5 noviembre 2017
Cuando empezaba a redactar estas líneas salta la noticia: la jueza Lamela envía a la cárcel (prisión provisional sin fianza) a ocho miembros del Govern (hoy ya exGovern) de Puigdemont.
Entre las posibles medidas cautelares se ha inclinado por la más severa. Arguye que otros compañeros de los encarcelados han huido a Bélgica, suponiendo que esa conducta puede ser contagiosa, pero no tiene en cuenta, en sentido contrario, que precisamente estas personas a las que ha privado de libertad decidieron no huir y presentarse en la Audiencia Nacional. Tampoco les ha dado tiempo de preparar la defensa. Asimismo, acepta la calificación de rebelión respecto a hechos que están lejos de constituir un levantamiento público y violento.
Estas decisiones han suscitado algunas críticas bien fundadas, al tiempo que han dado pie a reacciones peregrinas e interesadas que hacen referencia a un retorno del franquismo y que parecen ignorar las graves infracciones cometidas por los acusados.
La actualidad judicial, una vez más, aparta del debate público todo lo que no tiene que ver directamente con los juzgados.
Y, sin embargo, los problemas políticos siguen ahí.
Por mi parte, no me resigno a dejar a un lado algunos de estos problemas sobre los que sería bueno mantener viva la reflexión y el intercambio de opiniones.
En esta ocasión me propongo esbozar algunas observaciones sobre los modos de abordar lo que se viene llamando sin mucha propiedad la cuestión catalana, que, durante los últimos tiempos se ha convertido en la principal cuestión española.
Todo el mundo destaca la gravedad de la situación, pero los diagnósticos son variados. Con frecuencia se concibe el problema solo como un conflicto entre Cataluña y el Estado español.
Pero presentar el problema solamente como un conflicto entre la sociedad catalana y el Estado español supone una reducción unilateral de la cuestión; se deja por el camino una dimensión importante de la realidad. Hay otra vertiente sobresaliente.
Me estoy refiriendo al conflicto interno en la propia sociedad catalana; la otra cara de la moneda.
Ambos aspectos están entrelazados pero cada uno de ellos tiene existencia propia y malo será que el primero tape al segundo.
Todos los sondeos de opinión nos hablan de un país en el que se han consolidado las diferencias entre campos identitarios relativamente distintos. La repetición de som un sol poble no consigue deshacer esta persistente distinción, ni disolver la tensión que viene vapuleando a la sociedad catalana. Hay que decir, con todo, que cada una de esas dos grandes fracciones de la sociedad catalana no es una realidad homogénea ni fija. En ambas hay una relativa diversidad de ideas y de aspiraciones y están lejos de permanecer estáticas.
Contradiciendo al mencionado reduccionismo, una de las últimas encuestas, entre tantas otras, nos ofrece un cuadro de identidades colectivas significativo: se identifica como sólo catalán un 19%; tan catalán como español, un 46%; más español que catalán, 5%; solo español, 3%. Metroscopia, 30 de octubre de 2017.
Las encuestas al uso no suelen arrojar luz sobre los sentimientos de pertenencia de la población de origen extranjero, que, según el Institut d’Estadística de Catalunya, era en 2016 un 13,60 de la población catalana. https://www.idescat.cat/poblacioestrangera/?b=0〈=es
La parcela más amplia es la de quienes se sienten tan catalanes como españoles, sin percibir ambas identificaciones como opuestas o excluyentes, mientras que la identidad solo catalana representa una quinta parte de la población, y la de quienes se definen como solo españoles forma un insignificante espacio residual.
Ante los problemas que vienen registrándose en la convivencia entre sectores de la población catalana caben diversas opciones. Deseo destacar dos.
La primera es un referéndum acerca de si Cataluña debe seguir formando parte de España o si, por el contrario, debe separarse y constituir otro Estado. La segunda consiste en buscar un lugar de encuentro entre quienes desean la secesión y quienes prefieren que Cataluña permanezca dentro de España.
Opción A
La primera de estas dos opciones suscita un problema previo: el derecho a la autodeterminación externa o secesión para un país como Cataluña no tiene cabida en la legislación española y tampoco en la internacional, que lo reserva para casos de dominación colonial, ocupación extranjera, opresión… (Carta de las Naciones Unidas de 1945; Acta Final de Helsinki y Resolución 1514-XV de las Naciones Unidas de 1960; Asamblea de la ONU de 1995).
