Antonio Antón
Ante la crisis: reforzar la política social
(Página Abierta, 202, mayo-junio 2009)
Las políticas públicas y de protección social en este escenario de crisis, lamentablemente, de hecho, todavía desempeñan un papel insuficiente para atacar el elemento más relevante de esta crisis: el paro. Se pueden señalar tres políticas significativas, sus límites y la necesidad de un refuerzo sustancial. La más importante es el sistema de protección al desempleo, derecho social adquirido y uno de los fundamentos del Estado de bienestar. Este sistema ha permitido paliar la situación de deterioro derivada del aumento drástico del paro. Sin embargo, su cobertura, duración e importe todavía son muy limitados y no sirven para proteger suficientemente a todos los desempleados y desempleadas.
Existen más de un millón de parados sin prestaciones, número que va a aumentar por la prolongación de la crisis, y más de 800.000 familias sin ingresos. Por tanto, la mejora de la protección al desempleo es la principal política social que se debe reforzar. Más allá de su componente económico anticíclico que es el mantenimiento de la demanda de consumo, su justificación principal es “social”: garantizar un nivel de vida no muy inferior al anterior y evitar el deterioro social.
El segundo tipo de políticas públicas tiene que ver con el empleo, con el freno a su destrucción y el apoyo a su creación. En el plano inmediato la principal medida ha sido el “plan E” de inversión local, con la creación de empleo en el ámbito municipal. Hasta ahora, el impacto prometido –unos 300.000 nuevos puestos de trabajo para desempleados, sobre todo de la construcción– es escaso. En el mejor de los casos, todavía es poco relevante frente a los 4 o 4,5 millones de parados que, según diversos analistas, puede llegar a haber en el año próximo. No hay política pública para afrontar el desempleo convenientemente. La llamada “agilización” por parte del nuevo Gobierno de la obra pública pendiente también es de alcance limitado. No existe, por tanto, un plan consistente, a corto y medio plazo, para la reducción sustancial del paro. Esto supone estar dependiendo de otros factores ajenos, con la esperanza de su pronta aparición: la reactivación económica mundial, o el impulso, hasta ahora inexistente, del mundo empresarial; mientras, las organizaciones empresariales siguen empeñadas en descargar sus responsabilidades en la crisis y exigen mayor abaratamiento e indefensión de la mano de obra.
El tercer tipo de medidas se refiere a las nuevas políticas de regulación del sistema financiero y de estímulo económico, amparadas en las reuniones del G-20, ambas ambivalentes y, en Europa, de corto alcance. Apenas existen mejoras regulatorias. Queda por resolver el volumen de los activos “tóxicos”, cómo se reparte su desvalorización y se garantiza la estabilidad financiera. El problema que se está ventilando es qué grado de “nacionalización de pérdidas” pueden imponer los grupos de poder frente a la opinión e intereses de la mayoría de la sociedad –estadounidense y europea–, que no quiere asumir, con razón, los costes de la mala gestión y la ausencia de regulación del sistema financiero. Mientras, permanece el desempleo y no se vislumbra la reactivación económica.
Las nuevas brechas sociales
Por otro lado, se están perfilando nuevos colectivos vulnerables o en riesgo de exclusión social. Evidentemente, el principal es el segmento de población en paro. Se pueden distinguir cuatro sectores con características específicas. Primero, gran parte de inmigrantes, con carreras laborales cortas, sin derecho a prestaciones de desempleo significativas y con mayores dificultades de integración social y cultural. Existen los riesgos de llegar a la competitividad a la baja entre ellos y con sectores autóctonos por ocupaciones y servicios públicos escasos y del agravamiento de los conflictos interétnicos.
Segundo, los jóvenes autóctonos de capas populares, con cierta cobertura familiar y de integración cultural, pero con dificultad añadida para su inserción laboral estable y su emancipación.
