Carlos Vaquero
Menores que cometen delitos.
Víctimas, castigos y responsabilidades

Página Abierta, 207,  marzo-abril de 2010.

            En una de las charlas que tuvieron lugar en las  Jornadas de Pensamiento Crítico, en diciembre pasado, Carlos Vaquero habló sobre “Menores que cometen delitos. Miedos, castigos, responsabilidades”. Publicamos aquí una de las partes de su intervención.

            Para delimitar a qué hacemos referencia con el término menores recurriremos a la definición que, en su artículo 1, se da en laConvención de los Derechos de los Niños(1): se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años de edad, salvo que, en virtud de la ley que le sea aplicable, haya alcanzado antes la mayoría de edad.

            Es evidente que las personas que elaboraron el articulado de la Convención eran conscientes de que tras el término “niño” se incluían realidades diversas y etapas evolutivas distintas. Bajo este paraguas abarcamos un periodo cronológico que va desde el nacimiento hasta los 17 años y que podemos dividir en pequeña infancia, infancia, adolescencia y juventud.

            Sin embargo, en la cabeza del legislador está la consideración de este periodo como clave para la conformación de ese futuro adulto en el que se convertirá el niño. La búsqueda de un buen desarrollo y la protección contra un mal desarrollo está en la base de la Convención.

            Así, para favorecer ese buen desarrollo, la Convención introduce, en primer lugar, un instrumento jurídico transversal a todo el articulado. Éste es el interés superior del niño (2), que se convierte en la unidad de medida más importante, aunque no la única, a tener en cuenta en todas las actuaciones concernientes a los menores. Según Jean Zermatten, con este instrumento se pretende «asegurar el bienestar del niño en el plano físico, psíquico y social. Crea una obligación de las instancias y organizaciones públicas o privadas de examinar si este criterio se está realizando en el momento en el que una decisión debe ser tomada con respecto a un niño y que representa una garantía para el niño de que su interés a largo plazo será tenido en cuenta». El bien del niño es un ideal que se debe alcanzar; y el interés superior del niño es un instrumento que permite evaluar si una determinada actuación avanza en esa dirección.

            También, los menores se convierten en sujetos titulares de derechos. Entre éstos voy a destacar el acceso a un nivel de vida adecuado que posibilite su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social. La responsabilidad directa de hacer efectivo ese derecho se deposita en los padres; sin embargo, el Estado se convierte en responsable subsidiario; tiene que garantizar que los padres puedan dar efectividad a ese derecho y brindar al niño la atención adecuada cuando no lo hagan sus padres u otras personas que tengan esa responsabilidad a su cargo.

            Creo que es necesario resaltar estos aspectos, pues un mal desarrollo del niño es una circunstancia condicionante, un factor de riesgo, que está presente en las trayectorias delictivas de los menores. También nos sirve para acotar la discusión sobre los niveles de responsabilidad en el desarrollo de las conductas delictivas.

            Pongamos como ejemplo el caso de un adolescente de catorce años que participó en un suceso particularmente grave a comienzo de este siglo. En la sentencia condenatoria su trayectoria es descrita de la siguiente manera: «Se trata de un menor... perteneciente a una familia de etnia gitana instalada en la marginalidad, en la que la intervención social ha presentado numerosas dificultades hasta el punto de ser imposible para la Comunidad ejercer la tutela. Se ha desarrollado en un ambiente carente de normas y referencias positivas, sus padres y familia extensa cuentan con historial delictivo, relacionándose desde temprana edad con jóvenes de conductas asociales. Desescolarizado desde el curso 2001-02, se encuentra en estado de analfabetismo funcional... Presenta construcciones rígidas de pensamiento, en las que la violencia y los hechos delictivos son valorados como atributos de poder y masculinidad».

