Consejo de Estado (Francia)
Informe público 2004.“Un siglo de laicidad” (Informe íntegro)
Traducción del francés al castellano: David Vargas
1- Con motivo del centenario de la ley de 9 de diciembre de 1905 referente a la separación del Estado y las Iglesias, se ha decidido, al igual que para el centenario de la ley de 1901 sobre las asociaciones, consagrar las consideraciones generales del informe público 2004 al asunto de la laicidad.
Se ha optado por una acepción amplia de ese concepto, mas allá de los actuales debates sobre el uso de signos de pertenencia religiosa en la escuela, que, aunque importantes, no abarcan toda la amplitud del asunto.
El objetivo era, como indica el título “Un siglo de laicidad”, exponer el estado de la cuestión, un balance de cien años de aplicación de la ley de 1905 y, más ampliamente, del principio de laicidad destacando varias cuestiones: el peso de la historia; la complejidad del asunto, que va más allá del estricto ejercicio de cultos; el pragmatismo con el que el principio de laicidad se ha aplicado así como los antagonismos y las tensiones que han marcado su aplicación; el rol del juez administrativo en esa aplicación a través de una interpretación liberal y práctica de los textos.
Ese balance pone de manifiesto la complejidad de este edificio construido sobre unas bases sólidas, el artículo 10 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la ley de 1905, la consagración constitucional del principio de laicidad en 1946 y en 1958. Pero este edificio se ha construido gracias a sutiles articulaciones constructivas cada vez que se planteaba un problema de aplicación práctica y debía ser resuelto, ya fuera por la adecuación de y complementación de los textos o por una interpretación bien recibida de la jurisprudencia. El decano Gabriel Le Bras, en 1950, calificó al Consejo de Estado de “regulador de la vida parroquial” y se ha podido hablar de una “verdadera construcción de los fundamentos de la laicidad por parte de la Alta Asamblea”. (1)
No hay una definición del concepto de laicidad, que ha recibido acepciones diversas, aunque tampoco puede ser objeto de cualquier interpretación. Intraducible en la mayoría de las lenguas, el concepto de laicidad hace referencia, en un sentido amplio, a una pérdida de influencia de la religión en la sociedad. Más concretamente, la laicidad francesa significa el rechazo de la sujeción de la Política a la Religión, o viceversa, sin que haya necesariamente una estanqueidad total entre la una y la otra. Implica el reconocimiento del pluralismo religioso y de la neutralidad del Estado respecto a las diversas Iglesias.
Un siglo después de la separación entre Iglesias y Estado, el concepto de laicidad goza de un amplio consenso. Pero la evolución del paisaje religioso francés y de nuestra sociedad suscitan hoy nuevos interrogantes, vinculados a menudo al encaje del Islam, pero también a un retorno a lo religioso, en buena medida auspiciado por pérdida de la confianza en los beneficios del desarrollo económico.
Son muchos los que subrayan la importancia de la base jurídica existente y de los límites que tanto las religiones como las autoridades públicas tienen que respetar para que se puedan garantizar la libertad de conciencia y el pluralismo de creencias sin atentar contra el orden público. El sistema francés de separación de ambas esferas nunca ha rechazado los compromisos cuando éstos han sido necesarios.
Finalmente, la sociedad francesa no reside en un mundo cerrado dentro de sus fronteras. Si el concepto de laicidad es visto por muchos como una particularidad francesa, no hay que exagerar el alcance de esta singularidad.
2-Para comprender mejor el desarrollo del concepto de laicidad en Francia, que ante todo es el resultado de un largo proceso histórico, se ha considerado útil realizar una breve síntesis de la génesis de la laicidad francesa, esencialmente desde la Revolución hasta 1905, y presentar la historia, la filosofía y la economía de la ley de 1905, conceptos ampliamente nutridos por los trabajos preparatorios de la ley. Tales trabajos muestran a la vez la dureza de los debates y, en palabras de Aristide Briand, el “deseo de pacificación de los espíritus”.
Sin hacer referencia explícita a la laicidad, la ley de 1905 establece su marco, fundado en dos grandes principios: la libertad de conciencia y el principio de separación. La República “no reconoce, ni retribuye, ni subvenciona ningún culto”, aunque no ignora a ninguno de ellos. La ley de 1905 suprime el servicio público de cultos, pero la religión no es un asunto puramente privado, y el ejercicio de los cultos puede ser público. Los gastos referentes a los cultos son suprimidos de los presupuestos públicos, a excepción de los que se refieren a las capellanías; la delicada cuestión de la atribución de los bienes de los que disponía la Iglesia da lugar a grandes dificultades con la Iglesia católica.
Pero la vía a una interpretación liberal de los textos está abierta. Aristide Briand concibe la separación como una obra de apaciguamiento. Por su parte el juez, al imponer una concepción abierta de la laicidad, ha desempeñado un papel acorde a los deseos del legislador en la interpretación de la ley. Lo ha hecho en el sentido más liberal, vigilando la puesta en práctica del principio de libre ejercicio de los cultos, con las restricciones que el orden público pueda exigir, así como el respeto de las reglas de organización de los cultos. La aportación del Consejo de Estado a menudo ha sido esencial ya se tratase de leyes referentes a la organización y al ejercicio de los cultos, a la libertad religiosa en la función pública o a la libertad de enseñanza.
Paralelamente, la laicidad francesa se ha acomodado a determinados particularismos locales que aún permanecen: el régimen de los cultos en Alsacia-Mosela, en el que podemos observar una forma particular de organización de las relaciones y de la separación entre las Iglesias y el Estado; los regímenes aplicables en ultramar, que se explican por razones jurídicas e históricas, y también por la preocupación de tener en cuenta las costumbres y las especificidades locales.
Guardándose de intentar establecer una definición precisa del concepto de laicidad, el informe se esfuerza en comprender su contenido en tres aspectos:
a) Laicidad y neutralidad: el principio de laicidad impone obligaciones al servicio público (2), la neutralidad respecto a todas las opiniones y creencias. “La neutralidad es la ley común de todos los agentes públicos en el ejercicio de su servicio” (3).
b) Laicidad y libertad religiosa: la laicidad no se limita a la neutralidad del Estado ni a la tolerancia. No puede ignorar el hecho religioso e implica la igualdad entre los cultos. En la línea de su jurisprudencia clásica sobre las libertades públicas (4), el juez administrativo se esfuerza en conciliar libertad religiosa y respeto del orden público.
c) Laicidad y pluralismo. Si en 1905 el legislador hizo desaparecer la categoría de cultos reconocidos, y si en adelante el Estado no debe por tanto “reconocer” ninguna religión, tampoco debe ignorar a ninguna. Entre los logros de la laicidad figura la afirmación de que todas las religiones tienen derecho a expresarse y, en contraposición de lo anterior, la de que ninguna de ellas pueda adueñarse del Estado o negar los principios fundamentales sobre los que éste reposa.