Tercero, una parte de mujeres. Aunque no ha habido un sesgo especialmente desfavorable en el incremento del desempleo femenino, éste se acumula a las tradicionales discriminaciones laborales y de empleo de las mujeres, y sus efectos son más gravosos para ellas.
Por último, las personas en paro mayores de 50 años, con especiales dificultades para el acceso a nuevos empleos, que quedan abocadas, en el mejor de los casos, a un subsidio de desempleo muy insuficiente, con fuerte disminución de su nivel de vida, salvo cuando a través de regulaciones colectivas de empleo y la acción sindical en las empresas se consiguen condiciones más favorables.
Además, hay que mencionar otro plano, el de la subjetividad, con la percepción de una caída en la decadencia social y la incertidumbre. En la época prolongada de trece años de expansión del empleo, aunque gran parte temporal, han predominado las trayectorias laborales y sociales ascendentes: desde el paro, la inactividad o la inmigración, muchas personas pasaron al empleo precario, lo que significaba un proceso ascendente a una situación menos grave, y, además, existían expectativas de pasar al siguiente peldaño del empleo indefinido. Ahora, para esos millones de personas paradas –o con el riesgo de perder el empleo– no sólo cambia la tendencia hacia trayectorias descendentes, con un horizonte inseguro, sino que se refuerzan los temores subjetivos de frustración social. El mensaje gubernamental de confianza y optimismo no sintoniza con la experiencia de ese bloque social.
En definitiva, habría que reforzar y ampliar varias políticas fundamentales para evitar la aparición de nuevas brechas sociales y garantizar la integración social.
Primero, garantizar la suficiente protección social a las personas desempleadas y con riesgos de exclusión. Ello supone, como se ha mencionado, ampliar la cobertura, duración e importe de las prestaciones de desempleo, así como extender e incrementar las rentas sociales, básicas o de inserción.
Segundo, frenar la destrucción de empleo, estimular su creación y generar nuevo empleo público. Ello complementado con las políticas de reciclaje formativo y preparación profesional.
Tercero, ampliar y consolidar los servicios públicos, particularmente sanidad, enseñanza y servicios sociales –dependencia–. También son claves otros como la promoción de vivienda pública o la calidad del transporte público. Especial importancia deberían requerir las medidas específicas hacia los inmigrantes para asegurar su acceso a esos bienes y servicios, facilitar su participación e integración social y garantizar una mejor convivencia y diálogo intercultural.
El gasto público social debe incrementarse sustancialmente
Uno de los elementos clave en estos momentos es el gasto público de carácter social. Es imprescindible un incremento sustancial. El gasto social en España –según los últimos datos consolidados de Eurostat– está en torno al 21% del PIB –en términos SEEPROS, definidos por protección social y sanidad– y al 25,3% añadiendo educación. Tenemos un déficit de unos siete puntos del PIB con respecto a la media de la UE-15 (32,6%).
Para medir el desarrollo económico y social o bienestar social, aparte de otros elementos cualitativos, los dos principales indicadores cuantitativos son el PIB por habitante en paridad de poder de compra y, sobre todo, el gasto social por habitante. Pues bien, el gasto social por habitante respecto del PIB en España está sólo por delante del de Portugal, y por detrás del de los otros trece países de la UE-15, incluidos Grecia e Irlanda. Y en PIB sólo adelantamos a Grecia y Portugal. Es decir, más allá de algunos triunfalismos –ser la octava potencia económica del mundo según el indicador de PIB–, somos uno de los países europeos más atrasados en desarrollo social, y también en producción económica por habitante.
Se ha de dar un impulso al gasto social mediante un cambio global de la política presupuestaria. El objetivo inmediato debe ser ambicioso y realista: alcanzar, como mínimo, el promedio europeo y superar la fragilidad de nuestro Estado de bienestar. Esa tarea supone un aumento del 35% de ese gasto público social, y debe incluir un replanteamiento a corto, medio y largo plazo de las políticas fiscales y presupuestarias y, por tanto, de las políticas económicas.
