Antonio Duplá

Sobre humanismo ético y cuestiones afines

(Hika, nº 132, abril de 2002)

 

En la pasada Asamblea Nacional de Zutik, en octubre del 2000 en Leioa fue aprobada una ponencia sobre Identidad. En dicha ponencia, entre una serie de rasgos concretos que contribuían a definir la personalidad del colectivo, se citaba el humanismo ético. Cito textualmente el párrafo en cuestión: «un humanismo ético que subraya la dignidad del ser humano por encima de prejuicios de cualquier tipo, que asume una lectura amplia de los derechos humanos, entendidos de modo indivisible en el plano político, social, económico, medioambiental o cultural, que cuestiona aquellos medios políticos contradictorios con estos presupuestos y que explora las virtudes de una cultura política no violenta».

El texto en su conjunto se proponía como un documento de trabajo, necesariamente abierto al debate, a la reflexión y a su enriquecimiento posterior. Las líneas que siguen pretenden recoger esa idea y aportar alguna reflexión personal sobre un tema importante sobre el que no se discute demasiado. Reconozco mis limitados conocimientos sobre estas cuestiones y, como coautor de aquella ponencia, asumo que el texto citado es lo suficientemente general como para no plantear, en su literalidad, problemas a nadie, o casi nadie, de nuestro entorno.

Pero, precisamente, la realidad de este país, vívida, en mi caso, con una creciente mezcla de frustración, amargura, hastío e impotencia, creo que empuja a sacar más punta al texto y a plantear algunos problemas concretos. Por otra parte, se insiste con frecuencia en la necesidad de avanzar en la definición, política, pero también ética, de una nueva izquierda crítica y radical en este país. El debate, por lo tanto, es obligado.

 LA ÉTICA Y LA IZQUIERDA. En principio, hay que reconocer nuestra falta de costumbre de discutir sobre estas cuestiones. En no pocas ocasiones, tras criticar tal o cual actuación, en particular de ETA, por criterios políticos, se suele añadir la coletilla «por no hablar de la ética».

Y, en efecto, generalmente no se habla. La dificultad no aparece sólo aquí y ahora. Es un problema más general de nuestra tradición política. En realidad, es posible retrotraerse a mucho más atrás, a una deficiencia histórica. Cabe, incluso, remitirse a un pensamiento marxista, quizá sobre todo desde la Segunda Internacional, que renunciaba a la reflexión ética en beneficio de un análisis centrado en los aspectos estructurales. Esto es, se venía a decir que una vez superado el capitalismo, los elementos materiales objetivos de la nueva sociedad permitirían desarrollar una fraternidad universal derivada de la bondad intrínseca de la condición humana, liberada del yugo alienante del capital y el trabajo explotador. Cambiado el sistema, cambiarían las personas y las relaciones entre ellas. Un tanto caricaturizado, éste ha sido el bagaje ideológico básico de nuestra tradición al respecto.

Es probable que eso sea verdad, aunque está todavía por demostrar; pero, desde luego, no es toda la verdad. Como es lógico, el tiempo y las nuevas preocupaciones e imperativos de la realidad han matizado ese cuadro, pero las insuficiencias, nuestras insuficiencias, creo que son hoy día evidentes. Todavía hay cierta incomodidad, cierto recelo a hablar de estos temas, de ética, de derechos humanos, de la necesidad de establecer códigos de comportamiento colectivo, ciertas reglas de juego mínimas que obliguen a todos y todas. Pareciera que estos planteamientos nos hicieran perder radicalidad, que fueran patrimonio de la derecha, que nos hicieran demasiado institucionalistas. Como si la búsqueda de mínimos de convivencia en nuestra comunidad ciudadana, en nuestra polis, nos acercara en exceso a nuestros adversarios, como si el establecimiento de un código cívico compartido negara el conflicto o la lucha de clases.

Por mi parte, pienso que en una situación como la actual, de redefinición de la izquierda, del marxismo, posiblemente de un nuevo momento fundacional del nacionalismo, como se afirma en otro de los textos de la Asamblea Nacional de Zutik, éste es un tema fundamental. Sin embargo, en el ámbito de la izquierda radical, en nuestro ámbito, no digamos ya en el de la izquierda abertzale ligada al MLNV, no suele aparecer a la hora de preparar programas u organizar seminarios y debates. Al menos, todavía no, salvo en alguna iniciativa propia de Batzarre.