3- La práctica de la laicidad ilustra el pragmatismo y la interpretación liberal de los textos que han prevalecido a lo largo de los años.
El ejercicio de los cultos está marcado por el paso de una laicidad de combate a una laicidad más apaciguada. Las modalidades de regulación del conflicto con la Iglesia católica en la cuestión de las asociaciones de culto, la aplicación de los textos sobre las congregaciones religiosas, el régimen aplicable a los lugares de culto, el estatuto de los ministros del culto y de los capellanes vienen a ilustrar la puesta en práctica de la ley de 1905 y del principio de laicidad así como del papel jugado por el juez administrativo en la interpretación de los textos y la búsqueda de soluciones pragmáticas para el ejercicio cotidiano de los cultos.
Al día siguiente de la promulgación de la ley de 1905, la crisis de los inventarios de los bienes eclesiásticos y el rechazo de la Iglesia católica a acomodarse a las asociaciones de culto previstas en la ley de 1905, que tienen por objeto atender los gastos, la conservación y el ejercicio público del culto, condujo a un endurecimiento de las relaciones con el Estado. Pero el deseo de los poderes públicos de salir del estancamiento, la propia evolución de la opinión católica y la interpretación liberal de los textos por parte de los tribunales ayudan al apaciguamiento. La ley de 1907 permite encuadrar el ejercicio público de un culto tanto por medio de una asociación de la ley de 1901 como por la vía de simples reuniones públicas; los acuerdos Poincaré-Briand-Ceretti de 1924 culminan, para la religión católica, en la constitución de asociaciones diocesanas, que la Administración admite que deben conformarse las reglas de organización general del culto católico cuyo ejercicio se proponen asegurar.
El Consejo de Estado ha desarrollado un importante papel en la resolución de la crisis entre la Iglesia católica y la Santa Sede acerca de la cuestión de las asociaciones de culto. Ha reconocido que estas deben respetar la jerarquía de la Iglesia. El juez administrativo ha velado por que el principio, introducido por la ley de 1905, de prohibir las subvenciones públicas a los cultos sea respetado, pero dando a este principio una interpretación razonable (5). Ha delimitado los contornos de la noción de congregación, y controla la conformidad de sus estatutos con el derecho vigente, mediante el dictamen de conformidad sobre su reconocimiento legal. El estatuto de congregación ha sido reconocido a comunidades multiconfesionales o de confesión no católica (6). El Consejo de Estado ha velado por que se puedan crear capellanías allí donde la ley de 1905 lo exigía, es decir, en los lugares cerrados (hospitales, prisiones, internados).
Otra cuestión sensible: si bien el principio de separación introducido por la ley de 1905 imponía una redefinición de las reglas aplicables para el régimen de propiedad y de disfrute de los edificios de culto, cuyos fundamentos que no se han cuestionado, el legislador ha debido tomar en cuenta, a la vez, la herencia de la historia y de las reacciones que conllevaba ese asunto. Como resultado se ha producido una fragmentación del derecho de propiedad aplicable, variable en función de la fecha de construcción del edificio y de que el culto permita la celebración pública.
En virtud de la combinación de las disposiciones de la ley de 1905 y de la del 13 de abril de 1908 el Estado, los departamentos y los municipios han visto reconocido un derecho de propiedad sobre los edificios de culto que les pertenecían en 1905 y sobre los que pertenecían en esa fecha a las instituciones públicas eclesiásticas llamadas a desaparecer pero que no fueron reivindicados por una asociación de culto, caso de los edificios católicos en razón del rechazo de la Iglesia a constituir asociaciones de culto previstas en la ley de 1905. Pero el legislador, al votar la ley del 2 de enero de 1907 relativa al ejercicio público de los cultos, deseó que esos edificios (en su inmensa mayoría católicos), que pertenecen al dominio público y que están destinados al ejercicio público del culto, sean dejados a disposición de los fieles y de los ministros del culto. Por el contrario, en el caso de los edificios de culto de protestantes e israelitas, las asociaciones de culto formadas en los términos legales se han beneficiado de la atribución en propiedad de estos bienes. En fin, los edificios de culto posteriores a 1905 son propiedad de las personas privadas que los han construido y adquirido, en general asociaciones de culto, y entre ellas las asociaciones diocesanas católicas.
La multiplicidad y la complejidad de los regímenes de propiedad de los edificios de culto tienen eco en las reglas aplicables para su mantenimiento y su conservación. En suma, ya se trate de edificios de culto pertenecientes a una persona pública o de una asociación de culto, las colectividades públicas tienen el derecho pero no la obligación de contribuir a los gastos de mantenimiento y conservación de estos edificios. No obstante, la libertad dejada a los colectivos propietarios para mantenerlos o no se ve limitada por la jurisprudencia que considera que la falta de mantenimiento normal del edificio permite exigir el cumplimiento de ese mantenimiento.
El Consejo de Estado ha desempeñado un importante papel en la organización del ejercicio del culto: de manera general, reconoce a los ministros del culto el poder de asegurar la “police de l’eglise” y delimita los poderes respectivos del alcalde y del cura.
Hoy se plantean nuevas cuestiones ligadas al desarrollo de actividades económicas, turísticas o culturales, entorno a los edificios de culto. Se pueden distinguir tres problemas: la cuestión del pago y de los beneficiarios de los derechos de acceso a determinadas partes de los edificios de culto; el desarrollo de lugares de venta en relación con el patrimonio; la utilización de los edificios de culto que pertenecen a personas públicas para manifestaciones de carácter profano como conciertos. Sobre estos aspectos, parece deseable una aclaración del derecho aplicable.
