados toca hoy a numerosos negociantes que se aprestaron a entrar en nuestro escenario económico con la aprobación de la ley de inversiones extranjeras en 1995. Disfrutaban del privilegio de gestionar una firma, condición totalmente vedada a los que hemos nacido aquí. Venían a ser la nueva clase empresarial en un país donde la Ofensiva Revolucionaria de 1968 había confiscado hasta los sillones de los limpiabotas. La cuantiosa plusvalía que lograban sacar los convertía en un objetivo muy atractivo para las jineteras, las casas de alquiler y los miembros de la seguridad del estado. A muchos de ellos se les veía en los restaurantes más caros eligiendo apetitosos manjares y acompañados de mujeres muy jóvenes. Otros, los menos, entregaban regalos adicionales a sus empleados para compensar los bajos salarios en pesos cubanos que les pagaba la empresa empleadora del estado.

            Estos representantes de una “avanzada corporativa” estaban dispuestos a perder un poco de capital siempre y cuando pudieran ubicarse –desde ya– en el escenario que algún día sería como un pastel cortado en cuñas. Sin embargo, quienes firmaron contratos y compartieron con ellos  el champán, después de un acuerdo, los consideraban sólo un mal necesario y provisional, una desviación que se erradicaría no bien hubiera terminado el Período Especial. Después de tantas garantías prometidas, hace unos meses les han enseñado las arcas vacías, mientras les repiten “no podemos pagarles”. De pronto, estos empresarios han comenzado a sentir la impotencia y el grito –trabado en mitad de la garganta– con que cargamos cada día los cubanos. Todavía, sin embargo, no están tan desprotegidos como nosotros ante la depredación del Estado: un pasaporte de otro lugar les permite irse en un avión y olvidarse de todo.

Los locos y los pícaros

            Los locos son presa fácil de los pícaros, que les gritan en las esquinas frases dolorosas para aumentar su delirio. Con dos barquitos de papel, teníamos uno en mi cuadra que pasaba horas en una rara regata que no llegaba a ninguna parte. Su madre lo mantenía calmado a base de benadrilina y diazepam; todo, antes que mandarlo al almacén de la demencia que es Mazorra, el hospital psiquiátrico habanero.

            En la mente de aquella señora estaban las imágenes de lo que había sido la clínica mental de la calle Boyeros, con su terror acumulado y su depauperación material. Los pacientes casi desnudos, las paredes llenas de excrecencias humanas y la falta de supervisión, eran el escenario para las peores atrocidades. Las fotos habían salido publicadas en las revistas de aquel lejano 1959. Después, llegaron reportajes en la televisión, sábanas limpias, terapia ocupacional y hasta vallas políticas que cambiaron la faz de lo que había sido el horror. Sólo que, como ya les dije, los locos son presa fácil de los pícaros.

            A partir de los años noventa, con la llegada del período especial, el desvío de recursos se ensañó con Mazorra. Los vecinos de las calles aledañas estaban bien surtidos por un mercado negro de frazadas, leche, comida, ropa, toallas y medicamentos que salían del hospital. Los allí ingresados creían que era parte de su padecimiento el que cada día –como en el filme “La luz que agoniza”– faltaran más bombillos en las salas. Les fueron sustrayendo todo lo indispensable y nadie reparó en las ventanas rotas, las tazas de baño tupidas y las camas de patas abiertas. Esta vez, no había un periodista autorizado para retratar la miseria.

            La prensa oficial no pudo esconder, sin embargo, la muerte de 26 pacientes –algunos afirman que la cifra se acerca a los 40– por hipotermia y padecimientos asociados al abandono. Se largaron de esta vida en unos días fríos de enero, mientras se apretujaban cuerpo sobre cuerpo sin poder con ello evitar el final. Los pícaros, por su parte, se edificaban casas con los dividendos del robo y creyeron que nunca nadie detectaría sus desfalcos. Hoy, en el hospital se investiga a los responsables en medio de un despliegue policial para que no se acerquen los curiosos. No han salido imágenes, pero me atormenta la idea de cuánto llegaron a parecerse esos pacientes, en su desvalimiento, a aquellos rostros de las fotografías del pasado.