Carlos Vaquero

La Unión Europea en la encrucijada
(Página Abierta, 148, mayo de 2004)

Los intentos de unidad europea tienen una larga historia. Los proyectos que han contado con un soporte de apoyo histórico han ido ligados a las dos lógicas que conviven de una manera inestable en las relaciones internacionales. Los primeros estaban ligados a la disputa, al enfrentamiento muchas veces violento entre Estados. La búsqueda de los intereses políticos, ideológicos y económicos de los Estados europeos creaba un choque entre ellos, y éste, enfrentamiento militar, que se saldaba con periodos de seguridad colectiva ligados a la conformación de imperios. Unos imperios que se autopercibían como portadores de una misión histórica –de civilización, progreso, valores ilustrados, de regeneración…–, o a la configuración de equilibrios de poder entre los Estados.
Los segundos, partiendo de la realidad histórica de imperios, equilibrio de poderes, de sucesión de guerras, y de la visión pesimista de los Estados-nación en sus relaciones internacionales que conlleva, buscaban mediante la cooperación “instaurar la paz perpetua en Europa” (1). Los intentos de construir una Europa unida mediante medios pacíficos es un componente esencial de las grandes ideologías europeas desde el siglo XVIII –el positivismo, el socialismo, el liberalismo…–, ya sea mediante el comercio, la solidaridad de clase, el desarrollo de la ciencia o las utopías tecnológicas ligadas a la comunicación.
Sin embargo, hasta la segunda mitad del siglo XX, los proyectos que se habían concretado históricamente se situaban en el lado de la disputa como forma de resolver conflictos y unificar Europa, reflejando una mayor o menor igualdad, conformando una seguridad colectiva altamente inestable que dio lugar en el último siglo del pasado milenio a las dos grandes guerras que asolaron el continente europeo. La cooperación como forma de resolver conflictos entre Estados europeos no había pasado de ser un intento utópico sin ninguna concreción institucional efectiva, aunque sí tuvo su influencia en determinadas elites intelectuales cosmopolitas y federalistas, y en la cultura política de algunos movimientos populares con amplio arraigo en el conjunto de Europa. «De forma explícita o implícita, el federalismo ha inspirado desde sus inicios el proceso de integración europea. En su versión contemporánea, la idea de una Europa federal surge durante el período de entreguerras impulsada por un sector importante de las elites antifascistas europeas. Dicha formulación aparece motivada por un imperativo moral: la necesidad de llevar a cabo una “revolución espiritual” ante los peligros del totalitarismo. Sin embargo, durante el conflicto bélico y en la posguerra, la causa principal del desastre que vive Europa se identifica con la persistencia del Estado-nación. Por ello, la unificación europea, plasmada en los “Estados Unidos de Europa”, se convierte en un objetivo prioritario para los federalistas» (Morata, 1998: 99).