4- La laicidad francesa es una laicidad sobre un fondo de catolicismo. Se ha forjado ampliamente en reacción a la Iglesia católica, aunque no ha podido ignorar el peso del catolicismo. Hoy, el paisaje religioso de Francia ha evolucionado y, en particular, se plantea la cuestión de la inserción del Islam en el contexto jurídico. De forma más general, se han formulado ciertas críticas que cuestionan algunas diferenciaciones entre cultos que estarían ligadas con el marco jurídico heredado de la historia, como por ejemplo el régimen de los lugares de los cultos. El Informe expone estas diferenciaciones así como las críticas formuladas.
De este modo, la cuestión de los lugares de culto resulta de gran actualidad. Si se han construido pocas mezquitas de verdad y si los lugares de culto musulmanes son a menudo precarios, ciertas tendencias protestantes carecen también de lugares de culto, y la propia Iglesia católica experimenta necesidades reales en las zonas urbanas y periféricas. La insuficiencia del número de capellanías supone otra dificultad. Tratándose del Islam, el hecho de que no disponga, por decirlo así, de un clero en el sentido católico del término, con ministros del culto inscritos en una jerarquía, hace que las cosas sean más complejas.
El carácter de privilegio, muy ligada a las ventajas patrimoniales y fiscales de las que se benefician del régimen al que se someten las congregaciones, tiene como contrapartida la obligación de que el único objetivo de esa las asociación sea el ejercicio del culto, una exigencia que no es siempre bien comprendida.
El informe aborda igualmente la cuestión de la búsqueda espiritual fuera del campo religioso tradicional y, en particular, la de la frontera entre las asociaciones de culto constituidas al amparo de la ley de 1905 y otras asociaciones.
5- Pero la práctica de la laicidad no se limita al ejercicio de los cultos. Comporta otros aspectos. Sin pretender ser exhaustivo, el informe se esfuerza en ofrecer una panorámica en la que se aborda cuestiones como las prescripciones y los ritos; el dominio médico y bioético; la enseñanza; la empresa; los medios de comunicación; las cuestiones relativas al estatuto personal.
El informe destaca las dificultades encontradas en cada uno de estos sectores; dificultades que subsisten, aunque a menudo, han sido superadas a través de un esfuerzo de conciliación y buscando soluciones pragmáticas entre la libertad religiosa y el respeto de las reglas comunes para todos los ciudadanos.
En lo que se refiere al respeto a las prescripciones y a los ritos, se han establecido soluciones para permitir el sacrificio ritual de animales previsto por las religiones judía y musulmana. Las cuestiones relativas a los funerales y a las sepulturas han justificado la búsqueda de soluciones tales como las “calles confesionales” habilitadas en los cementerios. Si bien ningún texto impone que se tengan en cuenta las fiestas religiosas para la organización de las actividades privadas o públicas, el artículo L. 222-1 del Código del Trabajo al no hacer figurar más que fiestas religiosas cristianas entre las fiestas legales, posibilita de acordar de manera puntual la no asistencia al trabajo está prevista en lo que respecta a la Administración pública y, en la empresa, compromisos similares se establecen mediante disposiciones colectivas o individuales.
En el dominio médico y bioético se plantea la cuestión de la frontera entre las preocupaciones por la salud pública y el respeto a las creencias. La apelación a las convicciones religiosas sólo es admitida en la medida en que resulte compatible con el principio de salvaguarda de la integridad física y con el derecho aplicable. El consentimiento del paciente es uno de los aspectos: según la jurisprudencia, no hay una jerarquía preestablecida entre la libre y reflexionada voluntad del enfermo y la obligación de salvar la vida. La jurisprudencia considera que no comete ninguna falta que comprometa a la responsabilidad del servicio público el médico que, sea cual sea su voluntad de respetar la voluntad del paciente basada en convicciones religiosas, elige, teniendo en cuenta la gravedad de la situación en la que se encuentra, tirar adelante un acto proporcional a su estado e indispensable para su supervivencia, que es el único objetivo (7). Las transfusiones de sangre pueden ser administradas a niños cuyos padres rechacen esta práctica por motivos religiosos (8). Por otro lado, la petición en el hospital para hacerse curar por un médico del mismo sexo no prevalece sobre las obligaciones de la organización del servicio. De igual modo, el uso del foulard por parte de las pacientes no predomina sobre las exigencias relacionadas con las condiciones y la naturaleza de las curas.
La escuela es un lugar revelador de las dificultades que puede implicar la cohabitación ente distintas creencias. Las disputas escolares han sido a menudo una brecha importante, fuente de antagonismos, en el apaciguamiento construido en torno a la laicidad. Tras la separación entre las iglesias y el Estado, nuevos textos vinieron a completar las grandes leyes de finales del siglo precedente. En particular, la ley del 25 de julio de 1959, conocida como ley Debré, cuyas disposiciones esenciales permanecen hoy aplicables, marcó una nueva fase para la libertad de enseñanza. En los términos de su decisión número 77-87 del 23 de noviembre de 1977, el Consejo constitucional coloca la libertad de enseñanza entre los principios fundamentales reconocidos por las leyes de la República. El Consejo de Estado, por su parte, ha jugado un importante papel a lo largo del siglo XX en la interpretación de las reglas aplicables en el sector de la enseñanza, en la línea del equilibrio deseado por el legislador. La ley Debré dio lugar asimismo a una abundante jurisprudencia.
El informe recuerda que la laicidad en la enseñanza pública impone la neutralidad de los programas, así como la de los maestros, corolario lógico de la neutralidad del servicio público. Pero el Estado no puede ignorar el derecho a la instrucción religiosa de los niños y la cuestión del “día de catecismo” es un punto sensible.
La delicada cuestión del uso de signos de pertenencia religiosa en la escuela es evocada igualmente. El informe analiza la jurisprudencia del Consejo de Estado en el estado actual del derecho menciona la evolución del contexto y de los debates actuales y señala el estado de las proposiciones realizadas en diferentes recintos y del proyecto de ley en curso.
En el dictamen formulado el 27 de noviembre de 1989 a petición del ministro de Educación, el Consejo de Estado estimó que “el principio de laicidad de la enseñanza pública, que es uno de los elementos de la laicidad del Estado y de la neutralidad del conjunto de los servicios públicos, impone que la enseñanza sea impartida en el respeto, por un lado, de esta neutralidad por parte de los programas y los maestros y, por otro, de la libertad de conciencia de los alumnos”. El dictamen precisaba que “la libertad reconocida a los alumnos comporta para ellos el derecho de expresar y manifestar sus creencias religiosas en el interior de los centros escolares, en el respeto del pluralismo y de la libertad del otro, y sin perjuicio de las actividades de la enseñanza, el contenido de los programas y a la obligación de asiduidad”.
