Carlos Vaquero

Los jefes de Estado y de Gobierno de la UE
aprueban la Constitución

(Página Abierta, 150, julio de 2004)

Los días 17 y 18 de junio pasado, los jefes de Estado y de Gobierno de los países miembros de la Unión Europea han dado el visto bueno, con algunos añadidos y correcciones, al texto constitucional elaborado por la Convención Europea. Esto ha puesto fin a la Conferencia Intergubernamental y abre la fase a la posterior ratificación por todos los Estados mediante votación parlamentaria o referéndum, que tendrá que concluir antes de que acabe el año 2006.
Cuatro factores han contribuido a este acuerdo: la buena gestión de la Presidencia irlandesa, que fue elaborando un consenso en torno a los puntos críticos que impidieron su anterior aprobación y que presentó una propuesta a la cumbre que facilitó en un noventa por ciento el pacto; la presión del eje franco-alemán, que planteó que un nuevo fracaso supondría la creación de “un grupo de vanguardia” al margen de los tratados, compuesto por los Estados que quisieran avanzar por su cuenta en la integración; la derrota de Aznar el 14 de marzo y la postura proeuropeísta del Gobierno de Zapatero, que cambió el clima de relaciones entre los jefes de Estado y de Gobierno; y, por último, el desastroso resultado de las elecciones al Parlamento Europeo del 13 de junio (ver recuadro), que ha puesto sobre el tapete las dificultades de construir un espacio político europeo ligado a los ciudadanos y no a las elites políticas estatales. Un nuevo fracaso a la hora de aprobar el texto hubiera supuesto una grave crisis en la construcción europea.
De esta forma, y a diferencia del encuentro de jefes de Estado y de Gobierno de diciembre de 2003, al que se fue sin un acuerdo efectivo previo, a este, salvo pequeños flecos,  se llegaba con todo un trabajo de varios meses de negociaciones y con una propuesta de “consenso” que marcaba claramente los límites de los temas que se debían aprobar. Así, la cumbre, más allá de una discusión efectiva sobre el reparto de poder, ha tenido el objetivo de escenificar ante la opinión pública y los partidos políticos de cada país, muy marcados todavía por el choque de los recientes resultados electorales al Parlamento Europeo, las visiones, posturas y, sobre todo, los miedos que la construcción europea arrastra.
Porque, en este sentido, si realmente queremos comprender las dificultades que ha tenido que sortear el proyecto de Tratado Constitucional elaborado por la Convención, es necesario tener en cuenta que el requisito de la unanimidad para aprobar los textos ha marcado los límites por los que determinados países no querían pasar, sus miedos o “líneas rojas”, que reflejan un problema de fondo que está ligado a la cesión de soberanía en áreas sensibles, donde la confianza se convierte en la pieza clave y tiene como misión reequilibrar el poder entre países muy desiguales, y supone una salvaguarda para que se pueda bloquear una actuación que se considere vulnera un interés vital. Por eso, las claves de las discusiones han sido las relacionadas con la definición y los ámbitos de las votaciones por mayoría cualificada, la composición de la Comisión Europea y el número de escaños en el Parlamento Europeo; es decir, el reparto de poder, que es realmente donde se ha dado la batalla entre los Estados grandes, medianos y pequeños.
Una vez solventado este asunto, el acuerdo avanzó sin dificultades. Así, en cuanto a las decisiones por mayoría cualificada en el Consejo, se seguirá el principio de la doble mayoría: el 55% de los Estados que representen al menos el 65% de la población (ver recuadro) (1). Cada país tendrá un comisario hasta el año 2014 (el proyecto de Constitución proponía 15 a partir de 2009), luego habrá 18, incluido el presidente y un vicepresidente, y su reparto será por rotación igualitaria. Cada país tendrá como mínimo seis eurodiputados (el proyecto de Constitución decía cuatro) y la cifra total de escaños aumenta hasta 750.
Aparte de esto, el acuerdo ha reforzado en algunos aspectos el papel del Consejo Europeo –como, por ejemplo, en la elección del conjunto de comisarios y en las orientaciones generales de política económica–; ha aumentado las áreas de decisión por unanimidad –para la aprobación del marco financiero plurianual, para la autorización de las cooperaciones reforzadas y para la entrada en ellas, para algunos aspectos del espacio de libertad, seguridad y justicia–; ha dado garantías a Inglaterra de que la Carta de Derechos Fundamentales y la adhesión al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales no crea ninguna competencia o misión nueva para la Unión, ni modificará sus competencias y misiones; y no ha incluido la referencia a la herencia cristiana de Europa en el preámbulo de la Constitución (2).
El texto aprobado no varía significativamente con respecto al presentado por la Convención, excepto en las áreas de reparto de poder, por lo que las valoraciones que he realizado en artículos anteriores siguen siendo pertinentes. No obstante, introduciré otros problemas.