El cambio de rumbo en Europa. La construcción de la CEE

La conformación de la Comunidad Económica Europea (CEE) es heredera de esa cultura federalista, que pasa a un primer plano tras los desastres de las dos guerras mundiales (2) y que impulsan con fuerza y oportunidad algunos emprendedores políticos: «Desde la óptica de los “padres fundadores”, la solución federal era la más lógica, pero era evidente también que los Gobiernos no estaban dispuestos a renunciar a su soberanía. De ahí la necesidad de hallar una estrategia alternativa, lo que vendría en llamarse el “método comunitario” o “método de integración”… y concebido por Jean Monnet como el camino gradual hacia una federación mediante la creación de lazos funcionales específicos entre los Estados sin amenazar directamente su soberanía» (Morata, 1998: 100).
Para entender la especificidad del proceso de construcción de la CEE hay que hacer referencia a varios aspectos. La CEE nace circunscrita a una pequeña parte de los Estados de Europa: Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica, los Países Bajos y Luxemburgo. A finales de los cincuenta, el mapa político europeo estaba dividido en dos grandes campos, como fruto de la guerra fría: Europa del Este y del Oeste. Pero, en lo que se podía llamar campo occidental, existía una gran competidora de la CEE: la Asociación Europea de Libre Comercio, dirigida por el Reino Unido y compuesta por siete países. Además, estaban los países con regímenes políticos dictatoriales –Portugal, España y Grecia–. Actualmente, todas estas divisiones han desaparecido. De hecho, la historia de la CEE es la de su progresiva ampliación a más Estados: de seis socios fundadores a 15; y el 1 de mayo de este año se incorporan otros 10 nuevos miembros.
Estamos ante un proyecto político que intentaba eliminar el enfrentamiento secular entre Francia y Alemania. El objetivo no era partir de una construcción global, sino de pequeños logros concretos en el área económica que permitieran crear una interdependencia entre los países que fuera generando intereses, necesidades e instituciones conjuntas. Esto implicaba una libre delegación de soberanía en algunos sectores económicos básicos en beneficio de instituciones supranacionales comunes e interdependientes. Estamos ante un método de gestión de la interdependencia económica altamente desarrollado y complejo, diferente a lo conocido hasta ahora y que ha ido creando, tímidamente, una integración política. Una de las características clave de todo este proceso es que ha sido dirigido e impulsado por elites, para las que la participación ciudadana era secundaria en la construcción europea, cuando no contraproducente, y se buscaba su legitimidad en la eficacia para conseguir el bienestar y la prosperidad, la paz y la democracia.
Es fruto del contexto internacional de la posguerra, que privilegiaba la cooperación como forma de resolver conflictos, al tiempo que articulaba un equilibrio de poder y una competición entre dos grandes potencias –EEUU y la URSS– como elemento último de estabilización internacional (modelo Naciones Unidas). La CEE se convierte en un proyecto económico protegido por el paraguas militar de la OTAN-EE UU y por la pertenencia política a uno de los campos de enfrentamiento de la guerra fría: el de las democracias liberales. Aunque el objetivo último, por lo menos en la intención de los fundadores, era político, la pertenencia a un campo estable, liderado política y militarmente por EE UU, hace que la CEE convierta el desarrollo económico en su objetivo principal frente a otras preocupaciones, como la política exterior, la seguridad y la identidad política, que están perfectamente definidas por su pertenencia a un campo del enfrentamiento de la guerra fría, y que, por lo tanto, se sitúan en un segundo plano.
Además, tiene su éxito y desarrollo en el contexto económico expansivo de la posguerra, con el avance del Estado de bienestar y del keynesianismo y con la estabilidad monetaria internacional. El crecimiento económico hace posible el aumento de los intercambios comerciales, al tiempo que los probables costes internos a los Estados eran más fáciles de absorber en un periodo expansivo y con unos Estados de bienestar en su esplendor que garantizaban la redistribución, daban seguridad y proveían de bienes públicos que reforzaban la demanda e impulsaban, a su vez, el crecimiento económico.
En definitiva, si tuviéramos que situar la creación de la CEE dentro de las cuatro fuentes del poder social, lo haríamos de la siguiente manera: en cuanto a la cultura, mediante la cooperación, a través de normas iguales para todos, para gestionar la interdependencia y solucionar las disputas; en la economía, con la conformación de un bloque comercial, en el marco del Estado de bienestar y el keynesianismo; en lo militar, con la OTAN y la subordinación al paraguas de EE UU; y, por último, en la política, con la guerra fría en el bando de las democracias liberales.
Desde esta perspectiva, son múltiples los objetivos que se plantean con la CEE: imbricar a los Estados europeos, y especialmente a Francia y Alemania, en unas relaciones de interdependencia que evitasen nuevas guerras en suelo europeo; el bienestar, la seguridad y la cohesión social de las poblaciones europeas; la consolidación del club de las democracias liberales frente a las democracias populares del socialismo de Estado; el desarrollo económico mediante el comercio…