En la legislatura pasada apenas se incrementó el porcentaje de gasto social, aunque el programa electoral socialista expresaba esa referencia de avance hacia la media europea. En esta legislatura, aparte del inevitable incremento en las prestaciones de desempleo, se corre el riesgo de que se congele o se incremente levemente ese gasto, con el pretexto de la crisis. Mantener los “compromisos sociales” y no introducir recortes sociales y laborales unilaterales es un acuerdo mínimo del Gobierno, pero es insuficiente.
El estancamiento del gasto social también hace resentirse la credibilidad de los Gobiernos autónomos que lo gestionan. Una financiación autonómica suficiente, tal como reclama el tripartito catalán, es clave para garantizar una mejora de la calidad de sus servicios públicos. El tipo de acuerdo final, junto con el necesario incremento de la financiación municipal, va a condicionar el alcance de las políticas públicas y sociales fundamentales para la ciudadanía y también el grado de satisfacción o desafección de la izquierda social con su gestión.
Por tanto, la tarea de las Administraciones públicas –estatales, autonómicas y locales– en esta legislatura debería ser la aplicación de un plan profundo, general y prolongado de ampliación y mejora de nuestros servicios públicos y sistemas de protección social, y llegar hasta el promedio europeo en gasto público social. El esfuerzo es importante, compatible y positivo para el desarrollo económico y la salida de la crisis, y debería tener el horizonte de su continuidad durante la siguiente legislatura. Las aspiraciones de giro social y consolidación de un Estado de bienestar homologable a la media europea están enraizadas en la sociedad española desde la transición política y, particularmente, desde la huelga general de diciembre de 1988. Los pasados años de bonanza económica, de más de una década, no se han aprovechado para ello.
La crisis económica actual está destapando la gravedad del incremento de las brechas sociales y los problemas de cohesión social. Para combatir la crisis económica y garantizar el bienestar social es necesaria una estrategia global y efectiva, con aplicación de políticas neokeynesianas, no social-liberales. No abordarla así podría constituir un fracaso histórico para la izquierda política en España y facilitar la victoria de la derecha. El riesgo es permanecer otra década más con ese gran déficit social y laboral.
La política económica y social tras los cambios en el Gobierno es de continuidad con la anterior. El nuevo Gobierno trata de forzar el ritmo, cuando lo que se necesita es un cambio cualitativo de orientación y dimensión: incremento significativo de las políticas sociales y el empleo público, y un mayor volumen en infraestructuras, políticas sectoriales y desarrollo tecnológico. Por tanto, los frutos para el empleo pueden ser muy cortos. A pesar de que pone el énfasis en la “comunicación”, el Gobierno –y el resto de Administraciones– utiliza pocos recursos públicos y parece que se resigna a que sea el mercado el que resuelva el problema de la reactivación económica y el empleo.
La impotencia de esa acción pública podría llevar, tras la evidencia del paro y el estancamiento de los próximos meses, a las mismas opciones –socialdemócratas o liberales– para salir de la encrucijada: una expansión de la demanda pública, el empleo y las políticas de bienestar social, o un giro liberal peligroso en dirección contraria hacia políticas de oferta: incentivos a las empresas –subvenciones directas, rebajas fiscales, de cotizaciones sociales y costes laborales– y reforma laboral –más abaratamiento y flexibilidad del despido y la contratación–, para luego encarar el recorte de las pensiones y otras políticas sociales. Este último es el camino reclamado por la patronal, el PP, e incluso sectores socialistas como el gobernador del Banco de España. Pero esta estrategia no es eficaz para relanzar la economía y el empleo, es contraproducente para la estabilidad y cohesión social y es rechazada por la mayoría de la sociedad. Supone mantener el mismo sistema laboral de mano de obra barata, precaria y flexible, el modelo social débil y deficitario y dejar de abordar el tan citado cambio de modelo productivo.
