Antonio Antón

Reforma de la negociación colectiva. Nueva

agresión del Gobierno (1)

7 de julio de 2011.

La reforma de la negociación colectiva elaborada por el Gobierno socialista constituye una nueva agresión contra trabajadores y sindicatos. Tras el fracaso del largo proceso negociador entre los dirigentes sindicales y los representantes empresariales, debido a las exigencias adicionales de estos últimos, el Consejo de Ministros el 10 de junio aprueba el Real Decreto-Ley 7/2011. Lejos de dar continuidad a la aproximación alcanzada por los interlocutores en esa negociación, introduce más cambios regresivos en la dirección de las reivindicaciones patronales y otros sectores económicos e institucionales que han estado presionando para una reforma más dura. El resultado es una nueva imposición gubernamental (y parlamentaria), sin consenso sindical, que genera una posición más subordinada de la gente trabajadora y un nuevo desequilibrio en las relaciones laborales, debilitando la negociación colectiva y la capacidad contractual de los sindicatos.

La norma está en vigor y se ha convalidado por el Congreso, con el exclusivo voto favorable del partido socialista y la colaboración del PNV –que se abstuvo-, mientras las derechas (PP y CIU) la consideran insuficiente y la izquierda política (IU-ICV, ERC y BNG) la rechaza por antisocial. Sigue su trámite parlamentario como proyecto de Ley, aunque las organizaciones empresariales que comparten su orientación no la apoyan al considerarla limitada y los sindicatos se oponen por ser desequilibrada e impuesta. Se trata de analizar su contenido, los cambios respecto a lo aceptado por ambas partes en la negociación previa, el significado sociopolítico de esta opción gubernamental dentro de su gestión de la crisis económica y las implicaciones para las estrategias sindicales.

Gana la patronal, pierden los trabajadores

Esta reforma tiene tres importantes componentes negativos -si no se introducen otras enmiendas todavía más regresivas-. Primero, fortalece el poder de los empresarios para imponer condiciones laborales regresivas, por dos vías. Una, promoviendo su mayor capacidad discrecional para incrementar la flexibilidad interna en las empresas, adicional a la ya generalizada flexibilidad externa mediante el despido y la contratación precaria. Otra, por la disminución de las garantías laborales de los trabajadores al facilitar descuelgues empresariales y dar prevalencia al ámbito de la empresa donde se pueden acordar condiciones laborales inferiores a las básicas del convenio colectivo del sector.

Segundo, debilita la capacidad contractual del sindicalismo, con una negociación colectiva débil y mayor decisión ‘externa’ a través de la imposición de los mecanismos de arbitraje, cuyas decisiones serán obligatorias para las partes y, en general, más cercanas a las posiciones patronales y de la administración pública. Ante la relativa impotencia reivindicativa y transformadora de los sindicatos, con el evidente estancamiento de los procesos negociadores y la continuidad de vigencia de los derechos reconocidos en los convenios colectivos se aplica una mayor ‘dinamización’, para agilizar las adaptaciones laborales regresivas, que consiste en la anulación de la autonomía de las partes y la imposición de una decisión externa a la negociación colectiva. Así, aunque no se llega a eliminar la ultra-actividad de los convenios colectivos -la continuidad de sus condiciones hasta la firma de otro nuevo acuerdo-, reclamada por algunos sectores económicos, el laudo arbitral, obligatorio y casi inmediato, es un paso intermedio en el proceso empresarial de incorporar retrocesos respecto de los convenios anteriores o cambios sustanciales sin el consenso sindical.

Tercero, favorece reequilibrios problemáticos en las funciones y competencias de las distintas estructuras sindicales en perjuicio de los representantes directos de los asalariados y su participación, disminuyendo la legitimidad de las decisiones de las direcciones sindicales y su capacidad transformadora.

Esta reforma estructural es la última –cosa incierta- de las planteadas por el Gobierno socialista dentro del plan de austeridad adoptado a instancias de la Unión Europea en mayo del año pasado con ocasión de la crisis de la deuda. Con ella rompe los equilibrios suscritos con los sindicatos en el Acuerdo Social y Económico de febrero donde, junto a los recortes de las pensiones públicas, prometía respetar los compromisos de los agentes sociales y económicos en torno a una reforma de la negociación colectiva equilibrada y consensuada. A pesar de su intento retórico para evitar el malestar ciudadano, este nuevo y doble paso atrás en los derechos sociolaborales aparece como un eslabón más para contentar a los ‘mercados’. Consolida su alejamiento de sus compromisos sociales y su giro hacia la opción liberal-conservadora, clásica de la derecha: la flexibilidad discrecional para los empresarios se acompaña de mayor inseguridad para trabajadores y trabajadoras; gana la patronal, pierden las clases populares y los sindicatos.

