Antonio Rivera

Las dificultades de ser español (y de izquierdas)
(Hika, 178-179zka 2006eko ekaina/uztaila)

             El pasado 4 de mayo intervinieron los profesores Sisinio Pérez Garzón y Santos Juliá, de la UNED y la Universidad de Castilla-La Mancha respectivamente, en la cuarta sesión de las Jornadas organizadas por Aldaketa - Cambio por Euskadi sobre Historia e identidades nacionales. Terciaban sobre «El uso político de la historia en el nacionalismo español» y concluyeron coincidiendo en la naturaleza histórica de la dificultad que ha tenido el país liberal, republicano y de izquierdas para sentirse español, teniendo en cuenta cuál fue la semántica más potente y perdurable que se adhirió a esa condición nacional. Lo que sigue es un resumen de la sesión a cargo de Antonio Rivera, profesor de la UPV/EHU y moderador del acto.
            Sisinio Pérez Garzón, catedrático en la Universidad de Castilla La Mancha, partió del carácter histórico – es decir, temporal - de conceptos como los de Estado, Nación, identidad y frontera. Además, recordaba que en España hay cuatro nacionalismos diferentes, pero entre ellos existe una asimetría originaria: que el nacionalismo español es el que ha monopolizado el Estado y se ha identificado con éste de tal modo que se quiere negar como tal nacionalismo para presentarse como proyecto integrador.
            Su tesis de partida es que no existen diferentes tipos de naciones, sino diversos modos de argumentar la nación, en tanto que todo nacionalismo es performativo. El nacionalismo español ha convertido el territorio del Estado en un tabú y en un argumento para la identidad de España. Esto ocurre, entre otras razones, por ser un nacionalismo creado en dialéctica con el Estado representativo impulsado por los liberales. España como Estado-nación tiene su partida de nacimiento en las Cortes de Cádiz y su devenir, desde entonces, es un proceso lo suficientemente complejo y debatido, como para llevar al interviniente a centrarse exclusivamente en las cuestiones referidas al papel desempeñado por los historiadores en la creación y difusión del discurso nacionalizador español.
            En efecto, la nación se justifica desde la historia, pero el pasado está formado por innumerables acontecimientos y el historiador es quien elige y selecciona de tal modo que establece el discurso posible, e incluso necesario, de la nación. El historiador ordena el relato para dar sentido a la construcción de cada nación. Alcalá Galiano afirmaba en 1839 que el objetivo de los liberales españoles seguía siendo el de “hacer de la nación española una nación, que ni lo es ni lo ha sido hasta ahora”. Por eso, no bastaba con crear un mercado nacional ni con nacionalizar la riqueza, como se hizo con las desamortizaciones. También era imprescindible desplegar un nuevo imaginario, el de la nación española, para que los ciudadanos del Estado liberal se sintieran miembros solidarios de esa nueva Patria, tan orgullosos de sus costumbres y hazañas pasadas como implicados en el futuro de progreso que prometía el liberalismo.
            Ésa es una tarea que cumplen decididamente los escritores públicos de las décadas centrales del siglo XIX. A su cabeza figura Modesto Lafuente, artífice del paradigma de historia nacional española. Así, la historia, al igual que ocurre en toda Europa, se articula como ciencia a partir de la erudición y con fines nacionalizadores. Se constituye, en consecuencia, con tres características: es tanto un saber social, como una disciplina estatal y también una escuela de patriotas. El sujeto del proceso histórico ya no son los reyes. No es una historia ad usum delphini, para que el monarca se informe de la trayectoria anterior de sus súbditos.Cambia el sujeto, que ahora es la nación, España, que se relata como un concepto y realidad existente desde tiempos inmemoriales, desde Indíbil y Mandonio a Daoiz y Velarde. Además, el protagonista de los acontecimientos pasa a ser el pueblo y sus características de individualismo, amor a las libertades, catolicismo, apasionamiento y otra serie de rasgos que desde entonces se han aplicado al modo de ser español.
            En el siglo XX es Menéndez Pidal quien retoma esa construcción histórica nacionalista española, siendo pronto cuestionado desde una concepción federal y progresista por el prehistoriador Pere Bosch Gimpera, como decenios antes había hecho Pachot i Ferrer, reivindicando la confederación de los iberos contra Roma frente a la identidad nacional española, vinculada a la monarquía y a la religión, que habían levantado historiadores y publicistas conservadores.