Niveles de responsabilidad

           Apoyándonos en la biografía anterior podemos entrar a discutir sobre  responsabilidades. Vamos a utilizar dos acepciones: la primera es la capacidad existente en todo sujeto de reconocer y aceptar las consecuencias de un hecho realizado libremente; la segunda es el cargo o culpabilidad que resulta para alguien del posible yerro en cosa o conducta determinada.

            A partir de aquí podemos dar una primera respuesta: desde la primera acepción el responsable es el menor y como tal tiene que asumir las consecuencias de una conducta que él sabía que estaba mal y que ha realizado de una manera consciente. Podía haber elegido no hacerla, ya que no existía ningún trastorno mental que eliminara esa responsabilidad. Pero, desde la segunda, la respuesta ya no es tan clara. Para determinar el cargo (o culpabilidad) hay que ir más allá del menor como sujeto activo de esa conducta. Éste pasa a ser también una víctima de sus circunstancias y de un mal desarrollo. Y, en concreto, de una familia que no ha facilitado la buena crianza del menor; y también del Estado, ya que no ha cumplido con su papel de responsable subsidiario (o ha fracasado en él).

            En esta discusión sobre quién es responsable de los delitos, y acercándonos a una segunda respuesta, habría que aclarar el concepto de libre decisión. Se podría partir de que hay dos posturas extremas. En la primera, que se basa en la libre decisión, se percibe al menor como un actor racional, libre y dueño de su destino y sus actos. La segunda, en el determinismo, donde el sujeto está condicionado irresistiblemente por predisposiciones genéticas o circunstancias sociales y ambientales. Si nos situamos en el polo del determinismo, el menor pasa a ser una víctima de las circunstancias; si lo hacemos en el del actor libre, él es el único responsable de sus actos, pues decide libremente.

            No pretendo realizar una reflexión filosófica sobre el libre albedrío, sino situar esta discusión en el periodo cronológico que abarca el término “menor”. Desde este punto de vista, libre determinación y determinismo serían los extremos de un eje continuo en el que situaríamos al menor. Primero, según su edad. Así, si el término menor abarca desde el nacimiento hasta los 17 años, es evidente que la capacidad de libre determinación sería mayor cuanto más nos acerquemos a la parte cronológica final y la parte más dependiente de las circunstancias hacia el comienzo de la vida. Si pusiéramos un corte entre el nacimiento y los 12-14 años, etapa clave para el buen desarrollo del menor, veríamos que el peso de las influencias irresistibles del entorno es muy poderoso y el desarrollo, tanto cognitivo como de las competencias sociales, es pequeño. El desarrollo de estos aspectos es fundamental para las habilidades de solución de problemas (considerar las diversas opciones, valorar consecuencias, elegir) y para el autocontrol (pensar antes de actuar), la organización y la planificación de conductas, habilidades claves (junto a la formación y la información) para el libre albedrío.

            Mas, incluso si nos situamos en el periodo posterior a los 12-14 años, se puede afirmar: «Las investigaciones más recientes sobre el desarrollo cerebral ponen de manifiesto que los cerebros adolescentes todavía no han alcanzado la madurez, particularmente en los lóbulos frontales, regiones que controlan las funciones ejecutivas del cerebro, en particular la toma de decisiones. Esta región no alcanza la madurez hasta los primeros años de la veintena. Por tanto, es normal que los niños y los adolescentes no suelan pensar estratégicamente sus decisiones. A medida que los adolescentes maduran, desarrollan completamente sus habilidades para la resolución de problemas, están menos influidos por sus iguales, son menos impulsivos y tienen modos de pensamiento más complejos» (Roesch, 217-18).