Hay quienes invocan un supuesto derecho natural a la autodeterminación, pero ese derecho si no está incorporado a la legislación no es operativo. Quienes creen que debería convertirse en un derecho positivo aplicable a Cataluña necesitan fundamentar su demanda y concretar su contenido, y no limitarse a defenderlo como un derecho natural o repetir incansablemente que está amparado por la legislación internacional, lo que es falso.
Así y todo, entiendo –de conformidad con la valiosa doctrina canadiense, contenida en el dictamen de la Corte Suprema (agosto de 1998) y en la Ley de Claridad (junio de 2000)– que si una parte importante de la población catalana mostrara persistentemente la voluntad de pronunciarse en ese sentido estaríamos ante un serio problema político, al que habría que dar una respuesta democrática, no porque lo establezca así un pretendido derecho a la autodeterminación sino porque es deficiente desde un punto de vista democrático que la sociedad no pueda pronunciarse en una consulta libre y con garantías de fiabilidad.
El contenido de esa posible consulta así como sus condiciones, a falta de una legislación específica que le dé amparo, debería negociarse entre las instituciones catalanas y las del Estado español y generar las transformaciones legales que fueran pertinentes.
No obstante, y sin entrar ahora en otros problemas relacionados con esta fórmula, un referéndum cuyos términos sean el si o el no a la secesión abriría un tajo en la sociedad y dejaría a una mitad como ganadora y a la otra como perdedora. Gane la que gane.
Tal consulta no sería capaz de superar la actual dinámica frentista-identitaria. No encauzaría apropiadamente la pluralidad nacional de Cataluña; no serviría para asentar la convivencia en unos términos incluyentes y pluralistas.
Resulta preocupante que la Generalitat, al encabezar uno de estos frentes, haya venido actuando no como representante de toda la sociedad catalana sino solo de una parte de ella. Su idea de Cataluña se identifica con una parte.
Lamentablemente, la aspiración de una parte de ser el todo sigue pesando en parcelas del independentismo, no en todo él, como vemos en un comunicado de la corriente llamada Anticapitalista (29 de octubre de 2017), en el que preconiza «suturar esa división [de la sociedad catalana] integrando a los sectores populares no independentistas en su proyecto de país…». Es decir que, según esto, la solución reside en que una parte de la sociedad acepte la supremacía de la otra, consagrando así una salida antipluralista. Todo lo que se ofrece a la otra parte es que se sume a un proyecto al que es contraria. Esto corresponde a una visión de la sociedad catalana en la que la parte independentista es identificada como representante de toda Cataluña o con el pueblo catalán, quedando relegada la parte no independentista a un papel de simple acompañante.
Opción B
La segunda posibilidad consiste en tomar en consideración la pluralidad de la sociedad catalana. Si el sentimiento de pertenencia nacional es un factor definitorio de las realidades nacionales, hay que reconocer que en Cataluña hay una pluralidad nacional. Siendo consecuentes con esta constatación, habría que poner los medios para alcanzar un pacto a favor de esos bienes tan valiosos como frágiles que son la convivencia y la cohesión.
Un hipotético pacto catalán orientado en esta dirección perseguiría hacer posible un proyecto que ni sería el mantenimiento inalterado de lo actual ni tampoco la secesión.
A juzgar por los sondeos de opinión, una solución de este tipo podría ser suficientemente satisfactoria para una amplia mayoría de la sociedad catalana.
Si tomamos como referencia el último barómetro del CEO (Centre d’Estudis d’Opinió), realizado entre el 16 y el 29 del pasado octubre sobre una muestra de 1.338 personas entrevistadas directamente, podemos concluir que el espacio de posibles consensos viene delimitado por los siguientes datos.
De un lado, han de tenerse en cuenta los porcentajes que corresponden a quienes consideran que el nivel de autonomía de Cataluña es suficiente (23,0%) y quienes piensan que es insuficiente (64,6%). De otro lado, respecto a las demandas de independencia, los porcentajes principales son los de quienes entienden que Cataluña debería ser una comunidad autónoma de España (27,4%); quienes preferirían un Estado dentro de una España federal (21,9%) y quienes reivindican un Estado independiente (40,2%). La pregunta “¿Quiere que Cataluña se convierta en un Estado independiente?” obtiene un 48,7% de respuestas afirmativas y un 43,6% de negativas. Se puede apreciar un crecimiento del apoyo a la independencia en comparación con el anterior barómetro (julio de 2017; encuesta elaborada entre el 26 de junio y el 11 de julio). Entonces los partidarios de la independencia fueron un 41,1% frente a un 49,4% de contrarios.
