Alfonso Bolado

Pakistán o las dificultades de ser nación
(Página Abierta, 192 mayo de 2008)

            Los recientes acontecimientos de Pakistán –asesinato de la ex primera ministra Benazir Butto (27 de diciembre de 2007), seguido de unas elecciones que dieron la victoria al partido de la asesinada y significaron una estrepitosa derrota del dictador Pervez Musharraf– han puesto de manifiesto las dificultades de consolidación de un Estado cuya base fundacional es la religión, entendida no como un elemento anclado en tradiciones propias (que sin duda también lo es), sino como factor diferenciador frente a un Estado vecino: Pakistán surgió en 1947 para dar un “hogar nacional” a los musulmanes del Imperio británico de la India.
            De ese modo, privado de las grandes tradiciones históricas  que suelen dar una trabazón a  la conciencia nacional  –pues el Estado fue creado sobre una zona relativamente marginal del Imperio, aunque no pobre (los regadíos del Indo) ni carente de valor estratégico–, Pakistán nació sin un pasado glorioso, pues los grandes centros del imperio mogul, musulmán, se encuentran en territorio indio.
            Los fundadores del Estado paquistaní debieron negar incluso el nombre por el que se les conocía durante su pasado común con los hindúes, al otro lado de una frontera desde 1947; significativamente, el urdu –idioma oficial de Pakistán, con el inglés– procede del norte de la India y no es el idioma materno de ninguna etnia del actual Estado paquistaní De hecho, el de “Pakistán”, que muchos traducen como “país de los puros”, es un nombre inventado,  un acrónimo de P(unyab) A(fgania, las zonas tribales de la frontera) K(ashmir, Cachemira) S(ind) y el TÁN indostánico por Baluchistán.
¿Son, pues, los paquistaníes indios musulmanes? En estos momentos, después de los recelos convenientemente atizados por Londres durante la última etapa de su dominación, después de la violencia de la partición y los gigantescos traslados de población, después de las guerras y la hostilidad entre ambos Estados, se podría decir categóricamente que no. Aunque ya Muhammad Ali Jinnah, fundador de la Liga Musulmana (1906) había afirmado: «Nosotros somos una nación con nuestra propia cultura, nuestra propia civilización... nuestras costumbres y nuestro calendario»; si bien es muy posible que la cultura a la que se refiere sea la religión, que él tomaba desde una perspectiva laica, en esa amalgama de supuestos valores nacionales.