Por tanto, esta reforma no mejora la negociación colectiva como instrumento de regulación de las condiciones laborales ni es un medio para reactivar la economía y crear empleo. Promueve el incremento del poder empresarial, una fuerte agresión a los derechos laborales y la disminución de la capacidad contractual del sindicalismo. Se inscribe en la política gubernamental de reformas estructurales dentro de la lógica exigida por el poder económico-financiero y la estrategia liberal-conservadora dominante en las instituciones de la UE que, particularmente para los países periféricos, apuesta por medidas de ajuste duro sociolaboral: reducir los derechos sociolaborales, mantener un paro masivo con estancamiento económico, empeorar las condiciones salariales y de trabajo y subordinar la acción sindical. Su discurso justificativo se basa en la idea de ‘flexibilidad’ (para las empresas), como ‘adaptación’ de las condiciones y los derechos de la población trabajadora a las circunstancias (o previsiones) productivas de la empresa según su propio criterio. Y se empeora la situación de precariedad y subordinación de trabajadores y trabajadoras, con un mayor desequilibrio para su seguridad. Los empresarios ganan mayor poder en detrimento de unas relaciones laborales más equilibradas. Pero esa política conservadora de descargar sobre las clases subalternas los mayores costes de la crisis, no es la vía adecuada para salir de ella, pronto y de forma justa, ni tampoco para avanzar en el objetivo oficial de mejorar la competitividad o la productividad de la economía, facilitar el crecimiento económico y, menos aún, cambiar el modelo productivo.

Para ello habría que tomar otro camino, reclamado incluso por la Confederación Europea de Sindicatos –inversión productiva, incremento de la demanda y el consumo, más empleo digno y de calidad, regulación financiera, reforma fiscal progresiva, fortalecimiento de los derechos sociolaborales…-. Esa orientación ampliamente respaldada por la sociedad española y europea es rechazada abiertamente por los gobiernos europeos. La opción, tal como también viene reclamando el masivo movimiento del 15-M, es insistir en el rechazo a cada una de estas medidas antisociales, exigir el cambio de la política socioeconómica conservadora, dominante en la Unión Europea, regular los ‘mercados’ y promover mayor democracia participativa, con sometimiento de las instituciones políticas a la opinión de la mayoría social.

La flexibilidad interna se amplía y se suma a la flexibilidad externa

Esta reforma establece la disponibilidad empresarial para la utilización de la flexibilidad interna, temporal y estructural, particularmente relacionada con el tiempo de trabajo a lo largo de un año (hasta un  5%, con una distribución  irregular, modificación de horarios y eliminación práctica de horas extras) y la movilidad funcional. Esta flexibilidad interna –siguiendo el modelo alemán- se ha solido plantear como alternativa a la flexibilidad externa (despido y reestructuración de plantillas). La cuestión es que ésta ya está instalada en la dinámica empresarial –sobre todo en las pymes- y ha sido ampliada en la normativa con la reforma laboral reciente; ahora, no se reduce ni compensa sino que adicionalmente se amplía la facilidad para la flexibilidad interna.

La norma abre la posibilidad de llegar acuerdos en el ámbito de la empresa más desfavorables para los trabajadores respecto de los convenios sectoriales. Éstos dejan de constituir una referencia de mínimos sobre los que se podían articular mejoras. Ahora, en numerosas pymes, el empresario podrá ejercer mayores presiones a los trabajadores y sus representantes (si los hay), y al estar el proceso negociador más aislado, fragmentado y débil, forzar peores condiciones salariales y laborales. Es la llamada ‘prioridad aplicativa’ del ámbito de la empresa (3).

Por otro lado, se aprueba la posibilidad de que los empresarios no apliquen los acuerdos salariales de un convenio sectorial sin apenas justificación (4) y con el mismo procedimiento: primero, con el consentimiento de las secciones sindicales que tengan mayoría (al menos mitad más uno) de la representación sindical, si no es posible lo intentan con el acuerdo de la correspondiente comisión paritaria sectorial y, finalmente, si es necesario lo someten a la decisión arbitral, ya al margen de la participación sindical.

