Daniel Soutullo
Estatuto ético de los animales utilizados para investigación

I. La cuestión de los derechos de los animales
(Página Abierta, 209, julio-agosto de 2010).

            Intervención de Daniel Soutullo en el seminario celebrado en noviembre de 2003, Transgénesis, clonación animal y xenotrasplantes: aspectos científicos, éticos y jurídicos, organizado por la Cátedra Interuniversitaria de Derecho y Genoma Humano (Universidad de Deusto-Universidad del País Vasco).

El marco ético

            Cualquier discusión sobre los problemas morales derivados del uso de animales en investigación o experimentación nos lleva inevitablemente a plantearnos el controvertido tema de la consideración ética de los animales. No es el objetivo de este ensayo entrar en un análisis en profundidad de esta cuestión. Es necesario, no obstante, dejar constancia de las principales corrientes de pensamiento existentes sobre ella y de algunas de sus consecuencias éticas.

            Los defensores de incluir a los animales dentro de la comunidad moral lo han hecho, sobre todo, desde dos perspectivas filosóficas diferentes:

            La primera es la perspectiva de los derechos de los animales, basados en el valor inherente de su vida. Esta postura está representada, principalmente, por el norteamericano Tom Regan. Una variante de esta línea de pensamiento es la que, formulada en términos kantianos, estima que los animales deben ser considerados como fines en sí mismos. Un representante en nuestro país de esta postura es Jorge Riechmann, que ha escrito varios ensayos críticos sobre la experimentación con animales. La otra perspectiva es la utilitarista, una variante del consecuencialismo, cuya figura más destacada es el filósofo utilitarista australiano Peter Singer, que ha basado su argumentación en defensa de la valoración moral de los animales en el principio de igual consideración de intereses de todos los seres con sensibilidad, «usando el término como forma conveniente, aunque no del todo exacta, para referirnos a la capacidad para sufrir o para experimentar placer o felicidad» (Singer, 1980, p. 72).

            Por lo que respecta a los defensores de la utilización de animales en investigación, los argumentos suelen basarse en criterios consecuencialistas, formulados desde el punto de vista de los beneficios que los seres humanos obtenemos de esas investigaciones, beneficios que compensan el sufrimiento que tales experimentos acarrean para los animales sometidos a ellos.

            Cualquiera de las corrientes que abogan por la inclusión de los animales en la comunidad moral y que suelen coincidir con los que se oponen, en mayor o menor grado, a la experimentación con animales, se sitúan en lo que podríamos considerar una ética zoocéntrica (valora a los animales), sensocéntrica (valora a los seres sensibles) o biocéntrica (valora la vida).

            Por el contrario, quienes consideran lícita la utilización de animales en investigación suelen mantener un punto de vista antropocéntrico, según el cual los seres humanos merecen una consideración moral superior a la de los animales, lo que justificaría el uso de éstos para investigaciones que pueden mejorar la salud y la calidad de vida de los humanos.

            Entre ambos extremos hay, por supuesto, posiciones intermedias. Riechmann ha propuesto una clasificación que incluye variantes fuertes y débiles tanto del biocentrismo como del antropocentrismo, señalando que «se puede ser a la vez partidario de un antropocentrismo débil y de un biocentrismo débil, si se afirma que todo ser vivo merece respeto moral, pero unos seres vivos más que otros» (Riechmann, 1995, p. 30). De hecho, no todos aquellos que defienden un punto de vista ético zoocéntrico o biocéntrico son abolicionistas en un sentido absoluto respecto de la investigación con animales. Únicamente, los autores que se sitúan en una posición biocéntrica fuerte, siguiendo la denominación de Riechmann, suelen abogar por una prohibición total del uso de animales en investigación.

La valoración moral de los animales

            Conviene que manifieste mi perspectiva antes de pasar a enjuiciar algunos de los argumentos de los defensores de lo que ha venido a llamarse “los derechos de los animales”. Mi punto de vista es antropocéntrico. Esto no significa, en modo alguno, que no acepte que tenemos deberes morales que van más allá de los seres humanos. Por el contrario, considero que es una obligación moral humana evitar, en lo posible, el dolor, el sufrimiento, la angustia y los daños duraderos a los animales.

