Antonio Duplá
¿Vuelve el cine de romanos?
(Hika, 173zka, 2006eko urtarrilla)

¿ROMA AETERNA? Desde luego todos los caminos no llevan ya a Roma, pero en los últimos años se ha vuelto a hablar de Roma con cierta frecuencia. Por un lado, los avatares de la política, la geoestrategia y las relaciones internacionales han puesto de moda las comparaciones entre la naturaleza de los actuales EE.UU. y la antigua Roma, entre el belicismo norteamericano de Bush y sus pretensiones de actuar como gendarme planetario y el imperialismo romano de la Antigüedad.
Pero en estos tiempos recientes hay otro terreno menos especializado y más popular en el que también se habla de Roma. Me refiero a la aparente renovación, en la cultura de masas, del interés por el mundo antiguo, de la mano del cine y la novela histórica.
Después de más de treinta años sin una superproducción digna de ese nombre en el género, el siglo XXI ha comenzado con una revitalización del cine de romanos, el también llamado peplum (por una prenda de vestir griega habitual en el género). En 2000 se produjo un auténtico aldabonazo con Gladiator, de Ridley Scout; siguieron en 2004 Troya, de Wolfgang Pedersen, y Alejandro, de Oliver Stone; y se anuncia un Aníbal para este año. Todo ello sin olvidar La Pasión de Cristo de Mel Gibson y un par de películas de Astérix y Obelix. Además, ahora mismo, se vende por fascículos una colección (Héroes mitológicos) con una selección notable de películas del género, y el pasado diciembre se estrenaba en la cadena Quatro una serie, titulada Roma, muy cuidadosa en la reconstrucción histórica de los últimos momentos de la República, con César como eje de la acción.
Para quienes han vivido el franquismo e, incluso, algo más tarde, las películas de romanos nos harán recordar aquellas oscuras Semanas Santas, un tanto siniestras, en las que se repetían en TVE una serie de películas del género, profundamente conservadores en general y, la mayoría, con un pesado trasfondo de adoctrinamiento ideológico. Me refiero a Quo vadis?, Rey de Reyes, Los Diez Mandamientos, La Biblia, Barrabás y otras similares, películas casi todas muy piadosas y también muy largas. Es cierto que el género, hablando en general, no deja de tener cierto sabor de serie B, con bajos presupuestos, actores venidos a menos y mucho cartón piedra; pero también es verdad que ha producido algunas películas notables y que, en un momento dado, constituyó uno de los filones más fértiles de Hollywood. Por otra parte, ¿quién no se ha puesto en tensión con la carrera de cuádrigas de Ben-Hur, auténtico alarde técnico para la época, o quién no se ha emocionado con las arengas emancipatorias de Espartaco (totalmente anacrónicas, por otra parte)?

DE NERÓN A MÁXIMUS. Es interesante recordar que el género nace con el propio cine, pues se inicia con un título tan programático como Nerón probando venenos con sus esclavos, ya en 1896. Desde un primer momento se configuran una serie de ciclos alrededor de determinados personajes o episodios con gancho popular (Los últimos días de Pompeya, cristianos, Ben-Hur, Cleopatra, etc.). Participan importantes directores, actores y actrices y técnicos, y se hace patente su doble dimensión de entretenimiento e ideológica, sobre todo en el terreno del adoctrinamiento religioso. Un especialista ha dicho que el objetivo de los primeros filmes históricos era enseñar religión, de ahí la importancia del peplum y de la exaltación del cristianismo primitivo. Este aspecto, como se repetirá más tarde, es en gran medida deudor de las novelas históricas del siglo XIX que sirven de guión básico de muchas películas, como ha estudiado de forma espléndida Carlos García Gual.
Una segunda época de esplendor del género serán las décadas posteriores a la II Guerra Mundial. En los años 50 y 60 se realizan en Italia más de 150 títulos, dando lugar a una auténtica producción en cadena, donde se repiten directores, intérpretes y héroes. Los temas son fundamentalmente mitológicos y sobre la historia de Roma. Dos héroes protagonistas, el griego Hércules y su par Maciste, autóctono romano, se repiten, y las más de cuarenta películas que protagoniza cada uno los hacen comparables a otros héroes del cine como Tarzán o Supermán. No hay pretensiones de rigor en estas películas, sino de entretenimiento, y la fórmula tiene auténtico éxito popular. Mientras la crítica y los cinéfilos más o menos exigentes desprecian estas obras, también se ha dicho desde Cahiers du cinéma que este peplum «es una forma de arte popular del que sólo encontramos un equivalente en el western del cine norteamericano».