La religión como fundamento del Estado

             En 1867 se fundó en Deoband, India, una madrasa (madari) que pretendía renovar la formación religiosa del país, a partir de los rectos principios –próximos a los salafíes– que permitirían terminar con las innovaciones peligrosas que habían oscurecido la práctica del islam; profundamente ritualistas, han derivado hacia un rigorismo a veces acrítico. Actualmente hay 9.000 madaris deobandíes por todo el mundo; una sustancial cantidad  de ellas está en Pakistán.
            En 1927, Muhammad Ilyas fundó cerca de Delhi un movimiento, la Yamaa al-Tabligh, dedicada a prácticas de piedad y apostolado que su fundador derivaba del ejemplo del Profeta, que seguía literalmente. Hoy es un movimiento que arrastra a millones de personas en el mundo islámico, pero también en Europa. Se trata de una corriente pietista, pero que tiene algunas pasarelas con el universo del yihad.
En1941, Abu Allah al-Maududi, nacido en Hyderabad, sur de la India, fundó la Jamiat-i Islami, un partido islamista asentado en Pakistán no muy numeroso pero sí elitista y con mucha influencia en el aparato político del país. Maududi, que durante mucho tiempo se opuso a la partición, aunque terminó instalándose en Pakistán, es uno de los teóricos islamistas más respetados; su teoría de la hakimiya, la soberanía absoluta de Dios, influyó mucho en los Hermanos Musulmanes y sobre todo en Sayid Qotb y los sectores más radicales.
            Así pues, tres de los hechos más relevantes de la historia religiosa de Pakistán tienen su origen en la India. En el viejo Imperio británico los musulmanes eran minoritarios, y esa circunstancia ha dado al islam paquistaní una de sus características más peculiares: su carácter asertivo, rigorista e intensamente ortodoxo, tanto para afirmarse frente a la mayoría hindú como para “rescatar” a los musulmanes menos islamizados. No parece que el revival islámico en el Imperio haya influido mucho en la teoría de las dos naciones de Jinnah –de hecho, en la India actual hay más de un 11% de musulmanes–, aunque acabó imprimiendo su carácter al islam del nuevo país.
A este islam hay que añadir uno más rigorista aún, posterior a la independencia: durante la dictadura de Zia-ul Haq (1977-1989) se construyeron una gran cantidad de madrasas, la mayoría financiadas por Arabia Saudí o por la daawa (predicación, misión) wahabí, que insistían en la acción militante en política así como en el yihad, fundamentalmente dirigido a Cachemira antes de que girara hacia Afganistán.
            Estas mezquitas fueron el vivero del que surgieron los estudiantes (taliban, plural de talib), muchos de ellos afganos por afinidad étnica con las poblaciones del oeste de Pakistán, que combatieron en distintos yihad de la región, particularmente en el afgano, al principio alentados por la CIA y, sobre todo, por el ISI, el servicio secreto paquistaní. Son también los que nutren los múltiples grupos terroristas, vinculados ya sea a los deobandíes, como Sipah-e Sahaba, fundamentalmente dedicado a atacar a los shiíes (un 15% de la población, que también tienen sus propias milicias, como Tehriq-e Yafariya), ya sea a los wahabíes (Lashkar-e Toiba, vinculado políticamente a la organización wahabí Ahl al-Hadiz)... No existe un censo de estos grupos sectarios, pero hay desde luego decenas de ellos y son un foco permanente de inestabilidad.
            Los anteriores no son los únicos grupos islámicos que hay en Pakistán. El más importante numéricamente, aunque quizá el menos activo políticamente, es el de los barelvíes (por Bareilly, la ciudad del norte de la India donde fue fundado en 1880). Sus primeros impulsores procedían de la India y eran de habla urdu. Actualmente es popular entre los campesinos. Frente al rigorismo deobandí, preconizan un islam tradicionalista, con influencias sufíes, pero al tiempo muy legalista, con referencias constantes a la sharía. Muchos barelvíes forman parte de la poderosa cofradía Qadiriya, extendida por todo el mundo islámico. Están representados por un partido, la Jamiat-ut Ulama Pakistan.
            No son los únicos grupos: junto a ellos se encuentran algunos de carácter más o menos herético, como los zegríes y sobre todo la Ahmadiya, una secta sincrética con contenidos místicos que concita los odios suníes de una forma desmesurada y ha sido violentamente reprimida.
            En este mosaico de tendencias, en las que son tan frecuentes las luchas (suníes-shiíes; deobandíes-barelvíes; musulmanes-cristianos, estos últimos, una minoría importante, de casi un 1%) como las pasarelas entre ellas, sobre todo en la busca de una mayor radicalidad, es difícil orientarse desde un punto de vista doctrinal, aunque lo es menos en los aspectos políticos. Sin duda, en el fondo de todos los grupos existen motivaciones de orden tribal y aspiraciones políticas de distintos signos,  aunque todas coinciden en un punto: la islamización de la sociedad.
            No se puede terminar esta sección sin hacer una referencia a la minoría, sin duda amplia, pero no cuantificable, que acepta las pautas occidentales en política, incluido el laicismo, incluso siendo musulmanes practicantes. Estas minorías se encuentran en las ciudades y entre los terratenientes, muchos de ellos beneficiados por la colonización inglesa. Asimismo, entre los llegados de la India (muhayirs), fundamentalmente hablantes de urdu e instalados en las grandes ciudades, son habituales las posiciones más laicas. Son ellos los que forman parte de los cuadros de los dos grandes partidos “laicos”: el Partido Popular de Pakistán (PPP), de la familia Bhutto, y la Liga Musulmana, que fundó el “padre de la patria” Jinnah, y actualmente escindida en dos fracciones, una de las cuales es la de el ex primer ministro Nawaz Sharif.
Curiosamente, fue uno de estos partidos laicos el que inició la islamización del país.