Respecto del preacuerdo verbal alcanzado entre representantes de las organizaciones empresariales y sindicales, los cambios introducidos por el Gobierno afectan, sobre todo, a este elemento, ampliando la capacidad empresarial para la aplicar retrocesos laborales o disminuir garantías de los trabajadores. Gana la patronal, que puede decidir cambios sustanciales en las condiciones laborales sin tantos condicionamientos de los sindicatos. Éstos habían asumido una flexibilidad ‘negociada’ reforzando los mecanismos de participación sindical (comisiones paritarias…), y este freno es el que, ahora, queda prácticamente anulado. El supuesto equilibrio entre la necesidad de ‘adaptación de las empresas’ (al entorno económico) y las ‘garantías laborales de los trabajadores’ se rompe y lo segundo se subordina claramente a la decisión empresarial basada en lo primero. El desarrollo de esa flexibilidad interna no sustituye sino que se acumula a la capacidad empresarial de flexibilidad externa -incrementada por la pasada reforma laboral-. A la inseguridad por la precariedad del mercado de trabajo se añade la mayor indefensión laboral por el incremento del poder empresarial para imponer a los trabajadores condiciones laborales más restrictivas.

Pueden acordarse algunos cambios neutros o positivos para los trabajadores de mayor flexibilidad interna (por ejemplo, en materia de horarios para conciliar la vida laboral y personal o si sustituyen claramente otras medidas más drásticas). Pero esta dinámica pretende, sobre todo, adecuar las condiciones laborales –salarios, jornada, tiempo de trabajo, movilidad funcional y geográfica- a los altibajos (o posibilidades de evolución futura) de las exigencias productivas, económicas o tecnológicas en perjuicio de trabajadores y trabajadoras. Primero, las condiciones de trabajo, todavía más, se desregulan y se subordinan a las necesidades empresariales, especialmente en las pymes. Segundo, se refuerza la discrecionalidad empresarial, aun dentro de los parámetros acordados en los convenios y supervisados por los sindicatos; en caso de desacuerdo se mantiene cierta capacidad de regulación y veto sindical en las comisiones paritarias o de solución de conflictos, pero con menor indefensión jurídica ante la evolución de una normativa cada vez más permisiva con esa flexibilidad forzada por los empresarios. Además, el último eslabón lo constituyen las comisiones de arbitraje, externas a la negociación colectiva, y más desfavorables para los trabajadores. Así, el proceso anterior de participación sindical para una flexibilidad ‘negociada’, se puede convertir en un mero trámite de los empresarios para llegar a la posición más ventajosa a través del laudo arbitral.

El laudo arbitral debilita la negociación colectiva

El segundo elemento negativo es el desplazamiento de la negociación colectiva como marco fundamental de la regulación laboral –junto con el derecho del trabajo-, junto con el incremento de la capacidad de decisión de los mecanismos de mediación y arbitraje, como órganos ajenos y superiores que dictaminan laudos obligatorios. La autonomía de las partes para acordar queda quebrada por la mayor decisión ‘externa’ que dictamina la última palabra.

El problema aparece cuando la vía de la negociación colectiva directa queda bloqueada, normalmente, por las pretensiones desmesuradas de la patronal, su intransigencia y su poder frente a la debilidad de la presión del asalariado y los sindicatos. Esta limitada influencia sindical mientras se fortalece el poder empresarial ha producido un desequilibrio real en las potencialidades contractuales de las comisiones negociadoras. A veces, el objetivo reivindicativo se queda en mantener y conservar similares condiciones, evitando retrocesos. En ese sentido, el tiempo de negociación se prolonga, sin conseguir mejoras laborales pero sin avalar  recortes o retrocesos, situación que se viene produciendo, particularmente en los últimos años, en circunstancias más difíciles por la crisis económica y del empleo. Los negociadores sindicales habían aceptado este sistema de arbitraje para articularlo mediante acuerdos en el ámbito sectorial estatal y así poder influir algo en su procedimiento y su composición.

En esta circunstancia de dura presión regresiva patronal, diferentes sectores económicos y empresariales han apostado por eliminar la ‘ultractividad’, la continuidad de las condiciones salariales y laborales cuando finaliza la vigencia del convenio, pero esta exigencia no ha sido incorporada a la norma.