Crisis y profundización de la integración 

A partir de los años setenta, el modelo entra en sucesivas crisis, aunque, tras las primeras parálisis y reacomodaciones, logra avanzar a trompicones. La Comunidad Europea no deja de ampliarse, de profundizar en la integración y de dar respuestas, algunas retóricas y otras efectivas e innovadoras, a los problemas que se le van presentando. Para entender esta marcha, sus limitaciones y dificultades, es necesario remitirnos a las características del sistema político europeo, a los cambios económicos que comienzan en los años setenta del siglo pasado y alcanzan su auge entre finales de los ochenta y la primera mitad de los noventa, y al desbarajuste de las relaciones internacionales a partir de la “caída del muro de Berlín” en 1989.
El sistema político europeo no tiene similitud con ningún otro sistema político, ya que no es un Estado ni es una organización internacional clásica. El funcionamiento de sus instituciones y las formas de diseño de sus políticas concretas y decisiones son muy complejos y poco compresibles y accesibles a los ciudadanos, no así a los diversos grupos de presión especializados que tienen su sede en Bruselas. «Antes de ser tomadas, las decisiones necesitan atravesar muchas puertas con posibles vetos; también necesitan movilizar muchos intereses nacionales y transnacionales. Una vez que se orquestan los acuerdos y éstos se traducen en derecho comunitario, es muy difícil deshacerlos. De ahí que el sistema conlleve una carga histórica pesada, una carga que discrimina a los recién llegados y a las mayorías políticas que intentan formarse. También reduce la capacidad de ajustarse a los cambios en el entorno exterior… Las políticas resultantes de este sistema político se basan en el consenso amplio y en las grandes mayorías, aspectos que son difíciles de conseguir entre un número elevado de países. De ahí que la consecuencia sea un sistema lento y conservador, en el sentido de resistente al cambio, que conduce casi siempre a políticas reactivas y fragmentadas. En un sistema como éste, el liderazgo político y la visión estratégica no surgen con facilidad» (Tsoukalis, 2004: 48).
Además, tiene un importante déficit de legitimidad democrática, que es fruto, en primer término, de la forma en que se planteó la integración, llevada a cabo por elites al margen de la ciudadanía. Legitimación que estaba basada en la eficacia para conseguir el desarrollo económico, el bienestar de la población y la paz. Esto ha provocado ciclos de optimismo y pesimismo con respecto a Europa, basados en la subida y bajada de la percepción de ir bien o mal las cosas en la economía. Esta falta de preocupación por la participación de los ciudadanos y por la asunción de responsabilidades democrática ante éstos, unido a la falta de transparencia, hacen de la Unión Europea el reino de los tecnócratas, los jueces y los grupos de presión.
Este método ha llegado a un límite. Un paso más allá en la integración, con la incorporación de áreas muy sensibles para la soberanía de los Estados –seguridad, justicia, libertades, política exterior…–, necesita una mayor implicación ciudadana. Además, hay que tener en cuenta que la actuación de los actores más federalistas ligados al Parlamento Europeo y a algunas organizaciones de la sociedad civil están demandando, cada vez más activamente, un aumento de la participación política y social, la transparencia y el control democrático de las instituciones europeas.
Por otra parte, con la ampliación, los problemas anteriores aumentan y «hará imperativa una reforma fundamental de las instituciones europeas. Solamente, ¿cómo sería un Consejo Europeo con treinta jefes de Estado y de Gobierno? ¿Treinta presidencias? ¿Cuánto durarán realmente las reuniones del Consejo? ¿Días, incluso semanas? Con el sistema de instituciones que existe hoy, ¿cómo se supone que treinta Estados van a equilibrar intereses, tomar decisiones y, a continuación, actuar efectivamente? ¿Cómo se puede evitar que la UE se convierta en algo absolutamente opaco y no transparente, que los compromisos se conviertan en extraños y más incomprensibles, y que la aceptación de los ciudadanos de la UE realmente toque fondo?» (Fischer, 2000).