Política y religión: una ecuación compleja

             De las tres constituciones que ha tenido Pakistán, en las dos primeras el islam tenía un papel relativamente secundario: si bien la de 1956 definía la república como “islámica”, el islam ni siquiera era religión de Estado. La segunda, la de 1962, incluso suprimía el adjetivo “islámica” del nombre oficial del país. En realidad, desde el principio, a pesar del carácter identitario de la religión, el papel del islam estuvo poco definido. Como dijo Jinnah: «Empezamos con el principio fundamental de que todos somos ciudadanos, y ciudadanos iguales de un Estado... así, con el paso del tiempo, los hindúes dejarán de ser hindúes y los musulmanes musulmanes, no en el sentido religioso, sino en el político, como ciudadanos de un Estado».
            Sin embargo, a partir del Gobierno de Zuffiqar Ali Bhutto (1972-1977) comenzó un proceso de reislamización, orientado desde el poder. Bhutto comenzó su Gobierno en la estela de la secesión del Pakistán Oriental, hoy Bangla Desh (1971), y en su afán refundador logró sacar adelante la Constitución de 1973; las dificultades materiales y políticas las resolvió en una especie de fuite en avant islámica. Su oportunismo desbarató las relaciones de fuerzas en el país.
            A Bhutto se debe la proclamación del islam como religión de Estado, el aumento de poderes del Consejo de Ideología Islámica, que pasaba de tener un papel consultivo a uno ejecutivo, la prohibición de la Ahmadiya y la puesta en marcha de un sistema que dejó de ser socialista, como se proclamaba su partido, para pasar a ser “socialista islámico” (musawa islamiya). Después de las elecciones de 1977, que ganó su partido, las protestas generalizadas le hicieron aumentar las medidas islámicas: prohibición del alcohol, el juego y las salas de baile.
            Eso no bastó para impedir el golpe de Estado de Zia-ul Haq, que se mantuvo en el poder once años (1977-1988), hasta que murió en un oscuro accidente de aviación. Zia, vinculado a la Jamiat-i  Islami, hizo del islam el centro de su política: instalación de los tribunales de la sharía, establecimiento universal del zakat1 (el impuesto religioso), expansión del sistema de madrasas de ideología salafí wahabí, sistema de penas islámicas (hudud), implantación de la “economía islámica”... todas ellas dentro de la lógica suní.
            Los gobiernos posteriores, incluidos los dos de Benazir Bhutto (1988-1990 y 1993-1996), no hicieron mucho por limitar la libertad de acción de los sectores religiosos, por más que se apoyaran en los elementos más occidentalizados del país; en buena parte, sus problemas se derivaban tanto de la incompetencia de sus gobiernos, muy atentos a su imagen exterior, como de los constantes escándalos económicos de la primera ministra y su marido, conocido por “Mister 10%”, por la comisión que ponía a sus servicios.
            Pervez Musarraf, autor del golpe de Estado de 1999, se encontró en una posición muy delicada: por una parte, no podía enfrentarse directamente a los grupos islamistas, creándose con ello nuevos enemigos –y muy peligrosos– en el país, pero, por otra, no podía tolerar unas actividades que, por un lado, incomodaban a Estados Unidos, su principal valedor, y por otro, podían llevar a una peligrosa desestabilización de sus vecinos: Afganistán, India e incluso Asia Central, a la que estaban vinculados grupos yihadíes paquistaníes.
            Se trata de una situación inestable que se ha prolongado a lo largo del tiempo: los grupos radicales, que en ocasiones son brazos armados de partidos legales, han seguido echando un pulso al Estado, alentados por el abierto americanismo del régimen; mientras, éste ha tratado de neutralizarlos, con escasa voluntad y menos acierto, intentando desalojarlos de sus “santuarios” de las áreas tribales de la frontera nororiental (sobre todo los Waziristán del Norte y del Sur), desde donde amenazan las posiciones occidentales en Afganistán, como a través de la persecución en el interior del país (asalto a la Mezquita Roja de Islamabad, un complejo vinculado a una madari, en el que murieron centenares de personas en 2007).
            La difícil situación llevó a Musharraf a proclamar el estado de excepción en noviembre de 2007 y destituir al presidente del Tribunal Supremo, con lo que se ganó la animadversión de la burguesía urbana, que hasta entonces se había mantenido relativamente neutral, haciendo aún más delicada su posición.