La cuestión para el PSOE es que, dentro de unos meses, se puede agotar el “nuevo impulso” de su actual estrategia, intermedia y cortoplacista, y se puede encontrar otra vez en el cruce de caminos estratégicos, pero con menor credibilidad y disponiendo de menos tiempo. Además, si el PP consigue cierto avance en las elecciones europeas, gracias a sus propuestas de rebaja de impuestos y austeridad del gasto público social, el Gobierno puede sentirse condicionado por los grupos de derecha. El riesgo, un giro liberal: cerrar cualquier atisbo de camino progresista frente a la crisis y deslizarse hacia la ruptura de los equilibrios y compromisos sociales. Los sindicatos tienen ahí una gran responsabilidad para evitarlo.
Importancia de unas políticas fiscales progresivas
La política fiscal de los últimos Gobiernos ha estado presidida por la rebaja de impuestos directos progresivos –IRPF, Sociedades, Patrimonio y Sucesiones–, medidas favorables para empresarios y clases medias y altas, que debilitan la función distribuidora del Estado. La política adecuada y más necesaria en estos momentos es la contraria: aumentar la capacidad impositiva –España también está unos cinco puntos por debajo de la media europea–, gravar más a las rentas altas, a los elevados beneficios empresariales, y al patrimonio y el capital.
Ahora lo prioritario es el aumento del gasto social y público e, inevitablemente, hay que dejar en un segundo plano los problemas del déficit público y del aumento de la deuda pública. La cuestión, desde una óptica social, es qué parte de gasto público está justificado y para qué.
Los grandes grupos económicos y el pensamiento neoliberal consideran un despilfarro el gasto social. Su lógica es rebajar gasto público e impuestos, privatizando los riesgos. Salvo cuando ese gasto público beneficia a los poderosos –como el actual apoyo al sistema financiero–, o se imponen mayores impuestos o tasas indirectas –regresivos o al consumo–. Por el contrario, se debe rechazar la “nacionalización de pérdidas” de algunos sectores como el financiero y el correspondiente incremento de una deuda pública que puede generar otros problemas a medio plazo: dificultar un gasto más productivo y más social –aparte de desequilibrios financieros–. En definitiva, es necesario un mayor gasto público con el imprescindible horizonte de cierta estabilidad presupuestaria, junto con el aumento de la capacidad impositiva y contando con el ritmo y dimensión de la recuperación económica futura.
Existe un interrogante sobre el gasto público de carácter social: ¿debe gestionarse bajo la modalidad de transferencias a las familias –bien en forma de pagos, bien en forma de rebajas fiscales– o bajo la modalidad de servicios?
Está demostrada la mayor incidencia en el empleo de la inversión directa en bienes y servicios que la transferencia de rentas a familias y consumidores. El efecto multiplicador es en torno a 1,5. Quiere esto decir que con la inversión directa se puede generar un 50% más de empleo que con el mismo importe aplicado a las transferencias de rentas o rebajas fiscales con una hipotética expansión del consumo. Lo que es todavía más importante en esta época en que la prioridad debe ser la creación de empleo y en que, además, al estar muy endeudadas las familias, gran parte de la transferencia de rentas iría a liquidar una porción de esa deuda. Por otro lado, está la necesidad de aumentar la carga impositiva –progresiva– para financiar la expansión de los servicios públicos y prestaciones sociales por motivos no sólo económicos, sino de cohesión y bienestar social. Esas rebajas fiscales no tienen fundamento económico y sólo se explican por los objetivos políticos de buscar el voto de las clases medias y altas, que son las que salen beneficiadas.
La educación es fundamental para salir de la crisis actual
La educación es clave para incrementar las capacidades personales, garantizar mayor igualdad de oportunidades y facilitar la participación cívica. En términos económicos se habla de “capital humano” en la medida en que capacita mejor a las personas para desarrollar sus trayectorias laborales y profesionales. Junto con otras inversiones –como la sanidad– suponen una mejora de la fuerza de trabajo, un aumento de su productividad. La enseñanza es fundamental para avanzar en los dos procesos: económico-laboral y cívico.