Los cambios económicos

Aunque formalmente la constitución de un Mercado Común, que implica la libre circulación de las  mercancías, trabajadores, capitales y servicios, estaba incluida en el tratado de la CEE, sólo se habían dado pasos específicos hasta los años ochenta en el levantamiento a las restricciones para el intercambio de mercancías, además del establecimiento de una tarifa aduanera común –Unión Aduanera– hacia países de fuera de la Comunidad. Esto supuso, como elemento específico de las instituciones comunitarias, el establecimiento de una política comercial común: «La rápida eliminación de las barreras comerciales intracomunitarias entre 1958 y 1968 fue posible en buena medida gracias al entorno macroeconómico favorable, caracterizado por elevadas tasas de crecimiento y un desempleo bajo. El aumento de la exposición al comercio internacional conlleva costes de ajuste tanto para el trabajo como para el capital. Dichos costes son absorbidos mucho más fácilmente en épocas de rápido crecimiento económico, minimizándose así la resistencia por parte de los perdedores potenciales… La economía mixta y el Estado de bienestar ayudaron a suavizar el ajuste estructural resultante de la apertura de fronteras y de una mayor competencia internacional; también ayudaron a conseguir apoyo popular al amortiguar los efectos del ajuste sobre los perdedores potenciales. Al mismo tiempo que los países de Europa occidental eliminaban sus controles fronterizos, que en su mayoría afectaban al comercio de bienes, también estaban muy ocupados desarrollando instrumentos estatales para la estabilización macroeconómica, la redistribución, los seguros de riesgo y la provisión de bienes públicos» (Tsoukalis, 2004: 62-63).
Sin embargo, con el declive de la “era dorada del crecimiento económico” y la crisis económica y financiera de los años setenta, la integración –cesión de soberanía– se estanca, los Estados miembros adoptan una actitud defensiva y aumentan los obstáculos al libre comercio. Se produce una vuelta a la defensa de los intereses estatales por encima de los comunitarios; el intergubernamentalismo, como forma de negociación, se institucionaliza mediante la creación de la figura del Consejo Europeo –reunión de los primeros ministros y jefes de Estado–, que se convierte en la institución central para el desarrollo de la CEE.
La Comunidad Europea, que había basado su legitimidad en la eficacia para conseguir el desarrollo y el bienestar,  se estanca con la crisis económica y de los Estados de bienestar europeos. Pero, al mismo tiempo, en los ochenta se van a producir dos hechos que van a incidir decisivamente en el desarrollo de la CEE: la consolidación de los procesos de regionalización, que aumentan la competencia de otros polos de la economía mundial (EE UU, Japón, países emergentes); y el cambio en la ortodoxia económica, que pasa de una concepción de la economía en la que el Estado ocupa un papel fundamental a otra en la que ese papel lo cumplen los mercados libres y desregulados. Es en este contexto en el que hay que interpretar los cambios en los tratados que supuso el Acta Única Europea (1987) y el Tratado de la Unión Europea (1992). Para entender la aprobación de estos tratados europeos es necesario que nos situemos en el estancamiento del proceso de construcción europea de la década de 1980.
Esta europarálisis enciende las alarmas de las elites políticas y económicas europeas y, en un contexto de crisis y fuerte competencia mundial, les hace ver la necesidad de dar pasos adelante en la construcción europea. En sus escritos de esos años, el presidente de la Comisión, Jaques Delors, lo expresaba claramente, y fue uno de sus objetivos durante sus dos mandatos: «Lo que nos falta, aparte de cierta confianza en nosotros mismos, es el efecto de dimensión y multiplicación. Sólo una Europa más sólida y más integrada puede dárnoslo», y esto será posible avanzando con paso «decidido en tres direcciones: el gran mercado y la cooperación industrial, el refuerzo del sistema monetario y, por último, la convergencia de las economías con el fin de conseguir un mayor crecimiento y empleo» (Delors, 1993: 14). Y ésta era una visión que se enmarcaba con la urgencia de otros momentos críticos de Europa y se expresaba mediante la simbología de la supervivencia o el declive: «Tenemos que hacerlo para existir en este mundo dominado por los grandes conjuntos y por la dureza de los enfrentamientos de cualquier tipo. Y hemos de hacerlo, insisto, en este punto, sin tardanza» (Delors, 1993: 14) (3).