ÉTICA Y VIOLENCIA. Una característica específica de este debate en Euskadi es que no se trata de un problema teórico, o no sólo, sino de un problema práctico, real, cotidiano. Y no me refiero a la cuestión de la utilización del argumento ético por parte del PP y sus corifeos, por ejemplo, como recurso unilateral para, exclusivamente, denunciar la violencia de ETA y desviar la atención de otros problemas políticos y sociales de nuestro país (sobre eso ya escribía Bikila en hika nº 117-118). Tampoco me refiero al hecho de que en un momento dado, creo que lo ha dicho Frederic Jameson, se pueda abusar del recurso a la ética para rehuir los análisis políticos complejos de un problema realmente difícil. Quiero referirme, en concreto en este artículo, a los interrogantes y dilemas éticos que se nos plantean ante la existencia casi cotidiana de acciones moralmente reprobables, realizadas, además, en nombre de la izquierda, de la libertad y la emancipación de Euskal Herria.

Es evidente que el análisis de la violencia de ETA requiere un trabajo serio y reposado de cierto tiempo, que afecta a nuestra propia historia. Y desde el punto de vista ético, no ya en el terreno de la eficacia o justificación política, surgen numerosos dilemas: ¿hubo una ETA buena y hay ahora una ETA mala?; ¿cuándo cambia?; ¿por qué?; ¿Melitón y Carrero sí, y desde cuándo no? Está claro que la violencia como problema político no se puede valorar en abstracto. No es lo mismo Europa occidental o Euskadi, que Guatemala o Palestina. No es igual el franquismo que un sistema democrático, aunque sea de bastante baja calidad.

¿Implica eso cierto grado de relativismo moral en la valoración de la violencia? No lo sé, pero en cualquier caso se trata de un problema muy complejo, que no se puede abordar en términos simples. No se puede decir, por ejemplo, que «a mi no me importaría que se cargaran a Pinochet o, ahora, a Sharon», sin asumir todo lo que ello implica. La simpleza no suele ser buena consejera. El balance, por tanto, es inexcusable y urgente.

Mientras tanto, la situación, aquí y ahora, se corrompe. Creo que hay algo de razón cuando se dice que asistimos a un proceso de degradación moral en Euskadi. No es por el supuesto carácter abyecto de una mayoría ciudadana en este país, o por el presunto declive moral de nuestra juventud, o por la actuación abiertamente oportunista de toda nuestra clase política. Se trataría más bien de las consecuencias de la aceptación, hasta cierto punto como algo más o menos normalizado e integrado en el paisaje, de la muerte, las amenazas, la intimidación, las escoltas, etc. Tiene esto como triste correlato la indiferencia o incredulidad de una mayoría social ante la tortura. Creo que vivimos en una sociedad enferma, una sociedad en la que hay realmente miedo. Sería interesante saber, sin exageraciones, pero sin mirar para otro lado, cuánta gente se va o querría irse, cuánta paga el impuesto revolucionario (es hora de cambiar el nombre, flaco favor le hace a la revolución), cuánta no discute o no comenta determinados temas.

Por hablar de mi campo, la Universidad, ¿el hecho de que una serie de colegas deba acudir a clase con escolta no sería razón suficiente para interrumpir las clases indefinidamente? ¿Qué diríamos si una ONG extranjera, o española, organizara aquí brigadas de acompañamiento de cargos públicos y personas amenazadas, como hemos visto en Guatemala y otros países? ¿Qué decir ante la increíble crisis municipal de Zumarraga, que ha dado lugar al gesto insólito de Elkarri, que le honra, de ofrecerse a completar determinadas listas electorales?

Lo que quiero destacar con todo ello es la dimensión absolutamente extraordinaria de la situación que vivimos, de la que no parecemos ser conscientes. Más todavía, un sector, minoritario, pero importante, lo entiende y justifica. Mientras tanto, éste es un país en el que se puede vivir muy bien, que no está en guerra, y en el que demasiada gente puede mirar hacia otro lado y hacer como si nada sucediera. Creo que el panorama es muy grave y que estamos cerca de un auténtico abismo moral.

 ÉTICA Y POLÍTICA. Ciertamente es difícil distinguir los dos planos, pues, en última instancia, la ética se realiza en una comunidad política y nuestros posicionamientos éticos siempre suelen estar mediatizados por consideraciones políticas. Por ejemplo, ¿cuánta gente no acude a las concentraciones convocadas tras los asesinatos de ETA por no hacerle el juego, supuestamente, al PP? Desde ese punto de vista, no envidio a los cargos institucionales de Zutik en Batasuna (menos todavía después del comunicado de ETA sobre el Aberri Eguna), pues cabría preguntarse, quizá, a quién le hacen el juego.

