Versión ampliada del artículo publicado en infoLibre el 4 de octubre de 2020.
La mancha original del experimento democrático norteamericano
Uno de los errores que cometemos con mayor frecuencia es el de minusvalorar o incluso despreciar los argumentos de quien mantiene tesis opuestas a las nuestras. Creo que es lo que sucede a menudo con respecto a Donald Trump. Por ejemplo, a la hora de caricaturizar su oposición a movimientos como el Me Too o el Black Lives Matter (BLM) y más en esta última recta de la campaña electoral. Trump, más allá de su caldo de cultivo “natural” -los rednecks de la América profunda y los blancos supremacistas del Bible Belt, amén de los movimientos armados supremacistas y racistas, de extrema derecha, algunos de ellos milicias armadas, como los Oath Keepers, Three percenters, Proud Boys, Posse Comitatus, o el movimiento QANON-, está consiguiendo imponer en amplios sectores de la ciudadanía norteamericana su versión sobre el significado de la batalla en la que está empeñado el BLM desde su aparición en 2014. En esa tarea, Trump parece aliado con una amplísima red comunicativa de verdaderos centros de odio a lo largo de todo el país, tal y como se puede consultar en la utilísima base de datos del Southern Poverty Law Center (https://www.splcenter.org/hate-map?year=2016) que me señaló Eugenio del Río -siempre bien informado acerca de lo importante-, que difunden una estrategia de estigmatización, pieza imprescindible de la justificación de la política supremacista y racista, de la subordiscriminación a la que se somete a individuos y grupos identificados con rasgos etnoculturales y de clase.