Pero el ejercicio de esta libertad contempla también ciertos límites (9): la presión, la provocación, el proselitismo o la propaganda, el hecho de perjudicar la dignidad o la libertad del alumno o de otros miembros de la comunidad educativa, de comprometer su salud o su seguridad, de perturbar el desarrollo de las actividades de la enseñanza y el rol educativo de los profesores, de alterar el orden en el centro escolar o del funcionamiento del servicio público. Tales efectos pueden derivarse del uso de signos de pertenencia religiosa por su naturaleza, por las condiciones en los que serían llevados individual o colectivamente o por su carácter ostentoso o reivindicativo.
Fiel al dictamen de 1989, la jurisprudencia del Consejo de Estado, resolviendo sobre el contencioso posterior el contencioso que siguió (10) refleja el equilibrio que se establecía en el estado de derecho: toda prohibición de principio es ilegal pero ciertos límites son posibles. Así, las conductas que atentan contra el orden público, que vulneran la seguridad de los alumnos o que muestran su rechazo a someterse a la obligación de asiduidad pueden ser sancionadas.
El contexto en que surgió el dictamen de 1989 estaba menos influenciado que hoy por las cuestiones vinculadas al islam o a las referidas al estatus de la mujer en la sociedad. Ese dictamen se fijaba en el uso de los signos religiosos fueran cuales fueran. Pero son esencialmente los asuntos referidos al uso del foulard los que han dado lugar a la confirmación d ese dictamen. Igualmente, es a propósito del foulard que ese dictamen dio lugar a críticas: para unos, se corre el riesgo de que haya disparidad en la aplicación que hagan los centros escolares de ese dictamen, para otros, implica una responsabilidad excesiva dejada en manos de los directores de los centros y dificulta la aplicación del dictamen puesto que el diálogo es rechazado por los interesados y, según algunos, se necesita finalmente disponer de reglas suficientemente claras y precisas.
La significación del foulard da lugar a interpretaciones diversas, que varían según las opiniones de quienes lo llevan o de la imagen que otros se hacen: interpretaciones que van desde su defensa como una prescripción religiosa a considerarlo como un símbolo de sometimiento de la mujer, pasando por el símbolo religioso, la necesidad de protegerse contra las miradas de los hombres, la condición de una emancipación negociada, la reacción de adolescentes...
A lo largo de los últimos meses, la hipótesis de una legislación concerniente solamente al uso del foulard había sido desechada tanto por razones de oportunidad como jurídicas. El recurso a un texto más general ha sido objeto de diversas propuestas. Una de las preocupaciones principales residía en acotar el margen de apreciación en manos de los directores de los centros escolares y facilitar así sus decisiones. Se ha abierto el debate sobre la conveniencia de aplicar el mismo régimen a otros símbolos, políticos, sindicales o de otro tipo. Por otra parte, una solución demasiado tajante podía plantear el problema de saber hasta qué punto una prohibición general del conjunto de los símbolos religiosos podría plantea dificultades constitucionales o ser cuestionada por la Convención europea de salvaguarda de los Derechos del Hombre y de las libertades fundamentales.
La Asamblea General del Consejo de Estado deliberó el 22 de enero de 2004 sobre un proyecto de ley que a continuación fue sometido al Parlamento. Este proyecto prohíbe, en las escuelas, los colegios y los institutos públicos el uso de símbolos o ropa a través de los cuales los alumnos manifiesten ostensiblemente su pertenencia religiosa (11).
Será tarea del juez, en caso de conflicto, velar que la interpretación que sobre este asunto hagan los directores de los centros sea conforme al espíritu de la ley. La puesta en práctica de los procedimientos de diálogo y de mediación será indispensable, salvo para favorecer la marcha de determinados alumnos de los centros públicos o de su desescolarización.
En el seno de la empresa, la libertad religiosa impone la prohibición de toda discriminación basada en motivos religiosos, desde la contratación a la ruptura del contrato. Pero si el empleador debe respetar las convicciones religiosas del asalariado, éstas, salvo cláusula expresa, no entran en el marco del contrato de trabajo y el empleador no comete falta alguna si exige al asalariado que ejecute la tarea para la que ha sido contratado, si ésta no es contraria al orden público (12).
Los tribunales se pronuncian caso por caso sobre el equilibrio a respetar entre la libertad religiosa y las necesidades del funcionamiento de la empresa. En contrapartida, una cláusula expresa en el contrato permite que se tengan en cuenta las reivindicaciones de los asalariados basadas en sus convicciones religiosas, del mismo modo que se reconoce cierta singularidad a las “empresas con determinada inclinación”, que defienden principios ideológicos, religiosos o filosóficos con los que determinados asalariados de la misma deben estar en armonía.
En los medios de comunicación, la presencia de programas religiosos en las cadenas de televisión y de radio es a menudo antigua. Varias confesiones tienen acceso a ellos. Asimismo, después de la religión católica, diferentes cultos han ido tenido acceso a una cobertura horaria de uno o de varios canales públicos. Las emisiones son realizadas bajo la responsabilidad de los representantes designados por las respectivas jerarquías de los cultos “reflejando el espíritu del artículo 4 de la ley de 1905, que exigía el respeto de las estructuras internas de cada confesión (13). Corresponde al Consejo superior del audiovisual velar por el respeto de la expresión del pluralismo religioso por parte del servicio público (14).
¿Suponen el pluralismo religioso y la libertad de creencia el final de las críticas u ofensas de los medios de comunicación respecto a las religiones? El juez, como a menudo hace en el contencioso de las libertades, marca el paso de la conciliación entre libertad religiosa y libertad de creación y de empresa. Raramente se pronuncia por una medida de prohibición o de censura parcial (corte) y prefiere exigir, por ejemplo para una película, la presencia de un mensaje de advertencia. Igualmente, tratándose de la protección de la vida privada y de las convicciones religiosas, el juez que se pronuncia caso por caso busca un equilibrio entre los intereses en conflicto, reteniendo en ocasiones la intención malévola de quien ha divulgado la creencia religiosa de un individuo.