            En cuanto al determinismo genético, hay que tener claro que no existen delincuentes innatos. Como otras conductas humanas, la delictiva se aprende en el proceso de socialización. Lo cual no significa que no pueda haber determinadas predisposiciones genéticas individuales que faciliten determinadas conductas que, en contextos específicos, supongan un riesgo efectivo para los menores. Por ejemplo, problemas neurológicos, disfunciones hormonales, impulsividad, hiperactividad…

            Manuel Tarín y José Javier Navarro, en su libro Adolescentes en riesgo, se refieren a esta discusión cuando afirman que no se puede considerar a los adolescentes que han cometido delitos como únicos culpables. Así, si se habla de culpas (o de cargos en la segunda acepción de responsabilidad) se tendrían que «repartir por infinidad de rincones». Aunque tampoco se puede desculpabilizar al menor infractor convirtiéndolo en la única víctima de la situación, ya que, por un lado, convirtiéndolo en víctima se le inhabilita para su libre desarrollo sociopersonal; y, por otro, él también «es responsable de la situación en la que se encuentra, y en sus manos se esconde parte de la solución para mejorar su situación y la de su entorno. Si la persona sitúa todas las dificultades en agentes externos, no asumirá responsabilidades ni considerará la necesidad de un cambio. Pero, además, tampoco es la única víctima, el adolescente puede llegar a hacer mucho daño a otras personas» (págs. 118-119).

            Es evidente que uno toma decisiones continuamente en su vida, pero en esa capacidad influyen muchos factores. Uno de los importantes es la biografía personal, conservada en nuestro cuerpo a través de la memoria verbal y emocional (3). En la investigación científica actual se hace referencia a los factores de riesgo que aumentan las probabilidades de cometer hechos delictivos. Estos factores, que pueden ser individuales, familiares y socioculturales, están presentes, de una manera interrelacionada, en la trayectoria vital, en la biografía, de las personas que cometen delitos. Así, hay factores estructurales y culturales (reparto del bienestar, legislación, familia de origen, vecindario, contextos comunitarios, presencia de armas...); familiares (relaciones padres-hijo, supervisión y límites, abusos y maltrato...); personales (temperamento, nivel de inteligencia, logros académicos, problema de conducta precoces...).

            Al mismo tiempo, también sabemos que no existe una relación directa, de causa y efecto, entre éstos y los comportamientos delictivos. De hecho, estos factores, en diferentes proporciones, están presentes en la vida de muchos menores, y, no obstante, sólo una parte comete actos delictivos. Y es así porque, al mismo tiempo que existen factores de riesgo, también hay factores protectores que disminuyen el riesgo delictivo. La mayoría de éstos son la imagen especular de los factores de riesgo (por ejemplo, impulsividad o autocontrol; falta de supervisión, límites y abuso o crianza equilibrada; vivir en un vecindario deteriorado o con buenas relaciones comunitarias y bajas tasas delictivas). Estos factores son los que explican que personas inmersas en situaciones de alto riesgo hayan podido superarlas y desarrollar una vida perfectamente sana y prosocial.
           
            Comprender ambos aspectos, el riesgo y la protección, es muy importante para una actuación efectiva en relación con la delincuencia. Por un lado, nos posibilita enfocar las políticas preventivas generales; por otro, nos indica aquellos aspectos concretos que han permitido resistir los impactos negativos, o pueden favorecer el abandono (desestimiento) de las conductas delictivas.

Superar la adversidad

            A las políticas preventivas haré referencia en el apartado final. Ahora me detendré brevemente en aquellos aspectos que permiten resistir los impactos adversos.

            En las últimas décadas se han consolidado las investigaciones sobre las formas en que el ser humano encaja, resiste y supera la adversidad. Dentro de éstas, y ligado al mundo de la psiquiatría y la psicología, se utiliza el concepto de resiliencia para denominar esa capacidad. Resiliencia viene del latín resiliere, que significa rebotar, y es un término importado de la Física que está relacionado con la flexibilidad, con la capacidad de un cuerpo de absorber una energía producida por un choque, deformarse, no romperse y volver a su forma original tras la presión.

            En relación con los menores, lo que nos interesa es explicar cómo determinados niños que han sufrido condiciones muy adversas han sido capaces de crecer con “normalidad”.