Un Ejército en vela de armas

            Sin tener el papel constitucional ni tampoco el de guardián de valores vinculados a la reproducción ideológica del Estado que tiene el Ejército turco, el paquistaní es la pieza clave del Estado. A pesar de la derrota en la guerra con la India, con motivo del apoyo de este país a la independencia de Bangla Desh, el Ejército sigue siendo el garante del esfuerzo bélico en Cachemira frente al sempiterno rival oriental. Estar en posesión del arma nuclear le da un relieve y un peso muy superior a su ejecutoria.
            En un país desgarrado por múltiples líneas de tensión –religiosas, étnicas, incluido el movimiento independentista del Baluchistán y la cuasiindependencia de las áreas tribales del oeste– y situado en una posición estratégica en el Oriente Medio, era inevitable que el Ejército, el mayor partido político paquistaní, pretendiera no solo intervenir en la política interior, sino también en la exterior.
            En el primer sentido, los militares han dado cuatro golpes de Estado, demasiados para una historia tan corta, a los que han seguido etapas, más o menos prolongadas, de dictadura: la de Ayub Jan (1958-1969), la de Yahia Jan (1973), la de Zia-ul Haq (1977-1988) y la de Pervez  Musharraf (1999, hasta la actualidad en que, después de perder las elecciones de 2008, se mantiene como presidente civil de la República).
En el segundo, los militares, con el apoyo de la CIA, tomaron parte muy activa en el yihad afgano, en el que establecieron buenas relaciones con diversos grupos muyahidin. Lo mismo hicieron en Cachemira, donde se apoyan en grupos como Harakat-ul Ansar o Laskar-e Toiba para mantener la tensión con la India. Eso permite al Ejército tener ciertas relaciones con los grupos yihadíes del interior, relaciones necesariamente ambivalentes, pues si, por un lado, pueden permitirle amagar al Gobierno, por otro, son peligrosos y generan desconfianza.
            Con todo, el Ejército, principalmente, busca la estabilidad, para lo cual asume que debe tener una alta cuota de poder formal o informal; en el primer caso, lo ejerce por medio de los golpes de Estado, con los que pretende reconducir situaciones comprometidas: la corrupción desenfrenada de la última etapa de Ali Bhutto o la amenaza yihadí al final del mandato de Nawaz Sharif (1999). El poder informal lo ejerce sobre todo a través de su potencia económica: es  la primera empresa de Pakistán, y se calcula que posee más del 6% del PNB; las empresas  del Ejército van desde las específicas de armamento a las civiles de transportes, construcción, siderurgia..., incluso pequeñas empresas como panaderías, restaurantes o salones de belleza.
            Será difícil que, en las condiciones internas y externas de Pakistán, el Ejército disminuya su papel; por el contrario, lo normal es que tienda a aumentar, a menos que:
            1º.  Se llegue a un acuerdo firme con la India sobre la cuestión de Cachemira. Se trata de una región cuya población es mayoritariamente musulmana pero que en la etapa británica estaba gobernada por hindúes, por lo que fue asignada a la India en la partición; se tenía que haber celebrado en la región un referéndum de autodeterminación, bajo los auspicios de la ONU, algo que no ha sucedido. Pakistán mantiene activo un foco de tensión, directamente o, como se ha visto, indirectamente a  través de una yihad.
            2º. Se resuelva la cuestión afgana, al menos con la retirada de la OTAN, cuya presencia puede ser percibida como una amenaza a los países de la región (sobre todo Irán y China) y, también, a los grupos islamistas paquistaníes. La solución debería pasar por la incorporación de los talibanes a las tareas de gobierno.
            3º. Se logre un amplio acuerdo con las organizaciones islámicas, basado en una laicización del Estado que, aunque no disminuya el peso social de la religión, desactive la agitación sectaria y, sobre todo, en una efectiva reforma de la formación en las madaris que introduzca enseñanzas modernas. Eso significaría la desaparición de la daawa wahabí, para favorecer una reflexión a fondo sobre la reforma religiosa, más posible con la eliminación de las tensiones sectarias.
            4º. Se democratice la vida política, comenzando por la estructura de los grandes partidos, convertidos en grandes maquinarias clientelistas profundamente corrompidas. Este hecho, aparte de producir un estado colectivo de desmoralización y recelo hacia los políticos, ha sido la justificación de varios golpes de Estado.
            Es evidente que se trata de una misión imposible, que se expone sólo para poner de relieve las complejidades de la situación. Incluso hechos que, en principio, podrían haber significado un revulsivo, como el asesinato de Benazir Bhutto, parecen insignificantes al lado de la envergadura de los conflictos externos y las inercias internas.