El estatuto personal puede plantear cuestiones delicadas susceptibles de poner en cuestión las creencias o las tolerancias religiosas, a veces difíciles de conciliar con el principio de laicidad, especialmente tratándose del Islam. Las cuestiones relativas al matrimonio, como la obligación de que el matrimonio civil sea anterior al matrimonio religioso, la prohibición de la poligamia y el conflicto entre la figura del repudio y el ordenamiento público francés son algunos ejemplos. Tratándose de en particular de personas de nacionalidad extranjera, su estatuto personal viene dado por la ley del Estado del que poseen la nacionalidad. Pero esta regla está sometida a las limitaciones que impone el respeto al orden público francés. De ese modo pueden suscitarse entre distintas legislaciones planteando cuestiones complicadas de derecho internacional privado.
6- El ejemplo francés se enmarca en un contexto jurídico internacional que concierne en primer lugar a las relaciones entre las iglesias y el Estado, concepto más conocido por nuestros socios que la noción de laicidad, menos familiar para ellos.
Francia está hoy vinculada por un conjunto de textos internacionales redactados en términos similares, posteriores a la ley de 1905. El concepto de laicidad no aparece. Las relaciones entre las iglesias y los Estados son indirectamente comprendidas, en el ámbito internacional desde la perspectiva de la libertad de religión, a través de textos que garantizan el respeto a la libertad religiosa y la ausencia de discriminación por razones religiosas, pero admiten restricciones legítimas.
Así, si la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión está consagrada por la Convención europea de salvaguarda de los Derechos del Hombre y de las libertades fundamentales, los Estados pueden prever limitaciones a la libertad de manifestar su religión o sus convicciones, según los criterios manifestados por la Corte europea de los Derechos del Hombre, a condición de que estas limitaciones correspondan a una “necesidad social imperiosa”, sean “proporcionales al legítimo objetivo fijado” y “sean previstas por la ley”, es decir, suficientemente precisas, accesibles y previsibles para permitir que cada uno sepa a que atenerse. De los fallos de la Corte Se desprende que se deja un margen de apreciación no pequeño a los Estados en lo que concierne a sus relaciones con las iglesias. En sus fallos, tiene en cuenta las circunstancias de cada caso y del contexto propio de cada país, en la búsqueda siempre de un equilibrio entre las diferentes tradiciones jurídicas de los Estados.
Singularidad más que excepción, la laicidad francesa se inscribe en un contexto de evolución general, en Europa, en el sentido de una separación más firme de las iglesias y el Estado. A pesar de la diversidad de soluciones prudentes que van de la laicidad proclamada a la religión de Estado pasando por sistemas de tipo concordatario, se confirma una aproximación ampliamente convergente, nutrida de valores fundamentales comunes, consagrados por la Convención europea de salvaguarda de los Derechos del Hombre y de las libertades fundamentales: libertad de creer o de no creer, derecho a cambiar de religión, pluralismo de las creencias, libre ejercicio del culto siempre que respete el orden público. Esto no excluye la pervivencia de particularismos: cada Estado puede intervenir de manera más o menos amplia en la organización administrativa de los cultos o en su “reconocimiento”. Igualmente, las actitudes varían respecto a la cuestión del uso de símbolos religiosos, o en las aproximaciones en relación con las derivas sectarias.
Además se ha estimado de interés mostrar que los ejemplos de Estados Unidos y de Turquía, citados a menudo, tienen muy poco que ver con el caso francés.
7- El concepto de laicidad no tiene como único objetivo esclarecer las condiciones en las que se deben organizar las relaciones entre Estado y religión. De manera más general, debe orientar las relaciones entre el Estado y la sociedad civil, y entre los componentes de la sociedad civil.
El campo de aplicación del concepto de laicidad se ha ido ampliando. Si la noción de culto, que la ley de 1905 no define, se aplica sin problemas a las religiones “reconocidas”desde hace tiempo, y también al Islam, la cuestión se complica con la diversificación del paisaje espiritual y filosófico. Por tanto es necesario identificar, entre los movimientos que desean beneficiarse de las ventajas reconocidas a las asociaciones de culto, a aquellas que pueden justificar esa pretensión.
La frontera entre deriva sectaria y religión supone otra dificultad. La tentación que podamos tener de adoptar una legislación específica para combatir mejor a los movimientos sectarios corre el riesgo de chocar con el principio de neutralidad del Estado. Hasta ahora los poderes públicos han preferido actuar mediante el desarrollo de acciones de observación y de prevención y por el uso del arsenal represivo clásico para perseguir los delitos relativos a estas derivas. La lucha contra las derivas sectarias pasa mas por la utilización de este arsenal que por la búsqueda de una definición precisa de la noción de secta o la calificación de secta de los movimientos en cuestión.
No se trata de estigmatizar las creencias, sino a las eventuales conductas contrarias a las libertades fundamentales o a las disposiciones penales generales aplicables a todos los ciudadanos. El juez no se pronuncia sobre el carácter sectario o no de los movimientos, sino sobre las practicas a las que incitan o que toleran.
Paralelamente a la ampliación del campo de aplicación de la laicidad, surge una concepción más exigente del trato a las creencias. El trato igualitario de las religiones y de las creencias identificables supone que nada se opone a que éstas utilicen plenamente el campo que les ofrece su derecho interno.
El estatuto de las asociaciones culturales, cuyo objeto está a veces limitado el ejercicio del culto- presenta ventajas nada despreciables: capacidad de recibir exoneración de los derechos de permuta a título gratuito para las donaciones y los legados que reciben; exoneración de la tasa de bienes raíces para las propiedades donde hay construcciones ligadas al ejercicio del culto; posibilidad para las colectividades públicas de participar en la reparación de los edificios de culto pertenecientes a asociaciones; beneficio de deducciones fiscales instituidas por la ley del 23 de julio de 1987 relativa al mecenazgo y recientemente aumentadas.
Es cierto que perviven algunas reticencias por parte de algunas confesiones para constituir asociaciones de culto. Ello puede explicarse por las obligaciones de transparencia y de control impuestas por el Estado y por la condición de que su objeto exclusivo sea el ejercicio del culto. Sin embargo, a menudo, quienes pertenecen a estas confesiones han tenido la sensación de no verse favorecidos por esta vía.