            En una primera etapa, las investigaciones sobre la resiliencia se centraron en la búsqueda de las características que tienen las personas que han superado la adversidad. Para Luis Rojas Marcos, éstas se pueden resumir en seis factores generales que forman parte de la personalidad de cada individuo. Éstos son: «La conexión afectiva con los demás, aunque sea con una persona»; ciertas funciones ejecutivas personales, «como la aptitud de regular emociones, identificar metas y programar los pasos para conseguirlas»; la localización del centro de control en uno mismo, así, «las personas que mantienen el sentido de autonomía y piensan que dominan razonablemente sus circunstancias o que el resultado está en sus manos, responden con mayor coraje, resisten mejor y se enfrentan más eficazmente a la adversidad que quienes sienten que no controlan los eventos que les afectan o que sus decisiones no cuentan y ponen sus esperanzas en poderes ajenos a ellas» (pág. 74); una autoestima saludable; una tendencia a «percibir y explicar las cosas positivamente o considerando sus aspectos más favorables»; y «la conciencia de motivos personales que den significado a la propia vida» (pág. 64).

            En una segunda etapa la investigación se centró en los procesos de obtención de esas cualidades. Y esto es muy importante para potenciar medidas preventivas, pero también para ayudar a que los menores abandonen cuanto antes las conductas delictivas. Y dentro de esas cualidades no sólo hay que identificar los atributos del propio niño, sino las características de las familias resilientes y del contexto social más amplio que rodea al niño; y de cómo interactúan entre esos factores. Me detendré específicamente en ellos más adelante cuando hable de prevención.

Delitos

            La última edición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española da al término delito varias acepciones. Dos son las que nos interesan: «Toda acción o cosa reprobable socialmente» y «Toda acción u omisión voluntaria o imprudente penada por ley».

            La primera acepción tiene un carácter muy general, y es necesario, como con todo fenómeno social, anclarlo en un tipo específico de sociedad que no sólo le da sentido, sino que en determinados casos acota lo que es o no delito. Toda sociedad tiene sus propios delitos y, en palabras de César Herrero, éstos están constituidos «por el conjunto de infracciones contra las normas fundamentales de convivencia producidas en un tiempo y lugar determinados». Con normas fundamentales, básicamente, hacemos referencia a todas aquellas relacionadas con la supervivencia, la seguridad y la dignidad de las personas.

            Estas acciones reprobables tienen una concreción jurídica y son penadas por la ley. Así, el Código Penal vigente, en su artículo 10, define delito como: «Las acciones y omisiones dolosas o imprudentes penadas por ley».

            En esta perspectiva, podríamos definir los delitos cometidos por menores, en sentido estricto, como «un comportamiento que se denominaría delito en el sentido jurídico-penal, si hubiera sido cometido por un adulto» (Schneider, citado en Vázquez González, pág. 26). En la legislación española haríamos referencia a los delitos cometidos por los mayores de 14 años y menores de 18.

            Como vemos en la definición anterior, la edad es un elemento clave. Se han utilizado varios criterios para determinar la edad penal. El primero fue el discernimiento, que es la capacidad para comprender la distinción entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto. Sería la capacidad de conocer los hechos realizados y sus consecuencias. El problema de este criterio está en la dificultad para determinar objetivamente si existe el discernimiento en cada caso concreto. Actualmente se utiliza el criterio biológico-cronológico: sólo a partir de una determinada edad, prefijada legalmente, se puede responder penalmente. Aquí surge el problema de dónde poner el corte. El límite se convierte en una decisión clave de política criminal (y social) y determina el diseño de la responsabilidad penal del menor y, por lo tanto, de las formas de intervención, de sus mecanismos, sus recursos y de las instituciones competentes para actuar.