Texto farragoso y de difícil comprensión

Si uno de los objetivos de la Convención y de la Conferencia Intergubernamental era acercar la UE a los ciudadanos mediante una simplificación de los tratados y de sus mecanismos institucionales, esto no se ha conseguido: el diseño institucional deja mucho que desear y la definición y los ámbitos de mayoría cualificada para las votaciones es muy enrevesado. Así, estamos ante un texto farragoso y de difícil comprensión.
Pero este problema podía haber sido solventado si la imagen transmitida a la ciudadanía hubiera sido diferente. Una imagen más entusiasta, donde se planteara la importancia de la Constitución por el modelo de Europa que configura, y no como un problema de reparto de poder entre representantes que tenían concepciones de Europa diferente y, a veces, contrapuestas, en un contexto de desinfle por los resultados mediocres de las elecciones al Parlamento Europeo. Porque, y este es el verdadero problema, la UE se está construyendo enfrentándose a diversos miedos, como los generados por la pérdida de importancia de Europa en el mundo, por su declive, y por la ruptura de las redes tradicionales de seguridad –políticas, culturales, económicas– de las que tan arduamente nos dotamos en la segunda mitad del siglo pasado. Los cambios se han acelerado, y con ello los miedos, que están provocando comportamientos individuales y colectivos de evitación y parálisis –euroescepticismo–, y, desgraciadamente en menor medida, de innovación.
Esta situación crea un problema a la hora de ratificar la Constitución por referéndum, no sólo por la abstención posible, sino porque en algunos países puede haber mayorías en contra que ocasionarían, según el Estado que sea, un verdadero problema para la Unión.
No obstante, la cuestión clave que se ha puesto sobre la mesa es el tipo de Unión que configura la Constitución, y en concreto, la conformación de una UE a varias velocidades, con diferentes constelaciones institucionales de poder, en el marco de unas reglas comunes. Todos los debates de la Conferencia Intergubernamental han estado atravesados por los polos de atracción federalista e intergubernamental; es decir, por los que querían avanzar en la integración, en el aumento de los ámbitos para las decisiones por mayoría cualificada y en el aumento del papel del Parlamento Europeo; y los que pretendían frenar la integración, seguir manteniendo las decisiones por unanimidad y reforzar el papel de los Estados, y que han tenido en Inglaterra su adalid, apoyados por algunos de los países recién incorporados a la Unión. Esta batalla ya había sido librada en la Convención y tiene su reflejo en la Constitución, donde Londres impuso la unanimidad y el control del Consejo en ámbitos como el fiscal, el de la política exterior y de seguridad común, o en las cláusulas limitativas para la aplicación de la Carta de Derechos Fundamentales. En esta cumbre de junio lo que se ha escenificado de nuevo es este debate. También es verdad que ha mostrado por dónde va a avanzar una UE cada vez más compleja: por las cooperaciones reforzadas y estructuradas que van a configurar una UE a varias velocidades y diversas constelaciones de poder. Esta batalla está teniendo su extensión a la hora de elegir al sucesor de Prodi al frente de la Comisión.
 