Un asesinato y unas elecciones

            Los acontecimientos de los últimos meses de 2007 y los primeros de 2008 ponen de relieve la poca consistencia de las soluciones manu militari a los problemas: el 6 de octubre tienen lugar las elecciones presidenciales, rechazadas por inconstitucionales por el Tribunal Supremo. Gana, por supuesto, el candidato Musharraf. El día 18 regresa Benazir Bhutto del exilio al que le condenó, al menos legalmente, la desmesurada voracidad económica de su entorno. Se supone que había llegado a un pacto con Musharraf para compartir el poder como paso previo al restablecimiento de la democracia plena. El crecimiento del malestar social en los distintos frentes lleva al dictador a proclamar el estado de excepción (3 de noviembre); se trata de un intento de recuperar la iniciativa que resulta frustrado: Bhutto insiste en la celebración de elecciones y Sharif regresa del exilio dispuesto a participar en la lucha política. Los estadounidenses dan señales de impaciencia, así que Musharraf levanta el estado de excepción a poco más de un mes de proclamarlo (15 de diciembre). Diez días después Bhutto es asesinada.
            ¿Quién mató a Bhutto? Es como si hubiera un Fuenteovejuna paquistaní: podrían haber sido casi todos, desde los islamistas –que, con todo, han sido los únicos que lo han negado, lo cual no quiere decir mucho– hasta el mismo Musharraf, para quitar de en medio a una competidora; es difícil saberlo, quizá no se sepa nunca. Los únicos que quedan libres de sospechas son los estadounidenses, que pierden su mejor baza en el país, una vez que Musharraf ya ha sido  amortizado.
            Pero lo cierto es que los cálculos de unos y otros han sido erróneos: el impulso que representaba Bhutto no se ha agotado, al contrario, y las elecciones se han celebrado. Los resultados fueron los esperados: triunfo “monárquico” del PPP, seguido de la Alianza Democrática Nacional del ex primer ministro Sharif, en la que se encuentra incluida la Liga Musulmana. Musharraf seguirá de presidente y se creará un Gobierno de coalición entre el PPP y la ADN. El Gobierno lo presidirá el vicepresidente del PPP, Amin Fahim, porque el candidato “lógico”, Ali Zardari, viudo de Benazir, que tiene el honroso sobrenombre, ya comentado, de “Mister 10%”, está en entredicho por sus enjuagues económicos.
            Lo contradictorio de la situación es que la muerte de Bhutto hubiera podido ser, como ya se ha dicho, el detonante de una convulsión transformadora –para mejor o para peor– que no se ha producido. Pakistán, encerrado con sus propios demonios, se dispone a iniciar un lampedusiano cambio para que nada cambie.
Y los dos grandes protagonistas, el islam militante y el Ejército, siguen con las espadas en alto