            En la legislación española, el corte está puesto en los 14 años. Este límite se basa en el conocimiento que aporta la psicología evolutiva sobre el desarrollo, en la poca gravedad de los delitos cometidos antes de esa edad y en los efectos que tiene en el menor su entrada en los procedimientos judiciales.

            En la Ley Orgánica Reguladora de la Responsabilidad Penal del Menor se afirma que las infracciones cometidas por los menores de 14 años son en general irrelevantes, y que los casos que pueden generar mayor alarma social pueden ser tratados adecuadamente desde los ámbitos familiares y de asistencia civil sin necesidad del aparato judicial sancionador del Estado.

            No podemos entrar detenidamente en los medios para trabajar con menores de 14 años que delinquen, de los que se hacen cargo los Servicios de Protección de la Infancia, servicios que están descentralizados en las diferentes comunidades autónomas y que en la mayoría de los casos trabajan en condiciones difíciles y con una importante falta de recursos. Y esto es especialmente importante, pues la intervención temprana es clave para la prevención. Se sabe que la edad del primer delito es un buen predictor de la probabilidad de cometer delitos posteriores y que cuanto más temprano se intervenga para cambiar determinadas conductas y trastornos más probabilidades de éxito tendremos.

            El Defensor del Pueblo de Andalucía elaboró un informe sobre menores con trastornos de conducta en esa comunidad autónoma. En él se describe de la siguiente manera una de las etapas que componen la trayectoria hacia el ingreso en un centro penitenciario: «Y es así que el niño o niña, o adolescente, que nos encontramos en los centros para menores infractores suele arrastrar tras de sí un historial que reclamaba a voces, en su momento, una intervención diligente que sirviera para detener el proceso inexorable de deterioro en el que se encontraba. Antes de llegar al estadio de la represión penal, los menores hacen un recorrido con constantes llamadas de atención en el que la sordera e insensibilidad de la sociedad y de las administraciones van dejando el camino expedito hacia el Juzgado de menores. En estos casos parece como si no se pudiese hacer nada para evitar un destino inexorable...». 

            Continuando con la Convención, entre los diversos temas a los que hace frente su articulado está el de cómo tratar a los menores que transgreden las leyes. Uno de sus criterios fundamentales es el de que, siempre que sea apropiado y deseable, se eviten los procedimientos judiciales y la internación en instituciones.

            Especial significación para la reintegración social del menor tiene esto último. Lo que se intenta es evitar los efectos negativos, la estigmatización social que produce en el menor los procedimientos judiciales (4), al tiempo que se buscan fórmulas alternativas a la cárcel y al internamiento en diversas instituciones. El internamiento  se considera como algo muy extremo, por lo que se desarrollan medidas como la intervención de trabajadores sociales, el acogimiento familiar, las familias sustitutas, las residencias de tipo familiar con número limitado de chicos y chicas. También actuaciones ligadas a la justicia reparadora, como los programas de mediación, de conciliación y reparación del daño, realizados mediante trabajos en beneficio de la comunidad o mediante actuaciones cuyo beneficiario directo sea la víctima.

            Detrás de estas consideraciones está la idea de que la justicia de menores tiene que ser diferente a la de los adultos. Se considera que el menor se encuentra en proceso de formación, de maduración, en plena evolución intelectual, emocional, moral, psicológica. Este proceso está muy condicionado por factores biológicos, psicológicos, familiares y sociales. Estamos ante una etapa clave para la socialización del menor, donde la reintegración o reinserción social es más fácil y en la que la educación, en sentido amplio, es esencial para la culminación de ese proceso.

            En concreto, en el caso de los adolescentes hay algunos rasgos relacionados con su desarrollo que pueden considerarse factores de riesgo para las conductas delictivas. Entre éstos podemos destacar: la impulsividad y el pensamiento de corto plazo, aspectos que inciden en tener menos en cuenta las consecuencias de sus acciones y decisiones sobre el futuro; la asunción de riesgos; la inmadurez cognitiva; su capacidad para tomar decisiones y elaborar juicios; la crisis de adolescencia; la presión de los iguales...