El mecanismo de arbitraje, con capacidad de decidir y aunque no haya consentimiento de alguna de las partes, se impone en todos los convenios colectivos (5). Para salvar su inconstitucionalidad se aplica como medida provisional por un año, plazo para que representantes sindicales y empresariales lo asuman y concreten. Al mismo tiempo, se dan unos plazos muy cortos y precisos (ocho meses para los convenios de hasta dos años y catorce meses para los de plazo superior) para la negociación de las partes, una vez agotados entra automáticamente en funcionamiento el proceso de decisión arbitral, con plena validez jurídica.

Esta reforma supone la transferencia de parte de esa función central de los sindicatos de regulación laboral a una instancia externa, dependiente o vinculada a la administración laboral (dando por supuesto que los árbitros no se nombran a iniciativa sindical y aun con la posibilidad de derecho a veto). En el mejor de los casos, dictaminará una posición intermedia entre las propuestas sindicales y las de los empresarios, aunque la tendencia apunta a que sean más favorables a los planteamientos empresariales y del gobierno de turno. Así, con la imposición de los laudos y decisiones de los árbitros se desplaza la capacidad de acuerdo basado en la autonomía de las partes. Este mecanismo confirma la impotencia de los representantes sindicales para conseguir sus objetivos reivindicativos e influir y modificar las posiciones intransigentes de las patronales. En la mayoría de los casos sale en desventaja la negociación colectiva, debilita la capacidad contractual de los representantes sindicales y facilita el empeoramiento de las condiciones laborales.

El preacuerdo había permitido a los sindicatos generar la expectativa de fortalecer las comisiones paritarias sectoriales para mediar en la aplicación de los convenios, regular y promover nuevas medidas, con mayores recursos humanos y logísticos para sus aparatos estatales. Su concreción quedaba aplazada y sujeta a la negociación en el ámbito sectorial con las organizaciones patronales. No obstante, la aceptación sindical de este sistema de arbitraje reflejaba la asunción de su incapacidad transformadora y dejaba muy debilitado el protagonismo de la negociación colectiva y sus comisiones paritarias. La imposición de este mecanismo y su aplicación provisional durante un año condiciona todavía más el proceso negociador entre sindicatos y organizaciones empresariales, necesario para su articulación definitiva. El peso de las decisiones se traslada a los árbitros y la función representativa, reivindicativa y contractual de los sindicatos queda más diluida, con el riesgo de aparecer más irrelevantes.

Por tanto, una negociación colectiva más débil, esa impotencia contractual de los sindicatos y el traslado de las decisiones al laudo arbitral tienen efectos perniciosos para las condiciones laborales de trabajadores y trabajadoras. Suponen dos grandes pasos atrás. En el preacuerdo los negociadores de los sindicatos intentaban conseguir la contrapartida de ampliar la labor mediadora de los dirigentes sectoriales, con mayores recursos. Era un pequeño paso adelante en su reconocimiento institucional, aunque insuficiente para reequilibrar el deterioro de la capacidad transformadora expresada en el sistema de arbitraje. Lo presentaban como un gran logro para fortalecer su capacidad negociadora. Ahora, el Gobierno, con su retórica de la ‘dinamización’, lo deja prácticamente sin efecto y, por tanto, sin posibilidad de utilizarlo para justificar este bloque sobre la mediación y arbitraje que en vez de complementar la negociación colectiva la sustituye. La inexistencia de cualquier contrapartida hacia los sindicatos explicita todavía más el fuerte retroceso impuesto a su capacidad contractual, y es uno de los motivos de su oposición.

Menor participación y legitimidad

Esta reforma conlleva unos reequilibrios problemáticos de las funciones y competencias de las diferentes estructuras sindicales, principalmente a través de dos vías. Una, promoviendo la centralización estatal frente a las estructuras provinciales. Dos, con la eliminación de la capacidad negociadora de los comités de empresa a favor de las secciones sindicales, con menor representatividad y legitimidad. Por un lado, se favorece a los aparatos sectoriales estatales de los grandes sindicatos frente a sus estructuras intermedias y a otros sindicatos (salvo en la CAV); por otro lado, se da mayor relevancia a las secciones sindicales frente a los órganos elegidos por los trabajadores, más representativos y con una vinculación más directa con ellos. Estos dos aspectos, similares al preacuerdo, cuentan con el beneplácito de los órganos dirigentes  de los sindicatos mayoritarios. Tienen la lógica de consolidar una mayor jerarquización y una menor participación de las clases trabajadoras y sus organismos elegidos directamente, con un debilitamiento de la legitimidad de los dirigentes sindicales que pueden distanciarse de sus bases sociales.