De esta forma, el Acta Única Europea y, posteriormente, el Tratado de Maastricht son consecuencias de una triple coincidencia: 1. De una estrategia de la Comisión Europea presidida por Jaques Delors, con el apoyo del Parlamento Europeo y con una visión no sólo económica, sino política. 2. De un interés de los grandes grupos industriales de tener una parcela para aumentar su potencia económica frente a la competencia de otras áreas de integración económica que ejercieron como grupo de presión frente a la Comisión, la Comunidad y los Estados: «Frente a la competencia creciente de EE UU y Japón, algunos industriales europeos, como el presidente de Philips, habían insistido en la necesidad de eliminar la fragmentación del mercado europeo, con objeto de constituir el primer mercado mundial» (Morata, 1998: 308). 3. De una opinión general sobre el declive europeo, que estaba no sólo en las elites políticas, sino en la opinión pública, que hizo que, aunque sin ilusión, se extendiera la imagen de que “fuera de la UE, el caos”.
Aunque, no obstante, estos tratados no  han sido capaces de crear ilusión en las opiniones públicas de los países europeos, por su carácter más defensivo y prosaico, han supuesto una autentica revolución, de consecuencias para la integración todavía imprevisibles, sobre todo con la unión económica y monetaria y la sustitución de las monedas de 12 países, uno de los símbolos clave de la soberanía, por la moneda única, el euro.
Sin embargo, la constitución del mercado único, con el levantamiento de las trabas a la libre circulación de mercancías, capitales, servicios y trabajadores, y la entrada en vigor del euro, con los duros procesos de ajuste que ha conllevado, se ha realizado en un contexto muy diferente al de los años sesenta, con un crecimiento bajo y con un Estado de bienestar con dificultades para hacerse cargo de los perdedores. Además, el tipo de políticas económicas que se ha impulsado ha hecho mucho más complicada, y en algunos casos ha dificultado, la aplicación de políticas positivas dentro de cada país para atenuar los efectos de la crisis.
Así, al centrar la política económica en una política monetaria, que privilegia la estabilidad frente al crecimiento –tipos de interés altos, control de la inflación, déficit público cero…–, con un Banco Central Europeo (BCE) independiente cuyo objetivo es la estabilidad, y con el Pacto de Estabilidad para los países que se incorporan al euro, se han limitado los mecanismos clásicos de gestión macroeconómica de los Estados –fiscales, monetarios y comerciales– para hacer frente a situaciones de crisis y gestionar las pérdidas. El llamado proceso de Lisboa se sitúa en esa perspectiva, al impulsar unas reformas estructurales que hagan más flexibles y desregulados los mercados laborales y al reformar y restringir los sistemas de bienestar social.
Estamos ante uno de los grandes problemas que tendrá que abordar la UE. Su discusión se realiza en el contexto de una mala situación económica, de una puesta en cuestión del Pacto de Estabilidad por parte de Francia y Alemania, de una actuación del BCE en relación con los tipos de interés altamente controvertida, y de una crisis de aspectos importantes de las políticas neoliberales –¿ha vuelto la Administración de Bush a un keynesianismo militar y al nacionalismo proteccionista?–. Todo esto pone en primer plano la necesidad de una gobernanza económica fuerte para Europa, más allá del BCE, que aborde de manera colectiva las principales prioridades de la política económica.