            Al tiempo que persisten esos factores de riesgo, la adolescencia es una etapa en la que se va desarrollando la capacidad de autonomía y la independencia. Y si el niño tiene, en general, una necesidad de protección particular, ésta debe adaptarse a su edad: «Las prestaciones y la protección deben ser masivas en la infancia y deben reducirse al filo de los años del niño, hasta no ser más que una red tendida, tendida sobre la cuerda del equilibrista para que no se haga demasiado daño si por desventura cayera. ¡Pero el recorrido sobre el filo debe ser efectuado por el propio funámbulo, y no por los espectadores!» (Zermatten, 2003).

            En la mayoría de los casos, el recorrido no entraña excesivo riesgo y las  caídas no provocan graves daños, sobre todo si la red existe y no está hecha de piedra.

            Y digo en la mayoría de los casos, porque la delincuencia cometida por menores, al tener su origen, sobre todo, en algunas características de su desarrollo evolutivo, es temporaria y episódica, y disminuye con la edad. Además, la mayor parte que queda sin detectar es leve y desaparece espontáneamente.

            Lo cual, evidentemente, no significa que no existan conductas especialmente graves que hay que tratar, y que son las que crean más alarma social; sin embargo, no hay que tomar esa parte pequeña por el todo, ni legislar en los momentos de mayor impacto emocional.

Políticas de prevención

            El objetivo de la prevención es actuar antes de que se produzca una determinada conducta, para evitarla, o, una vez producida, para que no se vuelva a repetir. En el caso de las conductas delictivas es muy importante, porque lo que se pretende es evitar los múltiples daños y sufrimientos que el delito produce en las víctimas.

            Esto implica, en primer lugar, “prever”, conocer de antemano lo que pueden provocar las conductas delictivas; y en segundo lugar, actuar con determinación y eficacia sobre esos factores, elementos y causas con la finalidad de reducir los motivos, la necesidad y las oportunidades de comisión de las infracciones o las condiciones que las propicien.

            Desde mi punto de vista, las políticas de prevención deberían tener las siguientes características:

            1. Los castigos (o sanciones) en los menores, para que tengan una función preventiva, tienen que ir asociados a la educación en la responsabilidad, a la reparación, en la medida de lo posible, de los daños causados y a la rehabilitación (a su recuperación personal y social).

            Aunque todos los castigos intentan tener una función preventiva, atemorizando o intimidando a los posibles infractores, no hay evidencia científica de que un mayor endurecimiento de los castigos disminuya el número de delitos. «El delincuente tiende a ser refractario a la intimidación y al castigo porque los ve lejanos o ni siquiera siente aquélla ni reflexiona sobre éste» (Herrero Herrero, 2008: 154). El caso de Estados Unidos, uno de los pocos países que no ha firmado la Convención de los Derechos del Niño, es significativo, ya que en él se combina una legislación especialmente dura con un nivel especialmente alto de delitos entre los menores.

            2. Las medidas preventivas han de tener tres niveles de amplitud: las primarias deben ir dirigidas a toda la población y, por lo tanto, son universales; las secundarias, dirigidas a los menores en riesgo; y las terciarias, enfocadas a menores que han delinquido, y que tienen como objetivo la prevención de futuras conductas mediante la rehabilitación.

            3. La prevención mediante el desarrollo de la infancia, la intervención temprana, es la más efectiva, ya que existe una continuidad entre la aparición de trastornos en la infancia y la delincuencia posterior. El objetivo es proteger a los menores de las circunstancias familiares y ambientales que pueden incidir negativamente sobre su desarrollo.

            4. Para ello es necesario identificar los factores de riesgo. Entre éstos podemos destacar los trastornos de la conducta infantil, la deserción escolar, la violencia intrafamiliar, la ineficacia de las habilidades parentales, la desigualdad social y cultural, la pobreza familiar, el desempleo entre la población joven, la cultura de la violencia.