            Siguiendo en el tiempo esta reflexión, y centrándose en la pasada centuria, el profesor Santos Juliá, Premio Nacional de Historia en 2005 por su libro Historia de las dos Españas, partió de la dificultad que tuvo su generación, nacida inmediatamente tras la guerra, para hablar de nación española. La palabra España se obvió del diccionario de uso, acudiéndose, como se hace todavía hoy en algunos ámbitos sociales y políticos, a denominaciones pretendidamente similares (Estado...). Ello, según Juliá, tuvo y tiene que ver con una historia de ausencia de iconos comunes en España. Así, este país no tiene ni una bandera, ni un himno, ni una celebración nacional en torno a los cuales se puedan congregar todos sus ciudadanos, en tanto que sólo representan una manera parcial de ver la nación.
            En el siglo XIX y en la primera mitad del XX, el Estado español se inhibió en la tarea de creación de una historia nacional. Los casos de Lafuente y Menéndez Pidal son ilustrativos: publicaron sus historias canónicas en editoriales e iniciativas privadas. En los años de la transición a la democracia, el Estado español repitió ese esquema, de manera que fueron entidades territoriales regionales y locales las que en exclusiva se ocuparon de ello, dando lugar a una nueva visión de la historia de España construida desde su parcelación. De entonces viene la idea de la España plural, en abierta contradicción con la España una que se había sufrido durante la dictadura franquista.
            En realidad, la escisión del país viene definitivamente de la guerra civil. En ella se niega la calidad de españoles al bando contrario, y ambos contendientes se acusan respectivamente de traición o de disponerse al servicio de potencias extranjeras. Indalecio Prieto habló ya el 8 de agosto de 1936 de guerra fratricida y de enemigo compatriota, siendo refutado desde todos los ámbitos de la izquierda (socialista, poumista y anarquista) en el sentido de que los enemigos “no son hermanos nuestros”. Otro tanto ocurrió en el bando sublevado. En el mismo mes de agosto se emite la pastoral de Pla i Deniel denominando la guerra como Cruzada, y no como guerra civil. Y una Cruzada, aclaró Juliá, es una guerra contra un infiel no nacional, enemigo de la nación cristiana. En el mismo momento en que se barrunta la posibilidad de una negociación de paz, el obispo Gomá aclara al representante del Vaticano que la guerra sólo puede terminar con el triunfo de una de las partes. Así fue, y la dictadura posterior se llevó por delante también una tradición españolista construida por liberales, republicanos e izquierdistas en los decenios anteriores, así como, en correspondencia, toda idea de nación cívica, sustituida por una fórmula de nación religiosa, el nacionalcatolicismo, la característica ideológica más sólida del franquismo. Todavía más, Franco trató de borrar de la memoria el siglo XIX, por liberal, y luego el XVIII, por ilustrado, y hasta el XVII, porque entendía que desde tan lejos venía la decadencia española.
            Entonces, el régimen nacionalcatólico reinventa el pasado histórico español. En ese punto, la izquierda y la España liberal no se reconoce en esa imagen de país ni en esa historia, en tanto que ella misma ha sido descalificada durante años como la antiEspaña. Frente a esa situación se rebeló la opinión liberal y progresista española en el momento de la transición a la democracia, contra una nación que no podía ser la suya. Pero en paralelo, tampoco se asumió el relato de los vencidos, porque era el espejo del de los vencedores. Cuando se supo y asumió que liberales e izquierdistas derrotados también eran españoles, la posibilidad de recuperar el relato en términos nacionalistas españoles avanzados se había agotado. La necesidad y la disposición a construir y abrazar una historia nacional española a partir de la mirada de la izquierda se manifestó agotada. Recusar el carácter nacional era la manera de quitarnos la cosa de encima. En ese punto, Santos Juliá planteó que no existe una situación de desmemoria en la transición, como tanto se afirma, sino, todo lo contrario, de saturación de la memoria, lo que explica que no se rompiera adecuadamente con el pasado. A partir de ahí se repensó la historia de España, pero mayoritariamente de manera profesional y racional, sin sentido nacionalista teleológico. En contradicción, esta intención nacionalista quedó en exclusiva para las historias regionales denominadas nacionales (catalana, vasca, gallega...), de manera que el esencialismo es atributo en estos momentos más de esas construcciones intelectuales (de publicistas, más que de historiadores) que de una historia española desprovista de tales pretensiones. Se produce una situación tal en la que buena parte de esa izquierda española no ha sentido la necesidad de reconstruir una identidad españolista desde su mirada de progreso, sino que ha preferido abrazar valores que como la democracia, la libertad o la justicia entiende harto superiores a los de orden nacional, cualquiera que sea la nación.