Desbarajuste de las relaciones internacionales de la posguerra 

Durante los ochenta, la percepción de inseguridad aumenta en Europa. Las movilizaciones pacifistas de esos años son un buen reflejo de ese cambio, y potencian la idea de resolución pacífica de los conflictos frente al intervencionismo estadounidense de la era Reagan y a los parámetros de la nueva guerra fría, que ya no se percibe como garantía de seguridad, sino como otra posible guerra en suelo europeo.
El hundimiento del sistema soviético y el derribo del muro de Berlín rompen con las relaciones internacionales de la posguerra, creándose una situación de cambio acelerado que pone a la Comunidad Europea en situación de tener que decidir aspectos importantes que habían estado en segundo plano con la guerra fría. Pero, sobre todo, la coloca en la necesidad de adoptar posturas y acciones conjuntas para las que no estaba preparada, para las que no tenía los instrumentos institucionales comunes adecuados y para las que no tenía una misma visión entre sus diferentes miembros. Las relaciones con Rusia y los  países del Este; la desintegración de Yugoslavia y la crisis de los Balcanes; el miedo a la pérdida del paraguas de seguridad de EE UU con el aumento de las posturas aislacionistas en este país; los nuevos conflictos y las intervenciones humanitarias y de reconstrucción de países; los problemas de la inmigración y algunos riesgos globales como el tráfico de drogas, la delincuencia internacional…, son algunas de las cuestiones muy complejas a las que tiene que enfrentarse y dar una respuesta más allá de la retórica.
Estos cambios se han  acelerado tras los sucesos de 11 de septiembre de 2001 en EE UU, y sus consecuencias sobre la nueva política unilateralista de la Administración de Bush y su concepción bipolar del mundo. La guerra de Irak y el aumento de la inestabilidad mundial y sus repercusiones en Europa con el atentado terrorista del 11 de marzo, la sitúan ante la necesidad urgente de dar pasos en los ámbitos de la defensa, la seguridad y la política exterior.
En resumen, todos los parámetros con que se construyó la Comunidad Europea cambian, el mundo se acelera, y en esta situación el modelo prosaico de construcción europea se queda pequeño. Pero, al mismo tiempo, las respuestas de los diversos países a la crisis de Irak, y, sobre todo, el potente movimiento pacifista que surgió en respuesta a la guerra que, por primera vez, se ha expresado como opinión pública europea en defensa del derecho internacional y el papel de la ONU en la resolución de conflictos y la defensa de los derechos humanos, han puesto sobre el tapete la existencia de un “hecho diferencial” en Europa con respecto a otros países; pero, sobre todo, en relación con la visión de la Administración neoconservadora estadounidense actual.
Las preguntas a las que se enfrenta la UE las podemos resumir en tres: ¿existe un modelo europeo específico y diferencial?, ¿qué papel debe tener Europa en este mundo de riesgos globales e incertidumbre?, ¿cómo podemos seguir avanzando en la construcción europea, con diez nuevos países, para que al mismo tiempo sea eficaz y legitimada democráticamente?
Cuando hago alusión a un modelo europeo, no me refiero ni a uno concreto ni a políticas concretas, sino a valores, objetivos generales y derechos consolidados en la historia europea, sobre todo de la segunda mitad del siglo pasado,  que conformarían creencias o actitudes que gozan de una amplia aceptación en la opinión pública de los diversos países de la Europa de los Quince (ver cuadro 1) y que, a su vez, fueron recogidos en la mayoría de sus Constituciones.
Es haciendo referencia a ese modelo como podemos determinar la existencia de una identidad europea que, aunque anclada en la historia pasada, se habrá de orientar hacia el futuro, en un proceso constante de reconstrucción, abierta y sujeta al debate público.
Esto nos abre, además, la puerta a una nueva concepción de la ciudadanía europea que, más allá de ser una ciudadanía étnica y cultural, tendría ese carácter de ciudadanía cívica. Weiler y Howe «dan mucha importancia a la construcción de una categoría de ciudadanía europea basada en valores y derechos civiles. La ciudadanía europea… abre la oportunidad de fundar un sistema político al margen del nacionalismo, sostenido por principios civiles y constitucionales. Esta ciudadanía no reemplaza a las ciudadanías nacionales. Más bien se añade a éstas» (Sánchez Cuenca, 1997: 43). Esta concepción se inscribe dentro de la teoría de las identidades múltiples: si la democracia europea se hace real, surgirán nuevas identidades que se añadirán a las ya existentes.
Dicho esto, soy consciente de que las relaciones entre valores, objetivos y derechos son complejas y pueden ser conflictivas, y que los intereses de la Unión y de los Estados miembros pueden chocar con aquellos. Así, la conformación de un bloque comercial con capacidad para competir con los otros polos de la economía mundial hace difícil los objetivos de desarrollo sostenible  y de comercio internacional justo y equitativo; o las políticas de inmigración actuales casan mal con la defensa y potenciación de los derechos humanos.
En definitiva, aunque no hay una relación unívoca entre el modelo y las políticas que lo hacen efectivo, considero que aquél es una «condición necesaria para el desarrollo de la política, y en concreto, para la efectiva politización de la Unión Europea. Ello no quiere decir que el reconocimiento de los derechos haya de ser la política de la Unión Europea. La política no es otra cosa que la toma de decisiones colectivas, la decisión acerca de las normas de resolución de conflictos sociales y de coordinación de las acciones individuales para lograr objetivos comunes» (Menéndez, 2003).
Pero, para hacer efectivo lo anterior, la toma de decisiones colectiva, es necesario hacer frente al déficit democrático de la UE. En este déficit se unen tres problemas: la tradición elitista de integración al margen de lo ciudadanos y la importancia de las negociaciones diplomáticas intergubernamentales como motor del funcionamiento de la Unión; la ausencia de estructuras institucionales adecuadas que faciliten la participación de los ciudadanos y la creación de una esfera pública integrada de ámbito europeo, en el contexto de una cultura política común (ver cuadro 2); la ausencia de una auténtica sociedad civil europea, con asociaciones de intereses, organizaciones no gubernamentales, movimientos ciudadanos, partidos políticos transnacionales que en las elecciones europeas no centren su atención exclusivamente en cuestiones internas. «La democracia se puede sostener sin lealtades históricas, culturales o étnicas. El problema genérico de la democracia consiste en averiguar por qué los individuos que pierden en la contienda democrática aceptan la decisión mayoritaria resultante… Los obstáculos a una “democracia común” no están en las diferencias culturales sino en las características institucionales de la nueva democracia… Si los intereses nacionales están representados en una Cámara alta poderosa, si el principio de subsidiariedad se aplica sensatamente, y si las competencias de los diferentes órganos políticos están claramente delimitadas, una democracia supranacional es, en principio, posible» (Sánchez Cuenca, 1997: 44).