Primero, en los centros de trabajo se eliminan las capacidades negociadoras y contractuales de los comités de empresa y los delegados elegidos por los asalariados, y pasan a las secciones sindicales, que dependen más de las estructuras superiores del sindicato, aunque deben contar con la mayoría (el 51% al menos) de los representantes elegidos por los trabajadores. Así, la negociación y los acuerdos (su ‘intervención’) con la empresa pueden ser llevadas a cabo sin la participación de esos organismos elegidos y la de otros sindicatos representativos. Absorber esas competencias de legitimidad y contractuales de esos delegados de los trabajadores y comités de empresa es una salida en falso a la debilitada influencia de las estructuras sindicales para conseguir resultados sustantivos. Lejos de fortalecer su capacidad negociadora, impulsando la participación de la gente y la activación de esas estructuras de base, y unificar y potenciar la acción sindical puede desencadenar la dinámica contraria: menor arraigo y legitimidad, mayor desconsideración y alejamiento respecto de parte de su base social y su representación directa y menor capacidad para condicionar la voluntad empresarial. En resumen, menor capacidad reivindicativa, transformadora y contractual del sindicalismo.

Segundo, se produce una reestructuración de los ámbitos de los convenios colectivos con una reducción de los provinciales y una centralización estatal y, en menor medida, autonómica. Su concreción se deja a la negociación de los dirigentes sindicales de los sectores estatales –es impensable que lo decidan los responsables confederales- con las correspondientes organizaciones empresariales. Sin embargo, la orientación es clara: reducir convenios provinciales e integrarlos en convenios estatales. Esa centralización estatal puede debilitar la conexión y la articulación de los sindicatos con sus bases trabajadoras y sus representantes directos, cuya influencia sobre los que ‘acuerdan’ queda más rebajada y lejana. Supondría eliminar unas mil comisiones negociadoras sectoriales provinciales (con sus asesores, medios logísticos y sistemas de comunicación), reducir la capacidad sindical de esas estructuras intermedias, básicas para los sindicatos provinciales y autonómicos, y disminuir drásticamente sus recursos humanos y organizativos. Además, la asunción por los dirigentes estatales de esa competencia de la negociación de la eliminación en un sector de todos los convenios provinciales para hacer uno estatal, puede ser ejercida con arbitrariedad. El riesgo es la tentación de desplazar a sindicalistas y estructuras intermedias que puedan ser considerados más reivindicativos y críticos o marginar a otras formaciones sindicales para acaparar la gestión por esa cúpula estatal de los dos sindicatos mayoritarios –en el plano estatal-. Y esa posibilidad refuerza su poder interno y puede agravar el sectarismo.

En ese sentido, por la exigencia del PNV para abstenerse y facilitar la convalidación del Decreto-Ley, el Gobierno socialista ha aceptado, excepcionalmente, la prevalencia de los convenios colectivos autonómicos respecto de los estatales en los territorios con otras mayorías sindicales distintas a la de los dos grandes sindicatos estatales que ven roto su monopolio y es fruto de su queja. Su aplicación se circunscribe a la Comunidad Autónoma Vasca (en Galicia y Navarra los sindicatos nacionalistas tienen una menor representatividad).

Ese desplazamiento de la negociación colectiva hacia el ámbito sectorial estatal, en un aparato productivo dominado por las pymes, no se encamina a mejorar las condiciones laborales de trabajadores y trabajadoras, ni a ampliar la capacidad reivindicativa y contractual del sindicalismo. Tampoco va a consolidar el prestigio, liderazgo y representatividad de los dirigentes sectoriales estatales, aunque algunos de ellos den prioridad a su mayor estabilidad institucional y se conformen con ello. Una buena articulación de la acción sindical en los diferentes ámbitos –estatal, autonómico y provincial- es imprescindible para dinamizar esta negociación colectiva, avanzar en su función reivindicativa e incrementar su dimensión representativa.