            5. Pero, también, los factores protectores, mediante acciones dirigidas a perfeccionar las destrezas cognitivas y la competencia social en los niños, especialmente en menores ubicados en ambientes socioeconómicos desfavorables y en las familias (el autocontrol; el pensar antes de actuar; las habilidades de solución de problemas: el considerar las diversas opciones existentes frente a los problemas, el valorar las consecuencias probables y deseables, seleccionar las decisiones).

            6. El objetivo del punto 3 y 4 es intentar modificar las “necesidades criminógenas”, incidiendo sobre las siguientes cuestiones: las actitudes y valores, la falta de cualificación laboral y escolar, los padres inadecuados en su tarea de socialización (inexistencia de pautas educativas, supervisión inadecuada, mala comunicación en la familia, poco apego afectivo), sobre el grupo de amigos que refuerzan el absentismo escolar, sobre el abuso de alcohol o drogas, sobre el escaso desarrollo de la inteligencia social o personal...

            7. El desarrollo social es muy importante en la prevención, por lo que  es necesario actuar sobre los niveles de pobreza familiar y las diversas formas de desigualdad y privación, sobre la falta de empleo y la escasa educación.

            8. Dentro de ese desarrollo social cobra especial significado el desarrollo comunitario. Las comunidades locales cercanas, los barrios, son espacios fundamentales para promover e inhibir el delito. Todo lo que contribuya a la reconstrucción de los vínculos sociales incide sobre la reducción del delito y sobre el desestimiento de los menores delincuentes. Así, por ejemplo, se puede favorecer: las redes de cuidado y los apoyos sociales, la mejora de los servicios públicos y las oportunidades educativas y de empleo, la búsqueda de ayudas económicas específicas...

            9. Favorecer el aprendizaje de la responsabilidad mediante fórmulas de justicia reparadora, que enfrente al joven con los efectos negativos de su conducta y que repare los vínculos de conexión con la comunidad. El elemento clave de la justicia reparadora «es el enfrentamiento del joven con los efectos negativos de sus hechos, al conocer y abrirse a sus víctimas, en el marco de un proceso que le reconoce su dignidad y que espera de él un reconocimiento de el mal realizado y un cambio de actitud sincero. Por ello, los programas de tratamiento que enseñan habilidades para que ese reconocimiento y vinculación tengan éxito alcanzan las mayores cotas de éxito en la disminución de la reincidencia» (Garrido).

            10. Todo esto no es posible sin los recursos suficientes (económicos y humanos) para llevar a cabo las acciones necesarias; sin la coordinación efectiva de los ya existentes (educativos, de salud, servicios sociales, justicia, policía...) y sin el desarrollo de múltiples iniciativas sociales que favorezcan la implicación comunitaria en la reconstrucción de los vínculos sociales deteriorados.

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(1) Aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989.
(2) Aunque este concepto es muy importante en la Convención, no se da de él ninguna definición. El debate sobre su significado, a raíz de su utilización concreta en las legislaciones nacionales, es muy extenso. Sobre éste se puede consultar: Jean Zermatten, “El interés superior del niño. Del análisis literal al alcance filosófico”, Informe de trabajo 3-2003, Institut Internacional Des Droit de L’Enfant.
(3) La memoria verbal nos permite almacenar y evocar hechos concretos, las interpretaciones que hacemos de éstos y los sentimientos que los acompañan. En la memoria emocional almacenamos las experiencias fuertes de terror o indefensión que nos conmocionan: «Se conservan, sin palabras, las escenas abrumadoras que vivimos, incluidas sus imágenes, sonidos u olores junto a las sensaciones corporales de pavor que sentimos, como las palpitaciones, los sudores fríos o los temblores» (Rojas Marcos, 2010: 71).
(4) Calificar o etiquetar a un menor como delincuente, o predelincuente, a menudo contribuye a que éste desarrolle pautas permanentes de ese comportamiento.