Una cultura de paz

Por último, el papel que debe tener la UE en este mundo está unido actualmente a la percepción de los ciudadanos de Europa de los riegos globales, y de la necesidad de construir redes de seguridad en el contexto del franco deterioro de las que se fueron tejiendo durante todo el siglo XX. Podríamos afirmar que uno de los rasgos de esa conectividad compleja que supone la globalización es que ya no es posible expulsar totalmente fuera de los contornos de Europa los riesgos, sino que éstos vuelven, como si de un boomerang se tratara, en forma de conflicto, muchas veces violento, hacia nuestras sociedades. Así, si algo ha demostrado el 11 de septiembre y posteriormente el 11 de marzo es que en nuestro Globo ya no hay santuarios y que la distancia ya no basta de por sí para garantizar la seguridad.
Al surgir con fuerza la urgencia de satisfacción de la necesidad de seguridad, parece extenderse el siguiente axioma: tiempos extraordinarios exigen medidas extraordinarias. Pero estas medidas extraordinarias, cuando quieren hacer frente exclusivamente a los síntomas de los conflictos y no a las causas y procesos que los activan, suelen hacer referencia, prioritariamente, a medidas policiales y militares importantes, pero que son insuficientes por sí mismas para acabar con los problemas, y que tienden a una reducción de derechos fundamentales. Esta forma de abordar la búsqueda de seguridad tiene la contrapartida de crear una cultura autoritaria y de configurar un mundo más inseguro para la mayoría de la población mundial.
Cómo hacer frente a la inseguridad en Europa y el mundo se convierte, por lo tanto, en una de las cuestiones centrales para la UE, y ha sido uno de los motivos principales del reciente movimiento ciudadano contra la guerra de Irak. Esta guerra  ha vuelto a mostrar los límites de una Unión Europea que se ha mostrado dividida en cuestiones de seguridad y política exterior y que no ha sido  capaz de actuar con coherencia en defensa de la paz y de la solución pacífica del conflicto, tal como le exigían sus opiniones públicas. Esta actuación, que no es nueva y que continúa la llevada adelante durante los años noventa del siglo pasado, ha vuelto a poner sobre el tapete preguntas como ¿qué tipo de Unión Europea queremos?, ¿dedicada a qué tareas?, ¿con qué forma de poder?, ¿inspirada en qué valores?, ¿qué papel debe tener en el mundo?, ¿cómo solucionar los riesgos globales y con qué medios?
Las respuestas a estas preguntas y las acciones consecuentes adquieren en el contexto actual una gran urgencia, tanto para el futuro de la UE como para la constitución de esa esfera pública integrada en el ámbito europeo necesaria para el avance político de la Unión. El ejemplo del movimiento ciudadano contra la guerra, que enlaza con el sentir de las poblaciones europeas y con la estructura interna de cooperación pacífica entre países para resolver las disputas en la UE, es necesario para seguir potenciando una cultura de paz y de resolución pacífica de los conflictos. Este movimiento pacifista dejó claro que poseer más armas no equivale a más seguridad;  que los instrumentos militares no pueden convertirse en los mecanismos fundamentales para garantizar la paz; y que convertirse en una potencia militar, imitando a EE UU, no es la única forma de ser un actor con capacidad de influencia internacional.
Esta cultura de la paz, que estaría en la base de la constitución de una ciudadanía cívica crítica, podría tener estas características:
· Estaría articulada alrededor de valores fuertes como la libertad, la solidaridad, la justicia y la lucha por los derechos humanos en sentido amplio (ver cuadro 3).
· Se apoyaría en el desarrollo y potenciación del derecho internacional, impulsando un sistema de obligaciones internacionales que garantice la tutela efectiva de los derechos humanos de todas las personas.
· Incidiría sobre las percepciones de los riesgos globales y de la inseguridad, actuando sobre las causas políticas, económicas, sociales y culturales que los provocan, y tratándolos por medios preferentemente no militares.
· Actuaría sobre objetivos concretos que marquen la diferencia entre la retórica –lo declarado– y la realidad –lo efectivamente hecho–. En cuestiones internacionales, algunos ejemplos serían la solución definitiva del problema de la deuda externa; los tipos y la cuantía de la ayuda al desarrollo y de las formas de transferencia financiera internacional hacia los países del Sur; las reglas del comercio internacional; la potenciación del derecho internacional y de la Corte Penal Internacional; la reforma del sistema de Naciones Unidas; la inmigración extracomunitaria a Europa…
· Cuestionaría decididamente el papel principal que se le quiere dar a los instrumentos militares como mecanismos para garantizar la seguridad internacional,  desarrollando sistemas de prevención de la violencia y de gestión, resolución y transformación pacífica de los conflictos.

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(1) En 1713, el abate de Saint-Pierre publica los dos primeros volúmenes de su Proyecto para instaurar la paz perpetua en Europa. «Sólo en el siglo XVIII, se pueden contar más de una veintena de proyectos de pacificación general, universal o europea, publicados, fundamentalmente, en francés, inglés, italiano y alemán» (Mattelart, 2002: 80).  
(2) «La integración europea fue la respuesta a siglos de precarios equilibrios de poder en este continente, que una y otra vez desembocaron en terribles guerras hegemónicas, que culminaron con las dos guerras mundiales entre 1914 y 1945. El núcleo del concepto de Europa después de 1945 era y sigue siendo el rechazo al principio de equilibrio de poder en Europa y a las ambiciones hegemónicas de los Estados individuales que surgieron de la Paz de Westfalia de 1648, un rechazo que tomó la forma de una estrecha malla de interese vitales y de transferencia de los derechos soberanos del Estado-nación a las instituciones europeas supranacionales» (Fischer, 2000).
(3) Esta afirmación tiene carácter programático y fue presentada al Parlamento Europeo en Estrasburgo el 14 de enero de 1985, ante la demanda de éste y como inicio de su mandato, para definir su programa y sus responsabilidades políticas (ver “Por qué un gran mercado sin fronteras interiores”, op. cit., pp. 5-26).


