Antonio Rivera

Echarlo a votos
(El Correo, 11 de febrero de 2006)

En condiciones normales, la utilidad política de un discurso radical es escasa. Son los moderados de cada campo los que, al tener un planteamiento con menos perfiles, pueden congregar mayor cantidad de partidarios. La política, de hecho, y en condiciones normales, se hace con los moderados de cada campo. Pero los radicales tienen la virtud de ser eso, radicales, de acudir a la raíz del argumento y, por lo menos en términos teóricos, mostrar meridianamente clara la naturaleza de los debates políticos o de otro género.

Leo en un confidencial electrónico la explicación que da un radical de derechas para negarse a firmar en pro del referéndum que proponen Mariano Rajoy y su popular partido. El argumento es irreprochable. Si de lo que se trata, dice, es de oponerse a que por mor de la voluble voluntad popular o de los intereses políticos se pueda cuestionar la que él -y Rajoy- creen condición esencial e intangible de España, nada peor que acudir a la exigencia de que el pueblo se exprese para sostener precisamente lo que ha de negarse. Según su criterio, echar a votos si España es una nación sería como votar acerca de si Dios existe, de si la gravedad sigue empujando hacia abajo las cosas o de cualquier otro asunto con realidad «al margen de la voluntad de las personas».

Tradicionalmente se ha destacado la naturaleza esencialista de los nacionalismos. Un buen nacionalista cree que la nación existe incluso al margen de la voluntad de sus nacionales -aunque en la dinámica política asigne a éstos la función de revivirla-, que son las voces ancestrales las que marcan el devenir de las personas a este respecto. De este modo, si el nacional se comporta con arreglo a lo que la nación le pide -y que interpreta un político al uso, travestido de sumo sacerdote de la cosa-, será un patriota; si no es así, será un traidor, si es originario del lugar, o un 'residente', si no lo es. Ese esencialismo, llamado habitualmente 'historicismo' -un término esquivo y complejo-, conducía a que el nacionalista no tuviera casi ni que dar cuenta de sus argumentos: bastaba con hacerlos explícitos y que la voluntad irrefrenable de la nación se expresara. Por eso hay gente que hasta ahora ha matado sin encomendarse a la voluble voluntad popular de su propio pueblo. La nación, suponen, está por encima de las cosas, y los derechos del pueblo por encima de los del individuo.

Pero de un tiempo acá, los anteriores historicistas que fiaban todo al supuesto peso de la Historia vienen reivindicando la voluntad popular, la manifestación de una determinada mayoría, por exigua que sea, como legitimidad de su anhelo. Han pasado de una deificación de la Historia a otra que sublima la voluntad popular. El 'derecho a decidir', llamado en la historia reciente de diversas maneras, fue antaño gasolina para la coyuntura política y se presenta ahora como marchamo de legitimidad democrática. ¿Quién se puede oponer a lo que diga el pueblo? Perogrullo era otro radical.

Tradicionalmente, o mejor, académicamente, se distinguió el nacionalismo apoyado en la intangibilidad de la historia, en la esencia de la nación, el nacionalismo esencialista, del nacionalismo cívico, soportado sobre la voluntad casi cotidiana de los individuos. El modelo alemán frente al francés, por simplificar. Académicamente casi nadie simplifica tanto, porque se ha demostrado que no funcionan ya ni como estereotipos instrumentales. El nacionalismo romántico e historicista acaba concediendo un papel activo y protagonista a los individuos nacionales que sacan adelante su idea de nación, y el nacionalismo civilista no es un sesudo consciente sino que también crea y recrea los mismos mitos y falsedades nacionales, soportadas, eso sí, en la mayoría nacional. En la práctica, los extremos se tocan.
Y algo parecido pasa en la política diaria. Rajoy e Ibarretxe coinciden tácticamente cuando piensan que la voluntad popular les puede ser favorable en ese momento. Se hacen los dos 'autodeterministas' para la ocasión, aunque crean que sus respectivas patrias son intocables e indiscutibles. Pero la voluntad popular por sí sola no puede hacer desaparecer, por ejemplo, continuidades históricas a tener en cuenta, pasados en común, más queridos que odiados, por mucho que ahora se falsifiquen. La Historia no puede pasar de ser un tótem a desaparecer del escenario. Siempre tendrá un valor relativo, subordinado a la voluntad de los ciudadanos que en ese momento pisan ese territorio, pero valor al fin y al cabo. Y como la Historia se pueden citar otras cosas que están ahí: el derecho, la comunidad de lengua, las relaciones familiares y personales desarrolladas en determinados espacios, las relaciones económicas y comerciales, y un largo etcétera.

Por razones diferentes, a veces, y por otras coincidentes, los radicales de izquierda y derecha, los anarquistas o los ultrarreaccionarios, han coincidido históricamente en una cierta distancia ante el procedimiento democrático. La mayoría del pueblo en un momento dado no tiene por qué tener la razón: sólo tiene la mayoría. Sin embargo, en democracia, con eso, de entrada, vale. Lo que no quita para que con eso mismo se le pueda hacer un roto a la misma Historia, a la nación, a la convivencia ordinaria y tradicional de las gentes, y al propio sentido común. Recuerden la letra de aquella canción que decía: «La asamblea de majaras se ha reunido y ha decidido: ¿Mañana sol y buen tiempo!».

Por fortuna, la política y los políticos están para mediar de manera gris y vergonzante entre tan rotundas columnas: la Historia y la Voluntad del Pueblo (así, con muchas mayúsculas).