Por último, el Gobierno ha introducido otro elemento problemático, rechazado por los sindicatos confederales. Se trata de la facilitación de los convenios ‘franja’ para los sectores cualificados de las empresas o la administración pública. Se promueve la separación de los sectores cualificados y su representación sindical (el colegio electoral de técnicos y administrativos, normalmente con mayor peso de los sindicatos corporativos) respecto del conjunto de trabajadores y del comité de empresa (con mayor representatividad de los sindicatos confederales o de ‘clase’). Se produce una mayor división y fragmentación en los centros de trabajo y posibles condiciones de privilegio para las capas cualificadas.

Menor capacidad contractual del sindicalismo

Esta política de ajuste no garantiza la reactivación económica y del empleo ni una salida cooperativa europea para hacer frente a los procesos de desendeudamiento (privado y público) de los países periféricos. Así, la receta dominante para incrementar la productividad y la competitividad consiste en bajar los costes laborales, recortar el gasto público social y aumentar los beneficios empresariales. De ahí se deduce las posiciones defendidas por el poder económico e institucional: fortalecer el poder discrecional de los empresarios, debilitar la capacidad reivindicativa de las clases trabajadoras, reequilibrar las relaciones laborales en perjuicio de la capacidad contractual del sindicalismo.

Esta reforma de la negociación colectiva modifica sustancialmente los equilibrios actuales en esa dirección: facilita a los empresarios mayor poder para ir imponiendo los cambios regresivos de las condiciones sociolaborales; debilita la negociación colectiva; elimina la capacidad negociadora de los organismos elegidos por los asalariados –delegados de personal y comités de empresa-, dificulta su participación y se pueden reducir drásticamente la capacidad negociadora y de regulación de las estructuras intermedias de los sindicatos, así como sus recursos.

Por último, aunque se evita la eliminación de la ultra-actividad, la prevalencia de los laudos obligatorios de los sistemas de arbitraje, debilita la autonomía de las partes para acordar, e incorpora una institución ajena en la determinación de las condiciones laborales. Supone una salida falsa a la relativa situación de bloqueo en los convenios, y su tendencia hacia la moderación salarial, y a las dificultades para superar las pretensiones regresivas de los empresarios, sin priorizar el fortalecimiento de la participación de los trabajadores y trabajadoras y la activación de todos los organismos sindicales y, en particular, la representación directa.

Fracaso de la estrategia sindical de pacto social

Tras la confrontación sindical contra el giro antisocial del Gobierno a lo largo del año 2010, particularmente con la huelga general del 29-S contra la reforma laboral, los dirigentes sindicales mayoritarios adoptan otra estrategia a principios de 2011 con el acuerdo al recorte de las pensiones –ASE-. Sus dificultades de legitimación de ese pacto social han sido evidentes. Esa estrategia sindical no era aceptada por la opinión mayoritaria de las capas populares, contrarias a esos recortes y a su aval. Con la ruptura del preacuerdo con la patronal y la imposición gubernamental de esta reforma regresiva de la negociación colectiva se evidencia el fracaso de ese giro de las direcciones sindicales hacia una estrategia negociadora, basada en concesiones sindicales y sin resultados positivos sustantivos, junto con la desactivación del conflicto social y la pugna democrática por la rectificación de la política gubernamental. A pesar de ese aval al recorte de las pensiones públicas, los interlocutores sindicales no han podido sustanciar la promesa –patronal y gubernamental- de una reforma de la negociación colectiva negociada y equilibrada. Ese incumplimiento de una solución negociada y esta nueva agresión cuestiona todavía más ese pacto social, que los dirigentes sindicales consideraban clave para mantener la capacidad contractual e institucional de las estructuras sindicales. Esa actuación no ha impedido esta nueva agresión –acumulada a las anteriores y en un contexto de paro masivo- y no ha producido apenas ningún resultado favorable para los trabajadores y para el sindicalismo. Al contrario, ha colocado a las direcciones sindicales en el acompañamiento a esos graves recortes y con un menor liderazgo social y con menor capacidad para conformar una respuesta relevante.

El giro de los dirigentes sindicales hacia el diálogo social con el Gobierno y la patronal, de estos meses, ha constituido un fracaso de resultados y de legitimidad: no modificó sustancialmente el recorte de las pensiones, apareciendo comprometidos con ese retroceso de los derechos sociales; ha sido impotente para evitar esta nueva agresión perjudicial para los trabajadores y que debilita al sindicalismo y la propia negociación colectiva, y ha consolidado la pasividad sindical, dejando menos recursos sociales para que los sindicatos levanten ahora una fuerte oposición a la política sociolaboral y económica liberal y una firme exigencia de cambio.  Este proceso pasado ha constituido un pantano del que los dirigentes de los grandes sindicatos deben salir aprendiendo de los errores y cambiando la estrategia.