La Europa que configura la Constitución

Aunque en los fundadores de la CEE parecía estar claro que el objetivo de la Comunidad era avanzar hacia una federación europea para el mantenimiento de la paz, nunca quedó claro qué forma adoptaría ésta; además, el propio método de integración, paso a paso y con reformas ad hoc para solucionar problemas concretos, hizo que la reflexión sobre hacia dónde conducía la integración no estuviera entre las preocupaciones principales.
Sin embargo, los cambios producidos en la UE desde los años ochenta, la consolidación y aumento de las actividades del Parlamento Europeo, la profundización en la integración y los nuevos retos a los que tiene que hacer frente colocan la finalidad en un primer plano.
Las discusiones se han movido entre dos polos: uno federalista y otro intergubernamentalista. La Constitución, tras el acuerdo franco-alemán, lo ha resuelto integrando ambos puntos de vista en un modelo híbrido que participa de los dos y que algunos denominan como federalismo intergubernamental. Éste queda explícito en el artículo 1: «La presente Constitución, que nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados de Europa de construir un futuro común, crea la Unión Europea a la que los Estados miembros confieren competencias para alcanzar sus objetivos comunes. La Unión coordinará las políticas de los Estados miembros encaminadas a lograr dichos objetivos y ejercerá, de modo comunitario, las competencias que éstos le transfieran». Este artículo deja claro la doble legitimidad en la que se funda la Unión: la ciudadana y la de los Estados de Europa. Pero, también, el endeble equilibrio en el que se sustenta, donde los Estados siguen siendo clave y, por lo tanto, el reparto de poder fundamental.
Al tiempo, la Constitución explicita los valores y objetivos que motivan la actuación de la UE y los derechos fundamentales que protegen a las personas y ciudadanos que pertenecen a ella. Y se dota de un marco institucional único cuya finalidad es perseguir esos objetivos, promover los valores y favorecer los intereses, así como mantener la coherencia, eficacia y continuidad de las políticas y acciones que lleva a cabo con miras a la consecución de sus objetivos. Sin embargo, la Unión no puede expandir sus políticas y acciones para cumplir sus objetivos, ya que está limitada, en primer lugar, por las atribuciones que los Estados le puedan transferir, siguiendo el principio de atribución (artículo 9.2): «La Unión actúa dentro de los límites de las competencias que le atribuyen los Estados miembros en la Constitución, con el fin de lograr los objetivos que ésta determine. Toda competencia no atribuida a la Unión corresponde a los Estados miembros».
Y, en segundo lugar, por  el principio de subsidiariedad. Según el artículo 9.3, en «virtud del principio de subsidiariedad, en los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, la Unión intervendrá sólo en la medida en que los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros, bien a nivel central o bien a nivel regional y local, sino que puedan alcanzarse mejor, debido a la dimensión o a los efectos de la acción contemplada, a nivel de la Unión». Esto implica un sistema político de múltiples niveles, donde las «razones para concluir que un objetivo de la Unión puede alcanzarse mejor a su nivel deberán justificarse mediante indicadores cualitativos y, cuando sea posible, cuantitativos» (protocolo sobre la aplicación del principio de subsidiariedad).
En todo esto, los Estados siguen siendo claves, y con ello,  de nuevo, el reparto de poder (3). Y con una Europa ampliada a 25-27 miembros mucho más, de ahí la salvaguarda para continuar en la profundización de la integración mediante la cooperación reforzada o estructurada, cuyo objetivo está basado en el principio de que ningún Estado debe ser forzado a llegar hasta donde no quiera, pero tampoco debe impedir el avance de otros.
Aquí parece estar el futuro de la integración en una Europa ampliada donde es muy difícil que tantos Estados puedan avanzar conjuntamente, y, en todo caso, ese avance sería muy lento. El artículo 43 hace referencia a la cooperación reforzada, cuya finalidad es impulsar los objetivos de la Unión, proteger sus intereses y reforzar su proceso de integración en el marco de las competencias no exclusivas de la Unión, y siempre que quede claro que los objetivos perseguidos por dicha cooperación no puede alcanzarlos en un plazo razonable la Unión en su conjunto.
El euro es una cooperación reforzada; también lo fue Schengen, que se convirtió en determinante para crear el espacio de libertad, seguridad y justicia. Pronto habrá un nuevo ámbito relacionado con la defensa encabezado por Francia e Inglaterra. ¿Para cuándo nuevos espacios que refuercen el modelo europeo en los aspectos sociales y ecológicos? Y, sobre todo, ¿qué fuerzas sociales y políticas los impulsarán?

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(1)  El Ministro de Asuntos Exteriores español, Miguel Ángel Moratinos, afirmaba que esta forma de tomar las decisiones será provisional, pues se preguntaba qué pasaría si Turquía entrara en la Unión, que, con una población de 70 millones de habitantes, podría convertirse en el segundo país con más poder. También puede ser que esto haga más difícil la entrada de Turquía.
(2) El texto completo de los acuerdos lo podemos encontrar en www.eu2004.ie. Documentos CIG 81/04  del 16/6/2004 y CIG 85/04 del 18/6/2004.
(3) El reparto de votos no tiene por qué suponer un aspecto negativo para la integración europea. Lo sería si escondiera una visión exclusiva de defensa de los intereses estatales y pudiera provocar una fractura y desconfianza entre los países; pero también puede ser positivo si se utiliza para impulsar el proyecto de integración y construcción europea en una determinada dirección más europeísta, social y ecológica.


La abstención en las elecciones europeas

«En las elecciones europeas…, en contraste con todas las demás convocatorias electorales en las que los ciudadanos están acostumbrados a participar, su función no es elegir Gobierno alguno, sino tan sólo producir representación y, derivadamente, legitimidad… Pero es sin duda un dato relevante que los europeos no están acostumbrados a que la elección de representantes esté desvinculada del proceso de selección de gobernantes.
»El hecho de que las elecciones europeas sean, además, elecciones de “segundo orden” (en las que no se elige Gobierno) provoca que su valor electoral se trastoque, convirtiéndolas en una oportunidad única para castigar a los gobiernos por razones internas… Muchos de los que acudieron a votar en las elecciones europeas no lo hicieron porque fueran “buenos europeos”…, sino simple y llanamente querían castigar a los gobiernos en el poder en sus Estados miembros».
También, «el aumento del  voto euroescéptico en toda la Unión Europea demuestra que las elecciones europeas otorgan a muchos ciudadanos una buena (y muy legítima) oportunidad de manifestar su disconformidad con la Unión Europea». «¿Y si los ciudadanos de la Unión Europea no acudieron a votar en forma masiva simplemente porque… llegaron a la conclusión de que en esta campaña electoral no estaban en juego materias que se acercaran a sus intereses más fundamentales?»
(José Ignacio Torreblanca, “Claves para entender la abstención en las elecciones europeas”, Análisis del Real Instituto Elcano).