En relación con la educación y su vinculación con el mercado de trabajo hay varios problemas. Uno, en España es muy escaso el empleo cualificado –apenas supera el 20%–. Predomina el empleo semicualificado y poco cualificado (70%) –el 10% restante es empleo sin cualificación–. Estos datos son de los peores de la Unión Europea. Respecto del volumen del empleo cualificado se dice que hay un “exceso” de personas cualificadas –el 26% de personas entre 24 y 35 años tienen una cualificación de nivel superior–. Pero el auténtico problema es que la oferta de empleo cualificado es escasa. Y, por tanto, la competencia para conseguirlo es grande, por lo que los sectores con más disponibilidad económica pretenden hacer prevalecer sus privilegios poniendo más barreras de acceso de tipo económico, particularmente a los estudios posgrado. La cuestión no es reducir las posibilidades de cualificación académica, y hacerla más selectiva para una minoría y de peor calidad para la mayoría.
La expansión universitaria se ha producido más por el acceso de la población femenina de clase media que por la incorporación de jóvenes de las clases populares –algo que también se ha conseguido, si bien de forma selectiva y con mayores esfuerzos–. Por tanto, persiste el problema de la desigualdad en la culminación de estudios superiores y el riesgo de que el empleo cualificado se restrinja, sobre todo, para miembros de las clases medias y altas, y se desprecien las potencialidades y méritos de los jóvenes con menos recursos económicos. Estas barreras más selectivas constituyen uno de los temores de fondo derivados de la actual reforma universitaria. Por consiguiente, aparte de otros objetivos, como la homologación europea de los estudios, el tema central es combinar la excelencia y la igualdad en los estudios superiores y el acceso al empleo cualificado.
Otro problema es el relativo a los niveles de estudios básicos, y afecta más a las clases desfavorecidas. Tenemos un 30% de fracaso escolar, uno de los mayores de la OCDE. Es un grave problema para la inserción laboral de esos jóvenes, como mínimo en ese amplio campo de empleo semicualificado. También es una situación que dificulta la integración social –una parte significativa es de origen inmigrante–, bloquea las trayectorias laborales ascendentes y consolida bloqueos persistentes en sucesivas generaciones. Todo ello lleva al enquistamiento de las brechas sociales y anula las expectativas de lograr una vida digna de casi un tercio de jóvenes con situaciones más subordinadas, reproducidas en su vida adulta y con un futuro más incierto.
El incremento de la cualificación general es beneficioso para la ciudadanía y también es una necesidad económica, porque es imprescindible para aumentar la productividad de todos los empleos, no sólo los cualificados. Por otro lado, la productividad depende también de otros factores –tecnológicos, organización del trabajo...– y no conviene sobrevalorar la influencia de la educación. Para salir de la crisis y cambiar el modelo productivo son necesarias profundas transformaciones, y no todo lo puede resolver el sistema educativo. Son claves una mayor justicia distributiva e igualdad en las posiciones de poder, y la no discriminación y la valoración del mérito y la capacidad personal frente a los privilegios socioeconómicos.
No obstante, hay que aludir a que la exigencia de un empleo de calidad es al margen de que éste sea cualificado. Es decir, los empleos poco cualificados también deben ser seguros y con condiciones laborales y salariales justas.
El Estado de bienestar facilita el crecimiento económico
Históricamente, la expansión y consolidación de los Estados de bienestar no sólo han sido compatibles, sino que han sido un instrumento fundamental para el crecimiento económico. La protección social tiene, sobre todo, un fundamento “social”: garantizar la seguridad socioeconómica a la población frente a los riesgos sociales –vejez, paro, enfermedad–. Ello proporciona unas condiciones de cohesión social y de disponibilidad ciudadana para la participación productiva y sociopolítica. Son condiciones favorables para el desarrollo económico a largo plazo. Algunas medidas parciales pueden entrar en conflicto: mayor seguridad e igualdad o mayor crecimiento económico. Pero no siempre la opción debe ser lo segundo, y hay que buscar un equilibrio. El objetivo principal es ético: una sociedad más igualitaria y solidaria, el bienestar social.