            Sin embargo, como lúcidamente ha señalado Victoria Camps, aunque «la ética tiene que abrirse de forma que dé cabida a otros seres distintos de los humanos [...] debe hacerlo sin confundirse de perspectiva y sin rechazar de plano el paradigma ético vigente hasta ahora, que es antropocéntrico» (Camps, 2001, p. 67). Según su punto de vista, que yo comparto, «una cosa es pensar que el sujeto de la ética es y sólo es el ser humano, y otra muy distinta decir que la ética se ocupa o debe ocuparse sólo de la vida humana. La responsabilidad por los demás debe hacerse extensiva a todos los seres vivos, sean o no humanos, aunque en medidas y formas diversas. Deducir de ahí que el sujeto de la ética o de los derechos fundamentales lo constituyen también los animales o la naturaleza en general es extrapolar las cosas sin demasiado fundamento y con consecuencias más bien absurdas» (ibíd., pp. 67-68).

            Sin querer extenderme en la argumentación para sustentar una posición antropocéntrica en ética, lo que está fuera de los objetivos de este trabajo, apuntaré que las razones de tal posición han sido señaladas breve y admirablemente bien por Victoria Camps, al apuntar que «si el sufrimiento animal o el deterioro del planeta son –como creo que es cierto– inadmisibles, ¿para quién son inadmisibles? ¿No lo siguen siendo irremediablemente para los humanos? ¿Quién juzga y denuncia el sufrimiento animal más que nosotros los humanos? Que hayamos extendido el ámbito de compasión, solidaridad, incluso justicia, a los seres no humanos, no significa que no seamos nosotros –los únicos que podemos hacerlo, los humanos– quienes lo hayamos decidido así como sujetos indiscutibles que somos de unos derechos» (ibíd., p. 66). Y algo más adelante vuelve sobre la misma idea al recalcar que «pensamos y nos preocupamos, a corto y largo plazo, por los otros seres vivos como seres que merecen amparo y protección, pero lo pensamos nosotros, los únicos que somos capaces de pensar, no lo hacen los animales ni los bosques. Somos nosotros, a fin de cuentas, quienes construimos la ética o la legislación que habrán de protegerles» (ibíd., p. 69). Éste es también mi propio punto de vista.

            Como lo importante son los contenidos y no las etiquetas que se utilicen para designarlos, debo añadir que me parece completamente aceptable, como lo hacen Asier Urruela y Carlos Romeo, que se califique de ecológico-antropocéntrica una perspectiva que, reconociendo la especial posición que ocupa el ser humano, destaque las obligaciones morales que tenemos frente a los animales o, más ampliamente, frente a la naturaleza en general. Más allá de las denominaciones que se puedan adoptar, mi punto de vista es coincidente con el expresado por ellos en su clarificador análisis de los dilemas éticos del xenotrasplante (Urruela y Romeo Casabona, 2002, p. 45).

            Señalaré, a continuación, algunas de las debilidades que, a mi entender, presenta la defensa de una posición biocéntrica que otorgue a los animales una consideración moral semejante a la de los humanos. Comenté anteriormente que algunos autores manifiestan esta postura haciendo extensible a los animales la clásica formulación kantiana de considerar a los seres humanos fines en sí mismos. Jorge Riechmann, por ejemplo, lo ha expresado del siguiente modo: «Empleando la venerable terminología kantiana, los animales son fines en sí mismos (aunque no sean ni puedan ser agentes morales). Si se acepta lo anterior, entonces hay que reconocer que la experimentación con animales es éticamente injustificable» (Riechmann, 1998, p. 251).

            La misma posición ha sido defendida por Eve-Marie Engels, al afirmar que «debemos admitir que los animales ostentan un estatus moral en el sentido de un valor inherente, no instrumental, en el cual su protección está fundada y la cual debería excluirlos de ser usados como meros instrumentos para propósitos humanos. [...] El término “dignidad del animal” es sólo otra forma de admitir que los animales tienen un valor inherente, que constituyen un fin en sí mismos» (Engels, 2002, p. 98).

            Si aceptamos una formulación de este tipo y nos tomamos en serio sus consecuencias, el uso de animales para investigación debería desaparecer, ya que tendría que regirse por los mismos criterios que empleamos para la experimentación con seres humanos. En ese caso, el uso de animales se reduciría, casi en exclusiva, a aquellas intervenciones que pudieran ser directamente beneficiosas para los propios animales usados en la investigación.

            Ante situaciones que resultan moralmente controvertidas, la postura de considerar a los animales como fines en sí mismos plantea problemas casi insalvables, que han llevado a sus defensores a inclinarse hacia dos alternativas distintas.