Bibliografía citada

· Defensor del Pueblo de Andalucía, Informe sobre menores con trastornos de conducta.
· Garrido, V.: El paradigma de “desestimiento”: sus implicaciones para la acción.
· Herrero Herrero, C. (2008): Delincuencia de menores. Tratamiento criminológico y jurídico, Madrid, Dykinson.
· Roesch, R. (2007): “Delincuencia juvenil: riesgos y prevención”, en Sabucedo y Sanmartín, Los escenarios de la violencia, Barcelona, Ariel.
· Rojas Marcos, L. (2010): Superar la adversidad. El poder de la resiliencia, Madrid, Espasa.
· Tarín, M.; Navarro, J. J. (2006): Adolescentes en riesgo, Madrid, CCS.
· Vázquez González, C. (2003): Delincuencia juvenil. Consideraciones penales y criminológicas, Madrid, Colex.
· Zermatten, J. (2003): “El interés superior del niño. Del análisis literal al alcance filosófico”, Informe de trabajo 3-2003, Institut Internacional Des Droit de L’Enfant.

Modelos de justicia penal de menores

            Si realizamos un breve repaso a los modelos de justicia penal de menores que han existido a lo largo de la historia, podemos destacar tres (Vázquez González, 247-259):

            1. El modelo punitivo o penitenciario, que considera a los niños como adultos en miniatura, por lo que los menores son sometidos a las mismas reglas que los adultos.

            2. El modelo de protección o tutelar, que es introducido en Norteamérica y Europa por diversos movimientos filantrópicos en defensa de la infancia. En él, se considera al menor como una víctima que hay que proteger, proporcionándole un tratamiento higiénico, profiláctico y curativo, y en el que se concede un papel clave a la terna siguiente: trabajo, enseñanza y religión. Además, en su aplicación, los jueces tienen «un amplio grado de discrecionalidad a la hora de imponer una u otra medida, no estando sometidos al principio de proporcionalidad entre la gravedad de la acción cometida y la medida impuesta. Con el fin de alcanzar la curación del menor, se instaura el principio de la duración indeterminada de las medidas» (pág. 251).

            3. El modelo de responsabilidad, del que la Convención de los Derechos del Niño y la Ley de Reforma y Responsabilidad Penal del Menor, en la legislación española, son exponentes, y en donde se intenta conjugar lo educativo con lo penal. Podríamos resumir este modelo de acuerdo a los siguientes puntos:

            · Los menores no son considerados seres psicológicamente débiles, jurídicamente incapaces y socialmente inadaptados, sino que son personas titulares de derechos.

            · Se intenta limitar al mínimo indispensable la intervención de la justicia.

            · La justicia de menores no se considera un derecho penal en miniatura, sino un procedimiento con unas notas y caracteres específicos; ajustados a una idea educativa, basada en el grado de madurez del joven.

            · Se crean órganos e instituciones específicos que conforman un  sistema de justicia juvenil.

· Se establecen tramos de edad para la imputabilidad, es decir, para la responsabilidad penal.

            · El recurso a la privación de libertad del menor se articula como última ratio.

            · Se desarrollan respuestas penales alternativas: libertad vigilada, mediación, reparación, prestaciones en beneficio de la comunidad…

            · Se garantizan y reconocen derechos a lo largo de todo el proceso.

            · Las sanciones y su duración son proporcionales a la infracción cometida.

            · Las medidas que se deban de adoptar, fundamentalmente, no tienen que ser represivas, sino preventivo-especiales, es decir, orientadas hacia la efectiva reinserción y el superior interés del menor, valoradas con criterios que han de buscarse primordialmente en el ámbito de las ciencias no jurídicas.

            · Se busca una mayor atención a la víctima, bajo la concepción de la necesidad de reparación de la víctima por la sociedad.