El pensamiento neoliberal ha cuestionado las políticas sociales por considerarlas como una “sobrecarga” para la economía, para la acumulación y la inversión de capital. Con esa lógica, serían incompatibles con el crecimiento económico. Su conclusión: más beneficios para “los de arriba” y más desigualdad para “los de abajo”. Ese modelo neoliberal ha estimulado un tipo de crecimiento desigual y ahora es factor de destrucción y crisis. La estrategia neoliberal sí ha conseguido un objetivo instrumental: mayor polarización de riqueza y poder hacia las élites económicas. En su conjunto, no se ha demostrado empíricamente la supuesta eficiencia de un mercado sin regulación, frente a una mayor regulación pública, estabilidad social y desarrollo sostenible a largo plazo. El crecimiento económico ha sido superior en las tres décadas “gloriosas” de keynesianismo –desde la posguerra a la crisis de 1973-79– que en estas tres últimas décadas.
Otros factores –tecnológicos, geoestratégicos, materias primas– han tenido mayor peso en las diferencias de crecimiento económico. La llamada tercera revolución tecnológica –especialmente en las telecomunicaciones–, y su correspondiente aumento de la productividad, tienen que ver más con la masiva inversión estatal norteamericana –por motivos económicos, geoestratégicos y militares– que con la desregulación del sistema financiero. La actual crisis económica y financiera ha cuestionado ese paradigma neoliberal y desde las sociedades se reclama una mayor y mejor regulación institucional de la economía, por mucho que los grandes grupos económicos y financieros mundiales se resistan a ello.
Existe una gran exigencia ciudadana de que sea el Estado, las instituciones públicas, las que se responsabilicen de la salida de una crisis generada por el mercado, y garanticen una mayor seguridad socioeconómica. No obstante, también las élites políticas y supervisoras –la alta burocracia de los Estados– tienen cierta corresponsabilidad en la crisis, al haber promovido o avalado –por activa o por pasiva– ese proceso desregulador. Así lo ha visto la sociedad estadounidense, que ha promovido el cambio de Gobierno.
Unos más y otros menos, según su responsabilidad, los Gobiernos europeos están sufriendo un desgaste de su legitimidad, que deben recuperar, y, a veces, lo intentan sobreactuando. Esa situación, que incluye el poco entusiasmo popular por las instituciones europeas, les impide a los gobernantes, de momento, un ataque global a las estructuras públicas de bienestar. Suficiente problema tienen todavía con la gestión de los desastres que ha generado la crisis económica y financiera: paro y desvalorización de activos. El mercado ha quedado desacreditado para proporcionar seguridad y desarrollo económico estable y sostenible. Pero no implica, necesariamente, un desplazamiento político hacia la izquierda o la regeneración de la vida democrática. Ello depende de otras mediaciones sociopolíticas.
El intervencionismo estatal también es un arma de doble filo, y hay que precisar su orientación. Por un lado, se puede reforzar el papel de la “política”, no como escenario mediático, sino como auténtico mecanismo representativo y democrático de la sociedad y el interés común. La esperanza y el deseo popular en esta nueva etapa son una mayor protección pública y regulación económica, frente a la privatización y descontrol de la economía en manos del mercado. Por otro lado, muchos componentes “intervencionistas” son para favorecer a las cúpulas pudientes o neutralizar las demandas populares. Es un intervencionismo de “derechas”, y muchas actuaciones de instituciones públicas son criticables al amparar el interés privado de unos pocos.
La conclusión está clara y entronca con la tradición de la izquierda: hay que consolidar el Estado de bienestar por razones económicas y, sobre todo, por motivos sociales de igualdad, seguridad socioeconómica e integración social.
|
|