            La primera consiste en adoptar una actitud contradictoria con la tesis defendida de la consideración moral de los animales como fines en sí mismos y aceptar, en la práctica, una posición más o menos antropocéntrica. Jorge Riechmann reconoce explícitamente esa contradicción. Nos dice: «Puesto en la tesitura de tener que elegir entre primates y humanos para realizar ciertos experimentos inevitables (en el sentido instrumental antes explicitado: por ejemplo, pruebas en primates de posibles vacunas contra el sida), yo elegiría realizar las pruebas en primates. Se trata de una opción éticamente injustificable, de una inconsecuencia moral, y soy plenamente consciente de ello» (Riechmann, 1998, pp. 243-244).

            Mi opinión es que la inconsecuencia únicamente se presenta cuando en la teoría se argumenta en el sentido fuerte de equiparar moralmente a los animales con los seres humanos y, en la práctica, se renuncia a ello en beneficio de una postura antropocéntrica, que privilegia a los humanos frente a los animales. Si aceptásemos de entrada el paradigma antropocéntrico, tal inconsecuencia moral no existiría.

            Dilemas similares aparecen también en otros autores relevantes. Tom Regan ha planteado el caso de cuál sería la postura moralmente correcta en una situación en la que cuatro personas y un perro comparten el mismo bote salvavidas y hay que echar a uno por la borda o perecerán todos. En condiciones de igualdad completa (tienen el mismo peso, consumen la misma cantidad de comida y bebida, ocupan el mismo espacio, sufrirían lo mismo en caso de muerte, no tienen familiares ni conocidos que pudiesen sufrir por la pérdida de cualquiera de ellos...), Regan defiende que hay que echar al perro, ya que «ninguna persona razonable negaría que la muerte de cualquiera de los cuatro humanos sería una pérdida prima facie mayor, y por lo tanto un daño prima facie mayor que la pérdida del perro» (Gruen, 1993, p. 474); en su opinión, la muerte del perro, «aunque es un perjuicio, no es comparable al perjuicio que ocasionaría para cualquiera de los humanos» (ibíd., p. 474).

            En esta ocasión, al comparar los perjuicios ocasionados al perro y a los humanos, Regan adopta implícitamente un argumento utilitarista, en contradicción con su perspectiva ética del valor inherente y, al mismo tiempo, al ponderar los perjuicios causados a cada uno, asume también un criterio antropocéntrico, ya que valora a priori superior el perjuicio causado a los humanos que al perro.

            La otra alternativa posible ante un dilema insalvable es seguir manteniendo que los animales son fines en sí mismos y aceptar las consecuencias de tal planteamiento, por dramáticas que puedan resultar. Ésta es la posición que adopta Eve-Marie Engels en su trabajo antes citado. Dice así: «¿Estaría moralmente justificado usar animales para xenotrasplantes (1), si los xenotrasplantes funcionasen y no entrañasen riesgos? Yo abogaría por intentar encontrar alternativas para salvar la vida de los animales y evitar el daño y su sufrimiento. Pero incluso si no existen alternativas, existe una alternativa a los xenotrasplantes, esto es, la aceptación de los límites de la medicina y nuestra propia mortalidad y fin» (Engels, 2002, p. 103).

            Creo que esta postura es moralmente indefendible. Su radicalismo zoocéntrico tiene consecuencias análogas a la actitud religiosa de los testigos de Jehová, que prefieren perder la vida a aceptar una transfusión sanguínea. Pensemos en la opinión que nos merecería una situación hipotética en la cual un niño enfermo estuviese prácticamente desahuciado pero tuviese una probabilidad muy alta de salvarse y de disfrutar de una vida aceptablemente sana recurriendo a un xenotrasplante, y no existiese ninguna otra alternativa de alotrasplante procedente de un ser humano. ¿Le otorgaríamos el mismo valor moral al animal fuente del xenotrasplante que al niño y nos opondríamos, en virtud de ello, a su realización? Aunque pueda ser acusado de especieísmo, creo que el dilema debería ser resuelto, sin ningún género de dudas, en favor del niño enfermo y de la realización del xenotrasplante.

            Otra de las líneas que se han esgrimido para criticar, desde el punto de vista ético, la utilización de animales en investigación ha sido la de la imposibilidad de éstos de otorgar un consentimiento informado a su participación en experimentos científicos. Se argumenta que, desde la promulgación del Código de Nuremberg, el principio del consentimiento libre e informado es generalmente reconocido como el precepto ético esencial en lo que atañe a la experimentación con humanos y, dado que los animales son fines en sí mismos, debería aplicárseles también ese principio. Los animales –continúa el argumento– no pueden otorgar ningún tipo de consentimiento informado y responsable, como tampoco pueden hacerlo los niños, ni los disminuidos psíquicos, ni los enfermos en coma. La conclusión es que «si nos tomamos en serio el principio del consentimiento informado, deberíamos prohibir la experimentación con estas categorías de seres vivos incapaces de otorgar su consentimiento informado» (Riechmann, 1998, pp. 241-242).

