El País, 31 de enero de 2023.
El problema no es el de una lucha encarnizada entre personas de distintas tonalidades de piel, sino un complejo sistema de creencias perfectamente integradas en el andamiaje cultural, institucional y cognitivo de las sociedades.
Una noche, cuando todavía vivíamos en Filadelfia, mi marido llegó a casa preocupado, con un semblante más serio de lo habitual, las manos temblorosas y evidentes ganas de hablar. Cuando le pregunté qué pasaba, me respondió con un escueto “nada, ese es el problema” y, acto seguido, comenzó a narrar la historia que le quemaba la boca: lo había parado la policía por saltarse un stop, pero, al disculparse y explicar que en esa zona era difícil encontrar aparcamiento y que aceleró justo al ver un hueco disponible, los agentes decidieron no ponerle una multa, e incluso bromearon: “Corre, muchacho, que te lo quitan”. Lo que intentaba decirme no era, obviamente, que se alegraba de su suerte, sino que si había gozado de trato preferente se debía únicamente al hecho de que es blanco. Por eso no había ocurrido nada, aunque en ese “nada” estuviese contenido un racismo estructural del que ambos teníamos constancia.