Los sindicatos para mantener su dimensión social mantienen ahora un perfil crítico y distanciado de los componentes más regresivos de la política gubernamental, y particularmente contra el pacto por el euro, cuestión positiva. Así, han manifestado (especialmente CCOO) su ira contra esta reforma impuesta e injusta, han elaborado un discurso más incisivo contra la política conservadora dominante y preparan algunas iniciativas contra ella. Pero, el alcance de su respuesta (particularmente UGT) es limitado y no garantiza una fuerte y masiva movilización para evitar su desarrollo. Insisten en la bondad de la estrategia de diálogo social, cuando es evidente la necesidad de una reflexión y su rectificación para afrontar con firmeza la resistencia contra la continuidad de la política de ajuste (quizá reforzada en el futuro por la derecha o por nuevos acontecimientos).

La capacidad transformadora y la credibilidad de los sindicatos están asentadas en una importante representatividad y la dura y persistente actividad de miles de sindicalistas en los centros de trabajo, y había sido reforzada durante el año 2010 por la acción sindical resistente contra los recortes sociolaborales. Tras la perplejidad producida por el abandono de la firmeza en la exigencia de rectificación de la política gubernamental y el negativo resultado, sustantivo y social, de este proceso negociador, va a ser costoso reconstruir y fortalecer la credibilidad social y la capacidad reivindicativa de los sindicatos. Pero, la conclusión debería ser profundizar la activación del sindicalismo, de sus bases sociales, reorientar las estrategias sindicales para ampliar la participación y la firmeza de la población trabajadora frente a la continuidad de la política de ajustes y recortes antisociales, ampliar sus lazos con los sectores indignados y movilizarse por el cambio social progresista.

Existe un interés común en la izquierda, el tejido asociativo y los sindicatos: es necesario el incremento de la capacidad transformadora y contractual del conjunto del sindicalismo, junto con la neutralización de los intentos de sectores empresariales, económicos e institucionales de dejar a los sindicatos en la irrelevancia y reducir las garantías de la regulación colectiva de las condiciones de trabajo. A pesar de que se conjuran los proyectos maximalistas de la desregulación general de las condiciones laborales, la arbitrariedad patronal y la marginación total de los sindicatos (aunque sectores del poder económico e institucional sigan intentándolo y el nuevo estatus sea frágil), esta reforma va en esa dirección: ofrece mayor poder a los empresarios, consolida una negociación colectiva débil, reduce garantías laborales y disminuye la capacidad reivindicativa y contractual de los sindicatos. Dificulta la defensa de los intereses de las clases trabajadoras y el fortalecimiento que el sindicalismo necesita para ampliar su capacidad de influencia, su dinámica transformadora y su dimensión representativa. Dada la situación socioeconómica junto con las políticas laborales dominantes y su gestión institucional, de tipo liberal-conservador, es preciso una negociación colectiva fuerte y un sindicalismo potente que apueste por una salida social y progresista a la crisis.

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(1) Una versión resumida se publica en Página Abierta nº 215, julio-agosto de 2011.

(2) Un análisis sobre las características de esa aproximación se recoge en el artículo La reforma de la negociación colectiva. Reequilibrios en las relaciones laborales en www.pensamientocritico.org, mayo de 2011.

(3) La norma explica: “La regulación de las condiciones establecidas en un convenio de empresa tendrá prioridad aplicativa respecto del convenio sectorial estatal, autonómico o de ámbito inferior”.

(4) El texto dice: “Se podrá inaplicar el régimen salarial previsto en los convenios colectivos de ámbito superior a la empresa, cuando ésta tenga una disminución persistente de su nivel de ingresos o su situación y perspectivas económicas pudieran verse afectadas negativamente como consecuencia de tal aplicación, afectando a las posibilidades de mantenimiento del empleo en la misma”.

(5) El texto dictamina: “En defecto de pacto específico sobre el carácter obligatorio o voluntario del sometimiento al procedimiento arbitral, se entenderá que el arbitraje tiene carácter obligatorio”.

 

Antonio Antón es Profesor Honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.