La regla según la que los fondos destinados a una asociación de culto no pueden ser derivados por ésta a otra asociación que tenga otras actividades, caritativas o de edición, ha sido objeto de críticas, aunque se trata de una contraparte de las ventajas acordadas para las asociaciones de culto. No obstante, esta dificultad no es insuperable desde el momento en que una comunidad puede crear dos asociaciones distintas, una regida por la ley de 1905 y la otra por la ley de 1901 para actividades distintas del ejercicio de los cultos, y para las que es posible recabar subvenciones públicas.
Para la construcción de edificios de culto, numerosos dispositivos permiten favorecer los proyectos, con independencia de que la asociación que los lleva tenga carácter de culto o no: el Estado, los Departamentos o las Comunas pueden acordar una garantía de préstamo para la construcción de un edificio religioso, facilitando considerablemente la búsqueda de un préstamo bancario; los edificios religiosos no están sujetos al impuesto de vivienda; la fórmula conocida como “obras del cardenal”, inspirada en los años 30 por el cardenal Verdier para la construcción de iglesias en las zonas urbanas todavía es hoy de corriente aplicación para las iglesias pero también para mezquitas, templos o sinagogas (15). Este último instrumento es eficaz y precioso para las asociaciones que desean construir un edificio para el culto. No obstante, se desarrolla en un contexto jurídico incierto. Desde el momento en que ha sido probado, sería aconsejable dar remedio a estas incertidumbres.
Más allá de estas disposiciones generales, la financiación de la construcción de edificios de culto se ve facilitada cuando el proyecto es promovido por una asociación de culto en el sentido del título IV de la ley de 1905, en razón de las ventajas de las que se beneficia.
El establecimiento de capellanías prevista por la ley de 1905 es un ejemplo del rol activo que pueden tener las instancias públicas para asegurar el ejercicio de los cultos sin discriminación. La puesta en práctica de esas disposiciones en cualquier caso chocar con dificultades, ya que los capellanes deben gozar del beneplácito de las autoridades religiosas de las que dependen: ello no es de fácil apreciación para las capellanías musulmanas, insuficientes, por otra parte en número.
Los problemas relacionados con el hecho de que la laicidad francesa sea una laicidad “sobre un fondo de cristianismo” no se deben sobrestimar. No cabría a ese respecto, desdeñar una historia milenaria y considerar abusivo que los días festivos y las fiestas legales estén directamente y de manera casi exclusiva ligados a la memoria cristiana. No se justificaría en particular un debate sobre el descanso dominical, ya que, además de permitir practicar su culto a las personas de religión cristiana, corresponde a una necesidad social de reposo semanal común a una amplia mayoría de los asalariados un día por semana (16). Esto no excluye, en la práctica, que en contrapartida se busque permitir que los súbditos de las religiones minoritarias concilien su pertenencia religiosa con el calendario y los ritmos de la sociedad francesa.
8- La necesaria conciliación entre la esfera de la espiritualidad y el orden del Estado es inherente a la noción de laicidad.
Todo sistema de creencias tiende a desarrollar una interpretación más o menos englobante del mundo y tiene sus propias prescripciones y ritos. Las que tienen sus raíces en culturas no occidentales pueden chocar frontalmente con las representaciones y las reglas que poco a poco han ido prevaleciendo en Occidente. Esto no es anormal. Existían y existen incompatibilidades entre la visión del mundo heredada del cristianismo y la que se ha forjado en el siglo de las Luces, más tarde consolidada con ocasión de las luchas revolucionarias y bajo la influencia del racionalismo y del positivismo a lo largo de todo el siglo XIX. Frente a esta situación, el Estado es responsable de fijar, si es necesario para evitar que se atente contra los valores fundamentales de los que se reclama, límites a las exigencias de las religiones y de otras asta exigencias a las religiones y otras creencias.
Es lo que tempranamente y con y en palabras firmes, formuló Locke:
“El magistrado, que no tiene el derecho de recetar a ninguna Iglesia los ritos y las ceremonias que debe seguir, tampoco tiene el poder de impedir a ninguna Iglesia seguir las ceremonias y el culto que juzga conveniente establecer: de lo contrario, destruiría a la Iglesia misma, cuyo objetivo es únicamente servir a Dios con libertad y a su manera. ¿Se podrá decir que, siguiendo esta regla, si los miembros de una Iglesia quisieran inmolar niños y abandonarse, hombres y mujeres, a una mezcla criminal u otras impurezas de esta naturaleza (como se reprochaba en otras ocasiones, sin motivo alguno, a los primeros cristianos) sería necesario que el magistrado lo tolerase porque se hace en el seno de una asamblea religiosa? De ningún modo: puesto que tales acciones deben ser siempre prohibidas, en la vida civil, sea en público o en privado, y no las debemos admitir en el culto religioso de ninguna sociedad. Pero si el deseo hace que algunas personas quieran inmolar un ternero, no creo que el juez se deba oponer. Por ejemplo, Melibea tiene un ternero que le pertenece: lo puede matar en su casa y quemar la proporción que desee, sin molestar a nadie ni disminuir los bienes de los demás. Igualmente, podemos degollar un ternero en el culto que rendimos a Dios; pero, saber si a la víctima le resulta agradable o no sólo interesa a quienes se lo ofrecen. El deber del magistrado es, simplemente, el de impedir que el público no resulte dañado y que no se cause perjuicio a la vida o a los bienes de otros. Del resto, lo que podríamos emplear en un festín, también lo podríamos emplear en un sacrificio. Pero si por casualidad llegase a ser de interés público que durante un tiempo no se pudieran matar bueyes para dejar crecer su número después que una gran mortalidad lo hubiera hecho disminuir, ¿quién no ve que en semejante caso el magistrado puede impedir que se mate ningún ternero, sea cual sea el uso que se le quiera dar? Solamente hay que ver que entonces la ley no se fija en la religión sino en la política, y que lo que prohíbe no es inmolar terneros, sino matarlos. Vemos por ahí qué diferencia hay entre la Iglesia y el Estado (17).
En tal caso, como señala el propio Locke, no hay que confundir la justificación dada a las intervenciones realizadas ni a sus objetivos. Así, es evidente que no se pueden aceptar, en virtud de ciertas prescripciones religiosas, diferentes tipos de mutilación, la privación de derechos civiles o la infravaloración de los derechos de los miembros de una raza o sexo. Ni tampoco, una vez adoptada una religión, la prohibición de desvincularse de ella o de cambiarla. Existen principios cuyo respeto no puede ser negociado.