En paralelo a esta producción fundamentalmente italiana se desarrolla lo que se podría definir como el esplendor de Hollywood: las grandes superproducciones con notoria propaganda ideológica. En todo caso hay que señalar que el cine de romanos está presente en Hollywood desde sus primeros años, de la mano de pioneros como Griffith, autor de la magnífica Intolerancia (1916), que incluye sendos episodios sobre Babilonia y el nacimiento de Cristo. La marca peculiar de Hollywood se reflejaría posteriormente en la dimensión de las películas, auténticas superproducciones con ingentes medios materiales y humanos y derroche de cartón piedra, y en un subgénero particular, el bíblico, con frecuencia ligado a otro subgénero paralelo, el de los cristianos. Como contrapunto, no hay que olvidar que también se realizan allí algunas de las obras con una más cuidada reconstrucción histórica y de más calado político del género. Me refiero, por ejemplo, a Julio César (Mankiewicz, 1953) Espartaco (Kubrick, 1960), Cleopatra (Mankiewicz, 1963) o La caída del Imperio Romano (Mann, 1964).
De esta última película, en realidad del fracaso comercial de ambas (Cleopatra y La caída...) se ha comentado, aludiendo a su título, que significó la caída del peplum como género, que entra en una fase de crisis y dispersión. Surgen entonces nuevas obras, en general de forma más aislada y con mayor carga personal, al margen de las convenciones establecidas. Por mencionar algunas, podemos recordar desde El Evangelio según San Mateo (Pasolini, 1964), hasta Satyricon de Fellini (1969), Calígula (Tinto Brass, 1973), La última tentación de Cristo (Martin Scorsese, 1988) o Nefertiti, la hija del sol, con Ben Gazzara (1993). También nos hemos podido reír con Golfus de Roma (Richard Lester, 1966) y La vida de Brian (Monty Pitón, 1979).
Pero el género como tal se resquebraja y pierde protagonismo sociológico. Intervienen diversos factores, desde los costos desorbitados de las superproducciones tradicionales, la imposibilidad del adoctrinamiento ideológico-religioso anterior o la competencia de nuevas series (sagas espaciales, artes marciales, etc.) en el imaginario popular. Así, hasta el éxito un tanto inesperado de Gladiator, con el nuevo héroe Máximus-Rusell Crowe, que apunta algunas de las claves de una aparente recuperación.

REVIVAL. ¿Cabe la posibilidad de que reviva un género fundamentalmente de aventuras, caracterizado por su espectacularidad y colosalismo, con notables dosis de violencia y sangre, de permanente contexto bélico, ambientado en unos tiempos muy lejanos y ya casi exóticos y fuertemente maniqueo en sus planteamientos y personajes? ¿Un género que ha acuñado malvados de primera fila, siempre tiranos, como Nerón o Cómodo, conquistadores gloriosos como Alejandro o César, mujeres fuertes y exóticas como Cleopatra o héroes imperecederos como Espartaco, puede ofrecer hoy algún atractivo?
¿Por qué no? El citado abanico de elementos característicos del género puede encajar bien en un mundo igualmente maniqueo, donde se sigue justificando la guerra y se mantienen los conceptos de civilizados y bárbaros (aunque éstos ahora sean otros), donde se prima el protagonismo individual y, al mismo tiempo que se rechaza la tiranía, se reivindican una nebulosa soberanía popular y una difuminada democracia. Probablemente ya no puedan ser tan populares como antes los subgéneros de mártires y cristianos a los leones, pero la combinación acción-espectáculo-violencia-tesis simple mantiene su vigencia y la fórmula podría funcionar. Por otro lado, los nuevos recursos digitales pueden reducir considerablemente los costes materiales y humanos de estas producciones.