            En mi opinión, éste es un planteamiento inapropiado. El informe Belmont, al que suelen referirse los defensores de esta postura, recoge que «el respeto a las personas exige que se dé a los sujetos, en la medida de sus capacidades, la oportunidad de escoger lo que les pueda ocurrir o no. Se ofrece esta oportunidad cuando se satisfacen los criterios adecuados a los que el consentimiento informado debe ajustarse» (Riechmann, 1995, p. 163). Y, algo más adelante, afirma que «el procedimiento debe constar de estos elementos: información, comprensión y voluntariedad» (ibíd., p. 163). Ningún animal, ni tan siquiera el más inteligente de los chimpancés, puede satisfacer, desde ningún punto de vista, los criterios de comprensión y voluntariedad. Los animales ni pueden expresar su consentimiento ni tampoco su negativa, porque no tienen capacidad para ello, exactamente por la misma razón que no pueden ser sujetos morales. Creo que la única conclusión que ha de extraerse de esto es que el principio mismo del consentimiento informado no es aplicable a los animales y que, en consecuencia, no puede ser tomado como base para ninguna prohibición de la experimentación animal.

            No menos problemática que las anteriores resulta la postura utilitarista en defensa de otorgar dignidad moral a los animales. Su postulado principal se basa en que éstos, en la medida en que pueden sufrir, tienen intereses que deben ser respetados. Para Singer, «cualquiera que sea la naturaleza del ser, el principio de igualdad requiere que el sufrimiento sea considerado de igual manera que igual sufrimiento de cualquier otro ser» (Singer, 1980, p. 72). Para él, privilegiar los intereses de los seres humanos, únicamente por ser humanos, es incurrir en un inaceptable especieísmo.

            Singer acepta que «los seres humanos adultos normales poseen una capacidad mental que, en determinadas circunstancias, les hace sufrir más que a los animales en las mismas circunstancias» (ibíd., p. 74), razón por la cual, desde su punto de vista utilitarista, le parece aceptable que en una situación en la que no haya más remedio que escoger entre los intereses de los animales y los de los humanos adultos, se opte por los de los humanos, ya que de ese modo se evita una mayor cantidad de sufrimiento. Pero, llevando su planteamiento utilitarista hasta el final, argumenta que los niños pequeños y los humanos con graves discapacidades no poseen los mismos atributos que los humanos adultos y se encuentran en la misma categoría que muchas especies animales, por lo menos que muchas especies de mamíferos. Su conclusión es que tanto los animales como los niños y los discapacitados graves deben tener la misma consideración moral y ser tratados de la misma manera. Y, aunque aclara que no pretende rebajar moralmente a estas categorías de seres humanos sino elevar a los animales para que sean objeto de un trato digno, su postura conlleva implicaciones morales que, desde mi punto de vista, son completamente inaceptables. Entre ellas, la justificación del infanticidio en ciertas circunstancias dentro del primer mes de vida o la valoración de que «los animales no humanos y los niños y humanos con graves discapacidades intelectuales se encuentran en la misma categoría» (ibíd., p. 75), razón por la cual «matar, por ejemplo, a un chimpancé es peor que matar a un ser humano que, debido a una discapacidad intelectual congénita, no es ni podrá ser nunca persona» (ibíd., p. 146).

            Otro de los aspectos en los que se pone de manifiesto la debilidad de las posiciones extremas en defensa del valor moral inherente de los animales, y su asunción implícita de una cierta perspectiva antropocéntrica, reside en las categorías de animales a los que reconocer como dignos de consideración moral.