La encuesta más modesta de Metroscopia (500 personas consultadas telefónicamente), publicada el 30 de octubre, distingue entre tres opciones: a) a favor de la independencia (29%); b) a favor de que Cataluña siga en España como hasta ahora (19%); y c) a favor de que continúe formando parte de España pero con nuevas y garantizadas competencias en exclusiva (46%).
Comparando la composición de la parte independentista con la no independentista, se aprecia que en la primera tienen mayor peso que en la segunda las personas con un nivel de renta relativamente alto (un 56% de quienes disponen de rentas medias bajas y bajas no son favorables a la independencia y sí lo son un 33%), catalano-hablantes, nacidas en Cataluña y con más antecesores autóctonos. Asimismo, difiere la implantación geográfica: el no independentismo está más presente en los mayores núcleos de población y en la costa.
En relación con la búsqueda de consensos ha de tenerse presente que la representatividad de los principales partidos es eminentemente parcial, muy poco transversal. La mayor parte de los partidos no escapan a las fronteras entre independentismo y no independentismo.
Entre las personas encuestadas, quienes declaran una intención de voto a Junts pel Sí son independentistas en un 92,7% de los casos, mientras que este porcentaje alcanza un 93,3% en la CUP. Entre quienes se proponen votar al PSC, a Ciudadanos y al PP, y no quieren la independencia, respectivamente, un 87,4%, un 98,8% y un 91,7%.
Solo Catalunya Si Que Es Pot (o Catalunya en Comú que previsiblemente reemplazará a CSQP) constituye un caso de mezcla: quienes han declarado que le votarán en las elecciones autonómicas se dividen entre un 30,4% de independentistas y un 55,7 de no independentistas (de aquí por cierto las dificultades para dar satisfacción a ese electorado mixto, que favorecen la tendencia de los comunes a ubicarse políticamente de forma no siempre muy clara y a dar bandazos).
Por descontado que el logro de un acuerdo no frentista sino transversal entre las dos grandes fracciones de la sociedad requiere una comunicación fluida y un consenso entre los principales partidos, o la mayor parte de ellos, hasta hoy enfrentados respecto a esta cuestión.
Claro que llevar adelante este empeño implica que los partidos renuncien al triunfo entero de su proyecto particular y que se avengan a favorecer fórmulas intermedias. O, dicho de otro modo, que los partidos opuestos a la secesión no se dejen cegar por el ansia de desquite que observamos en Ciudadanos y en el PP, y que acepten negociar el reforzamiento del autogobierno de Cataluña. Y que los partidos independentistas renuncien a volver a intentar el triunfo del proyecto de una parte de la sociedad frente a la voluntad de la otra, y que vuelvan, por decirlo así, a la senyera, que representa a toda la población catalana, algo que no ocurre con la estelada, bandera propiamente de parte.
¿Será posible encontrar un punto de confluencia que sea respaldado transversalmente al menos por dos tercios del Parlament (90 escaños del futuro Parlament), lo que resulta necesario para aprobar una nueva ley electoral catalana, que ponga término a la desigual distribución de escaños, y una nueva posición de Cataluña en España atendiendo a las demandas de la mayor parte de la población?
Así pues, se precisa diálogo, negociación y acuerdo en Cataluña y, también en el conjunto de España, para desembocar en sendas consultas democrática en Cataluña y en toda España, que debería ratificar un Pacto de Estado que abarcara objetivos diversos como los que ha postulado Miquel Iceta en su reciente conferencia en el Club Siglo XXI (24 de octubre de 2017), y que van desde la reforma federal de la Constitución, hasta la adopción de un nuevo sistema de financiación para Cataluña, pasando por un reparto competencial que mejore el autogobierno catalán, unas inversiones en infraestructuras (especialmente las tocantes al corredor del Mediterráneo y a los trenes de cercanías), y una serie de medidas simbólicas acordes con la singularidad y la importancia de Cataluña.
Un amplio pacto en España debería evitar que se repita la desgraciada historia del Estatut de 2005. Lo deseable es que las reformas de la Constitución se realizaran antes de dar curso a un nuevo Estatut para que encuentren acomodo en él los cambios necesarios. Asimismo, debería modificarse el Tribunal Constitucional para poner coto a su actual dependencia de los partidos políticos.
Se oponen a ello inercias que gravitan sobre la vida política: el lastre de los intereses partidistas, tan presente en la política española, incluida la catalana; la dinámica frentista e identitaria que determina en alto grado los movimientos de los partidos políticos.
Este es un camino escarpado, pero, ¿hay alguno mejor?