Gladiator puede ser un compendio de todo lo dicho. La película es trepidante y espectacular, la violencia es omnipresente, el héroe es inmaculado y la intriga política simple. El discurso histórico-político es claro: frente a la inaceptable tiranía del emperador Cómodo, volver a la democracia de la república, con el senado como representante de la soberanía popular. Desde el punto de vista estrictamente histórico, nada tiene pies ni cabeza; es inconcebible ese republicanismo a fines del siglo II en Roma y ni siquiera son verosímiles esos combates colectivos de gladiadores, por no hablar de ese general, Máximo, tan preocupado afectivamente por su familia y su hacienda. La asesora histórica, Kathleen Coleman, profesora de Harvard, disconforme con el resultado final, pidió no aparecer en los créditos. Todo es anacrónico, pero no importa. Al fin y al cabo, todo el género ha sido casi siempre anacrónico.
Se ha dicho que Gladiator se adapta perfectamente a la audiencia norteamericana y a los valores hoy dominantes en aquella sociedad, desde el individualismo, el uso de la fuerza y la familia, hasta los juegos-deportes colectivos violentos o el combate contra el tirano en aras de una libertad nunca bien definida. Podríamos añadir que la película destila un mensaje de profunda desconfianza en la política, al menos en el establishment político, y que, para rematar todo, el héroe muere para disfrutar con su familia ¡en el otro mundo! El círculo se cierra y resulta un producto venenoso perfectamente adecuado para este comienzo del siglo XXI, envuelto en brillantez técnica y actores y actrices absolutamente convincentes, de Rusell Crowe a Joaquin Phoenix, Connie Nielsen, Oliver Reed o Richard Harris.
No sé muy bien qué papel podría jugar este cine de romanos actual, pero no creo que se consolide como un género específico, con el eco social que llegó a tener en otras épocas. Eso sí, siempre puede haber películas de aventuras, de guerra y también puede aparecer de vez en cuando una magnífica película de tesis, al estilo del Julio César de Mankiewicz, puro Shakespeare filmado. Pero como se está mostrando, el repertorio cinematográficamente más atractivo que ofrece el mundo antiguo es el de los grandes héroes y conquistadores, convencidos de su misión histórica y forzosamente sin demasiados escrúpulos por invenciones muy posteriores como derechos humanos o convenciones de Ginebra. Eso no cuadra demasiado bien con un mundo que en teoría dice rechazar la guerra y en el que el cine bélico es con frecuencia un alegato, más o menos explícito, contra la guerra.
Reconozco que la primera vez que ví Gladiator me entretuvo y hasta cierto punto me deslumbró; pero cuando he tenido que verla más veces, me ha cansado el derroche de violencia y sangre. Alejandro me aburrió, por larga y pretenciosa; y me quedo con Troya, que funciona mejor como espectáculo-entretenimiento, con un magnífico campamento aqueo en la playa, con un espléndido e inaguantable Agamenón, e incluso con Brad Pitt. Dejo aparte La Pasión... de Mel Gibson (escatología gore, ha dicho bien un crítico). Veremos que sucede con ese Aníbal por estrenar.
Un aspecto positivo al que ha contribuido el cine de romanos es a presentar una nueva visión del mundo antiguo, muy alejada del modelo ahistórico del clasicismo occidental imperante desde el Renacimiento. Frente a personajes, etapas y realizaciones de Grecia y Roma tomadas como modélicas y creadoras de cánones políticos, estéticos o intelectuales, con demasiada frecuencia aisladas de su contexto histórico, surge en las pantallas otro mundo antiguo, menos brillante y pulido, más sangriento y brutal, que también existió. Entre una visión y otra, quizá podamos encontrar la realidad histórica.


NOTA. Quien tenga más interés en el tema, puede acudir a A. Duplá y A. Iriarte, El cine y el mundo antiguo, UPV-EHU, 1990; R. de España, El peplum. La Antigüedad en el cine, Barcelona, 1997 y también “El mundo antiguo según Hollywood”, Clío, enero 2003; A. Prieto, La Antigüedad filmada, Madrid, 2004; J. Solomon, Peplum: el mundo antiguo en el cine, Madrid, 2002; J. Uroz, Historia y cine, Alicante, 1999; Winkler, M, (ed.), Gladiator: Film and History, Malden MA, 2005; www.pcb.ub.es/filmhistoria.