9- Este informe no se propone realizar propuestas precisas. No obstante, ha parecido útil remarcar el marco en el que se deben insertar eventuales medidas que tiendan a acomodar el principio de laicidad: la libertad religiosa no excluye que la manifestación de las convicciones religiosas sea objeto de limitaciones que exigen el respeto al orden público o la neutralidad del servicio público. De manera más general, se debe impedir toda intervención del Estado en la libertad religiosa, el ejercicio del culto y la expresión pública de los cultos que no fuese indispensable. Pero esta intervención es necesaria a partir del momento en que la justifican motivos de orden público. No obstante, debe ser proporcional a tales exigencias. Esto es lo que impone la conciliación entre los imperativos del orden público y el ejercicio de las libertades fundamentales, consagrada desde hace mucho tiempo por la jurisprudencia del Consejo de Estado y afirmada por el Consejo constitucional (18).
La neutralidad del servicio público, cuyo corolario es el deber de discreción que se impone a los funcionarios, es una exigencia legítima e indispensable, una condición, en resumen, de la libertad de conciencia del usuario de este servicio. Pero la libertad del usuario de un servicio de expresar su pertenencia a una religión, si bien no puede ser objeto de discriminación en razón de sus convicciones, no puede atentar contra la neutralidad del servicio público. Así debe ser, en particular, en la escuela o en el hospital. Estos principios no pueden ser contestados. Sólo los medios de asegurarlo, la naturaleza y la precisión de las prohibiciones y el apoyo jurídico más apropiado pueden dar lugar a debate.
A fin de preservar la cohesión social y el respeto del principio de igualdad y de no discriminación entre religiones queda excluida la posibilidad de establecer reglas diferentes según la pertenencia a ciertas religiones, ya sea en el seno de la escuela o en otro marco. La aplicación de una misma ley para todos es la mejor garantía contra las discriminaciones. En contrapartida, hay que comprender que no exista homogeneidad entre las prescripciones de las diferentes religiones.
El Estado no debe mostrar preferencias. Pero puesto que una total abstención en relación con determinadas creencias podría ser un obstáculo para concretar el derecho a la expresión de sus creencias y del ejercicio, si llega el caso, de un culto determinado, el Estado puede, en caso necesario, adoptar sin discriminación las medidas necesarias (especialmente fiscales y financieras) en los límites fijados por los textos y la jurisprudencia sobre la laicidad.
La protección de los lugares de culto ha justificado algunas medidas. El artículo 32 de la ley de 1905 ya preveía penas de multa y de cárcel para quien impidiera, retardase o interrumpiese el ejercicio de un culto por los problemas o los desordenes causados en el local que se usa para este ejercicio. Los repetidos ataques a la seguridad de los espacios de culto han justificado que se haya reforzado la legislación existente con la ley número 2003-88 del 3 de febrero de 2003, que agrava las penas castigando mas severamente las infracciones de carácter racista, antisemita o xenófobo.
Ya hemos manifestado que para el Estado es importante disponer de interlocutores que representen a los diversos cultos. “Si el hombre es un “animal religioso”, a la vez creyente y ciudadano, los dos poderes están condenados a entenderse sin confundirse y a frecuentarse sin combatirse” (19).
La cuestión es sencilla por lo que concierne a la Iglesia católica, estructurada y jerarquizada. Por añadidura, desde 2002, tienen lugar encuentros regulares que permiten abordar, a petición de las partes, los puntos que desean tratar. La organización de los cultos protestante y judaico y, en particular la creación por vía reglamentaria en el siglo XIX, de instituciones representativas de estos cultos, especialmente bajo la forma de Consistorios centrales, ha permitido identificar a los interlocutores. El caso del islam es más complejo en virtud de las corrientes diversas y de la ausencia de jerarquía que lo caracterizan; de ahí los esfuerzos recientes para suscitar y establecer una representación del Islam en Francia que se pueda admitir como reflejo de las diferentes corrientes. Puesto que los musulmanes desean que la expresión pública de su culto sea admitida y reconocida, no es extraño y es útil en la práctica, que el Estado promueva la institución de tales instancias representativas.
El deseo, expresado por los representantes de diversas religiones, de que los representantes del culto sean consultados sobre un cierto número de textos concernientes a las leyes sobre la familia, la vida, la educación y, de manera más amplia, en todo lo que afecte al ser humano, es un deseo a la vez legítimo y fuente de ambigüedades. Si el respeto hacia las diferentes sensibilidades religiosas, que es parte integrante de la laicidad, implica que se recurra al diálogo, en la práctica sin embargo, no se ha desbloqueado la negociación sobre las decisiones públicas.
La laicidad francesa supone la separación entre las iglesias y el Estado pero no conlleva, por parte del Estado, la negación del fenómeno religioso. Paralelamente, al tiempo que la laicidad es objeto de un amplio consenso, aunque se discuten sus contornos y sus exigencias, la enseñanza del hecho religioso se convierte en una necesidad profunda dirigida hacia el Estado.
Sea cual sea el vector elegido, la enseñanza de la historia de las religiones es un ejercicio difícil. Implica la adecuación de los procedimientos para la formación de los maestros y para la evaluación de los documentos difundidos en el marco de la enseñanza. La enseñanza histórica y sociológica es una cosa: la práctica de una religión es otra. Y la enseñanza del hecho religioso debe evitar el triple escollo de los sesgos culturales, que pueden resultar contradictorios, de la yuxtaposición de las defensas y las ilustraciones, y del empalago, por vía de simplificaciones abusivas y estereotipos, de los mensajes religiosos o filosóficos, cuya riqueza se encuentra a menudo en su complejidad, que se ve desfigurada por las interpretaciones reduccionistas, sean de sus adeptos o de sus adversarios.
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La laicidad francesa, laicidad sobre fondo de cristianismo, inseparable del contexto histórico en que nació, no es estática. “Movimiento perpetuo” (20), ha sabido adaptarse para asegurar la aplicación de las reglas, válidas para todos, que rigen las relaciones entre los individuos y los grupos permitiendo el reconocimiento mutuo y la expresión de la diversidad de opiniones. Pero la cuestión de la laicidad siempre se ha tenido en Francia un carácter sensible, y los actuales debates son un nuevo ejemplo. La atención que suscita esta cuestión se nutre y se entremezcla hoy con la de la integración y los peligros a este respecto del comunitarismo.
