El País.com, 21 de septiembre de 2018
El nacionalismo vasco recicló la munición identitaria y discursiva del foralismo
tradicionalista para, sin dejar de defender los ancestrales privilegios conservados por sus
élites, construir un movimiento reivindicativo de corte popular y antiliberal, que
encontró en las heridas de las crisis decimonónicas y las fracturas sociales de la
revolución industrial los materiales complementarios y la ventana de oportunidad para
instalarse en la sociedad vasca como un actor político con proyección hegemónica
secular. Desde la revelación fundacional sabiniana del día de Pascua de 1882, ha pasado
un siglo largo en el que el PNV ha logrado mantener el movimiento a flote. Ha sabido
manejar el timón, conjugando, según la coyuntura, sus dos almas (pragmática o radical),
pero sin romper, a pesar de que la violencia de la guerra civil y del franquismo, por un
lado, y la de ETA, por el otro, estuvieran a punto de dar al traste con la hoja de ruta de
su singladura histórica. Sin embargo, sus éxitos han sido mayores cuando ha hecho una
interpretación abierta e integradora de la sociedad vasca, cuando su alma pragmática ha
hecho del interclasismo, la transversalidad/dualidad identitaria y el pacto, hacia dentro y
con los poderes del Estado, los pilares de una hegemonía asentada sobre la política del
acomodo, que no es otra que la del autogobierno, siempre con el horizonte de la plena
reintegración foral en su imaginario.