Bibliografía citada

FISCHER, J. (2000): “De la Confederación a la Federación: reflexiones sobre la finalidad de la construcción europea”, 12 de mayo. Conferencia ante la Universidad Humbolt de Berlín.
MATTELART, A. (2000): Historia de la utopía planetaria. De la ciudad profética a la sociedad global, Barcelona, Paidós.
MENÉNDEZ, A. J. (2003): “De la Carta de Derechos al Tratado Constitucional”. Conferencia pronunciada en el Curso de Verano de la UCM, 30 de julio de 2003, San Lorenzo del Escorial. 
MORATA, F. (1998): La Unión Europea. Procesos, actores y políticas.
SÁNCHEZ-CUENCA, I. (1997): “El déficit democrático de la Unión Europea”, Claves de Razón Práctica, nº 78, diciembre.
TSOUKALIS, L. (2004): ¿Qué Europa queremos? Los retos políticos y  económicos de la nueva Unión Europea, Barcelona, Paidós.


     ¿EXISTE UN MODELO  EUROPEO?

IGUALDAD.
SOLIDARIDAD.
JUSTICIA.
DERECHOS HUMANOS.
NO DISCRIMINACIÓN.
DESARROLLO SOSTENIBLE. Un alto nivel de protección del medio ambiente y mejora de su calidad.
ECONOMÍA SOCIAL DE MERCADO.
COHESIÓN: económica, social y territorial.
DERECHO INTERNACIONAL. CARTA DE NN.UU.
RECHAZO DE LA PENA DE MUERTE Y DE LA.TORTURA
PROTECCIÓN SOCIAL.
PLENO EMPLEO.
PUESTOS DE TRABAJO DE CALIDAD.
DESARROLLO DE SERVICIOS DE INTERÉS GENERAL Y PÚBLICO EFICACES






INTERVENCIÓN CIUDADANA EN LOS ASUNTOS EUROPEOS.

Participación Política:
Indirecta (elección de representantes).
Semidirecta (consulta).
Participación social. Acción sobre las instituciones (movimientos y grupos de presión).
Vigilancia y control de la Instituciones europeas. Transparencia e información.

 Fuente:  Poder político y participación popular, de Eugenio del Río. Talasa Ediciones, Madrid, 2003.

VALORES

OBJETIVOS

DERECHOS

 

DIGNIDAD HUMANA.

LIBERTAD.

DEMOCRACIA.

IGUALDAD.

PLURALISMO.

DERECHOS HUMANOS.

TOLERANCIA.

JUSTICIA.

SOLIDARIDAD.

NO DISCRIMINACIÓN

PAZ

SEGURIDAD

 

PROMOVER Y PROTEGER  SUS VALORES.

DESARROLLO SOSTENIBLE, NIVEL ELEVADO DE PROTECCIÓN Y MEJORA DE LA CALIDAD DEL MEDIO AMBIENTE.

COMBATIR LA DISCRIMINACIÓN Y LA MAGINACIÓN SOCIAL.

IGUALDAD ENTRE HOMBRES Y MUJERES.

SOLIDARIDAD ENTRE GENERACIONES.

COHESIÓN ECONÓMICA, SOCIAL Y TERRITORIAL.

DEMOCRACIA REPRESENTATIVA Y PARTICIPATIVA.

FOMENTAR LA PARTICIPACIÓN, LA CONSULTA, EL DIÁLOGO Y LA TRANSPARENCIA.

FOMENTO DE LA PROTECCIÓN SOCIAL.

ERRADICACIÓN DE LA POBREZA.

RESPETO MUTUO ENTRE LOS PUEBLOS.

DERECHO INTERNACIONAL Y RESPETO CARTA ONU

 

DERECHO A LA VIDA: NADIE PODRÁ SER CONDENADO A LA PENA DE MUERTE NI EJECUTADO.

INTEGRIDAD DE LA PERSONA.

PROHIBICIÓN DE LA TORTURA Y DE LAS PENAS O LOS TRATOS INHUMANOS O DEGRADATES.

RESPETO A LA DIVERSIDAD CULTURAL, RELIGIOSA Y LINGÜÍSTICA.

IGUALDAD ENTRE HOMBRES Y MUJERES EN TODOS LOS ÁMBITOS.

CONDICIONES DE TRABAJO JUSTAS Y EQUITATIVAS.

SEGURIDAD Y AYUDAS SOCIALES.

PROTECCIÓN DE LA SALUD.

PROTECCIÓN DEL MEDIO AMBIENTE.

ALTO NIVEL DE PROTECCIÓN DE LOS CONSUMIDORES