El paisaje francés de creencias está más diversificado, las religiones son más numerosas hoy que en 1905. Se benefician de una visibilidad más amplia. Esta evolución hace aún más necesaria la preservación de los principios fundadores de la laicidad francesa, del pluralismo y la libertad de creencia y de convicciones, dentro del respeto de las exigencias del orden público.
En el momento en que se ha adoptado este informe, el debate sobre las cuestiones recurrentes que plantea hoy la aplicación del principio de laicidad ha dado lugar a diversas propuestas. Además de las relativas al uso de símbolos de pertenencia religiosa en la escuela, que son objeto del proyecto de ley sometido a examen, han progresado otras propuestas cuyo objetivo es especialmente reafirmar la neutralidad del espacio público.
La capacidad de adaptación a los cambios sociales mostrada desde hace un siglo permite pensar que las nuevas cuestiones que se plantean encontraran respuestas sin cuestionamientos notables del marco centenario que ha servido de base al desarrollo de las relaciones entre las iglesias y el Estado.
Se experimenta hoy la necesidad de reafirmar el respeto a principios que no se deben transgredir. Si la evolución es deseable, ésta se debe apoyar en la base jurídica sobre la que se ha construido la laicidad francesa, y que funda la singularidad y la virtud. Todavía resulta necesario distinguir, por un lado, entre comunitarismo y religión, y por otro, entre integración y condena sin discernimiento de las practicas religiosas.
Más allá del marco jurídico, el diálogo y la pedagogía son esenciales para luchar contra las tensiones y las incomprensiones actuales.
5 de febrero de 2004
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1. J. Barthélemy, “El Consejo de Estado y la construcción de los fundamentos de la laicidad”, La revista administrativa, 1999.
2. Ver CE, 3 de mayo de 2000, Dlle Marteaux.
3. Jean Rivero.
4. CE, 19 de mayo de 1933, Benjamín, rec. P. 541.
5. El principio de prohibición de las subvenciones públicas a los cultos se acompaña de diversas medidas que atemperan su severidad. En virtud del artículo 2 de la ley del 9 de diciembre de 1905, las asociaciones de culto no pueden recibir ninguna subvención pública, directa o indirecta. Esto es coherente con la filosofía misma de la ley de separación: toda subvención pública podría ser vista efectivamente como el reconocimiento oficial de un culto, lo que está expresamente excluido por parte de la ley; pero la prohibición de las subvenciones no se extiende a las actividades sociales de interés general como las obras sociales de iniciativa confesional, hospitales, hospicios o actividades culturales o educativas; actividades de culto ejercidas de manera puntual y a petición de una persona pública pueden dar lugar a una remuneración correspondiente al servicio ofrecido; los ministros del culto pueden acceder a empleos públicos y a menudo aseguran, en los municipios pequeños, las funciones de secretario del alcalde o de guarda de la Iglesia; el Consejo de Estado considera por otro lado que ni el principio de laicidad ni el de neutralidad del servicio público se oponen a la intervención, excluyendo cualquier proselitismo, en las cárceles, de “vigilantes de congregación”, que aportan su concurso al funcionamiento de los centros penitenciarios para el ejercicio de tareas relevantes no de vigilancia de los detenidos sino de funciones complementarias de apoyo; finalmente, en términos de la ley de 1905, los gastos relativos a las capellanías pueden cargarse en los presupuestos públicos.
6. Por ejemplo, se ha reconocido como congregación a una comunidad que agrupa a laicos y religiosos, pero también a curas y diáconos de la Iglesia católica y pastores de la Iglesia reformada. Sobretodo, fueron reconocidas desde 1987 comunidades ortodoxas, protestantes, budistas e hinduistas. En contrapartida, ninguna congregación de confesión musulmana ha sido por ahora objeto, ante el Consejo de Estado, del procedimiento previsto por el título III (artículo 13) de la ley de 1901.
7. CE, Ass. 26 de octubre de 2001, Sra. X.
8. CE, 3 de julio de 1996, Pasturel c/primer ministro, rec. P. 256.
9. En términos del artículo L.- 511- del código de la educación: “En los colegios y los institutos los alumnos disponen de la libertad de información y de la libertad de expresión, en el respeto del pluralismo y del principio de neutralidad. El ejercicio de estas libertades no puede atentar contra las actividades de enseñanza”.
10. CE, 10 de julio de 1995, Asociación “Un Sísifo”, rec. P. 292.
11. En el momento en que acaba este informe, este proyecto de ley se está debatiendo en la Asamblea Nacional.
12. Cass. Soc, 24 de marzo de 1998, RJS 6/)8 número 701, Derecho Social 98, pág. 614, señala J. Savatier. En el caso, el empleado musulmán destinado a la carnicería de una tienda de alimentación podía rechazar legítimamente no estar en contacto con la carne de cerdo, dos años después de ser destinado a ese puesto.
13. G. Bedouelle y J. P. Costa, Las laicidades a la francesa, PUF, 1998.
14. En términos de la ley del 30 de septiembre de 1986 modificada, “se asegura el respeto de la expresión pluralista de las corrientes de pensamiento y de opinión en los programas de los servicios de radiodifusión sonora y de televisión”.
15. Consiste, para una colectividad pública, generalmente un municipio, en poner un terreno que le pertenece a disposición de una asociación, que asegura la construcción de un edificio de culto, por medio de un arrendamiento enfitéutico concertado por un coste simbólico; al término del arrendamiento, que es de larga duración, el terreno vuelve a la colectividad y el edificio que allí se ha construido pasa a ser de su propiedad, relevándolo de su dominio privado.
16. Tratado del derecho francés de las religiones, Ediciones del Jurisclasseur, 2003, p. 716.
17. John Locke, Tratado sobre la tolerancia y otros textos, 1686 (traducción de Jean Le Clerc) París, GF 1992.
18. Cf por ejemplo Consejo constitucional, decisión número 94-352 DC, 18 de enero de 1995, JORF del 21 de enero de 1995 p. 1154.
19. Intervención del cardenal Jean-Louis Tauran en la Asamblea anual de los obispos de Francia, 2003.
20. Emile Poulat, “Una larga historia”, en la col. Islam, Francia y laicidad: ¿un nuevo reparto? Panorámicas, ed. Corlet.
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