El Espectador, 2 de julio de 2021.
Ahora que nos hemos vuelto decoloniales, por fin podemos decir que somos del todo occidentales. Parece contradictorio, pero en realidad no lo es. La fantasía decolonial es el sueño de Occidente, su sueño secreto, su sueño transgresor. Nada más occidental que odiar a Europa o a Estados Unidos e idealizar lo puro, lo no contaminado por la Modernidad ni por el capitalismo ni por la industrialización ni por todos esos vicios —el individualismo, la competencia, el anhelo de poder— que inoculan. La Modernidad es como la Luna, tiene dos caras, una luminosa y otra oscura; una que pide razón, universalidad, objetividad, y otra que se rebela contra todo esto. Una es ilustrada, la otra es romántica. Desconfía de la ciencia que generaliza y se deleita con la etnología que particulariza. Entra en éxtasis con todo lo que no es ella misma, con lo diferente, lo exótico, lo remoto; con aquello que parece libre de los vicios que contagia su hermana.