En todo caso, a la hora de analizar la situación actual de Euskadi, creo que hay un problema prepolítico, previo a la confrontación de alternativas políticas diferentes. Y es un problema ético, de consensuar reglas de juego, normas de convivencia y actuación política. Aquí y ahora, en este rincón de Europa occidental, no hay justificación alguna para matar por criterios políticos. No hay conflicto ni contencioso ni, desde luego, justificación histórica para ello.

La consecuencia es que no puede haber debate político normalizado mientras haya muertes y amedrentamiento. ¿Cabe pensar en un debate libre sobre la autodeterminación, cuando a una hipotética mesa redonda, la mitad de los ponentes, precisamente los más críticos con el tema, tuviera que acudir con sus escoltas? Indudablemente, algo fallaría si tuviera que ser así.

El problema es, por tanto, previo a la política. No hay igualdad en la confrontación de ideas y programas, cuando hay personas en peligro de muerte simplemente por participar de determinada militancia y sostener determinadas ideas. Los partidarios de un proyecto soberanista o independentista deben asumir que, mientras no se resuelva esta cuestión, tal proyecto no tiene ninguna perspectiva de futuro, ninguna posibilidad de llegar y convencer a auténticas mayorías de este país, no a mayorías más o menos retóricas.

DERECHOS HUMANOS EN EUSKADI. Los derechos humanos se pueden entender como la concreción, en la modernidad, de unos parámetros éticos más generales. Estos imperativos concretos de una ética civil tienen una dimensión histórica y se han ampliado en sentido social y colectivo desde la primera Declaración de 1948, por no remontarnos a las revoluciones americana y francesa de fines del siglo XVIII. Así, ahora se habla de derechos de primera, segunda e, incluso, tercera generación. Reconociendo la variedad cultural del planeta, que puede mediar en la aplicación de estos derechos, tienen pretensión de universalidad y de indivisibilidad, a partir de lo humano irreductible presente en toda la especie.

Volvemos a toparnos aquí con problemas concretos en nuestro país. ¿Cómo es posible reclamar el derecho de autodeterminación atentando contra el derecho a la vida? ¿No hay una clara unilateralidad cuando se denuncia la tortura, real y brutal, contra los míos, mientras se calla la tortura que otros infligen? ¿No tortura ETA cuando secuestra y mantiene recluido a alguien en un zulo durante meses o cuando obliga a alguien a vivir atemorizado, mirando cada día los bajos del coche? Se entienden el dolor y el sufrimiento de los familiares de los presos, inútil y cruelmente castigados por la dispersión, ¿pero no resulta difícil apoyar unas movilizaciones que sólo contemplan una cara de la realidad? ¿No falta entre las gentes vascas mucha más compasión, esto es, la capacidad de padecer con, de asumir el sufrimiento del otro, aunque esté muy distante de nosotros y nosotras política e ideológicamente. Y ése no es un problema estrictamente político, sino ético.

Para llegar a ese punto, no hay que confiar en una conversión instantánea, como la de Pablo de Tarso tras la caída del caballo. Hay mucho que revisar y contrastar, desde nociones como la guerra justa o la violencia como partera de la historia, tan caras tradicionalmente a la izquierda, la relación entre medios y fines o el valor de la vida misma, por citar tan sólo algunos puntos de distinto alcance y calado. La tarea es urgente y tiene una trascendencia particular aplicada a la juventud, pues es la garantía de construcción de una sociedad basada en valores nuevos, que superen la intransigencia, la unilateralidad y la crueldad actuales. Algunos datos al respecto no permiten excesivo optimismo, por cierto.

Entretanto, las gentes de Zutik estamos obligadas a buscar una vía autónoma y propia también en este terreno ético, claramente diferenciada de un sector mayoritario de la izquierda abertzale sin voluntad, capacidad o posibilidad de liberarse de la tutela armada. En ese camino estoy convencido de que podemos encontrar mucha más empatía y eco de lo que a primera vista pudiera parecer. En caso contrario, las perspectivas de esta sociedad no son nada halagüeñas y, como mucho, nos consolaremos en casa escuchando a Purcell, mientras nos embarga la tristeza crepuscular del lamento de Dido.

Releo lo escrito y veo muchos interrogantes, pocas respuestas y alguna certeza. Es lo que hay por ahora, al menos en mi caso.

 

 

 

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