            Algunos autores, quizás la mayoría, incluyen exclusivamente a los vertebrados. Otros establecen tres categorías, a modo de círculos concéntricos, de valoración decreciente: los primates, los mamíferos no primates y los vertebrados no mamíferos, tal vez con exclusión de los peces. Para Jorge Riechmann este problema ni siquiera es merecedor de su consideración y lo soslaya con una nota a pie de página en la que se limita a decir que «para no enredarnos ahora en delimitaciones de conceptos, podemos aceptar la definición de “animal” que propone la Ley 5/1995 (de protección de los animales utilizados para experimentación y para otras finalidades científicas) de la Comunidad Autónoma de Cataluña en su artículo 2.1: «Se entiende por “animal” cualquier ser vivo vertebrado no humano, incluidas las formas de desarrollo de vida propia y autónoma, con exclusión de las formas fetales y embrionarias» (Riechmann, 1998, p. 224) (2). Sin embargo, no es ésta una discusión baladí, sino que merece ser tenida en cuenta si se pretende ofrecer una argumentación convincente en defensa de la consideración moral de los animales.

            Siempre que los animales sean capaces de sentir dolor y de experimentar sufrimientos no hay razón, en la lógica de los defensores de una posición zoocéntrica, para establecer distintas categorías en relación con el valor de su vida. Más allá de esta premisa, cualquiera de esas categorizaciones únicamente adquiere sentido por su proximidad con nuestra propia especie, lo que no deja de representar un cierto sesgo antropocéntrico. Pero, desde el punto zoocéntrico, no hay razones de peso para excluir a los vertebrados no mamíferos, ni tampoco a un gran número de invertebrados, por lo menos aquellos que poseen un sistema nervioso más desarrollado. Lo único que se puede decir es que desconocemos casi por completo las sensaciones que experimentan y si éstas son realmente diferentes de las que pueden experimentar los vertebrados. Sobre este particular «el zoólogo inglés J. Z. Young (1907-1997), quien durante muchos años estudió el comportamiento de los pulpos en una estación de investigaciones marinas de Nápoles, opinaba que eran tan inteligentes como los perros» (Tudge, 2000, pp. 235-236). Sin embargo, a los invertebrados no se les suele otorgar el beneficio de la duda que se propugna para muchas especies de vertebrados.

            Las normas jurídicas que regulan el uso de animales con fines científicos suelen incluir sólo a los vertebrados. Por ejemplo, el Convenio Europeo sobre la protección de los animales vertebrados utilizados para experimentación y otros fines científicos del Consejo de Europa, posteriormente adoptado por la Comunidad Europea, engloba bajo el término “animal”, «cualquier vertebrado vivo no humano, incluidas las formas larvales, autónomas y/o con capacidad para reproducirse, pero con exclusión de las demás formas fetales o embrionarias» (artículo 2.a). Para el tipo de regulación que pretende el Convenio tal acotación del término animal resulta apropiada y conveniente. Pero la cuestión es distinta si de lo que se trata es de establecer la categoría moral de los animales. En ese caso, reducir los límites para englobar únicamente a los vertebrados, sin asumir al mismo tiempo algún tipo de criterio de afinidad antropocéntrica, requiere una justificación suficiente, lo que casi nunca suele ocurrir.

            Como he tratado de mostrar, ante dilemas éticos en los cuales esté en juego la vida de seres humanos frente a la vida de animales, resulta inevitable adoptar alguna forma de antropocentrismo, so pena de defender opciones éticas que rebajan la consideración moral de las personas de una forma inaceptable. El valor de la vida animal, por importante que nos parezca, no puede ser equiparado al de la vida humana, por lo menos cuando ambos entran en conflicto. Por eso, creo que una cierta perspectiva antropocéntrica resulta inevitable. Incluso, un defensor radical de los animales como Peter Singer ha mostrado un sesgo antropocéntrico al valorar la vida de las especies en función de su grado de conciencia, y afirmar que «cuanto más desarrollada sea la vida consciente de un ser, mayor el grado de conciencia de sí mismo y racionalidad y más amplia la variedad de posibles experiencias, más preferiría uno ese tipo de vida, si se tuviera que elegir entre ella y la de un ser con un menor nivel de conciencia» (Singer, 1980, p. 134).

Recapitulación sobre la valoración moral de los animales

            Antes de pasar a abordar los criterios que deben orientar el uso de animales en investigación, voy a resumir mi punto de vista sobre la valoración ética de los animales en general, y sobre su uso para experimentación científica en particular:

            1. Todos los seres humanos son iguales en su dignidad. Por ello, todos deben ser tratados no de acuerdo con sus cualidades reales, cualesquiera que éstas sean, sino de acuerdo con las cualidades que reconocemos como propias de los individuos normales de nuestra especie.

            2. Aunque los humanos gravemente discapacitados intelectualmente pueden no poseer facultades superiores a algunos animales, son, a pesar de todo, seres humanos y, como tales, mantenemos relaciones especiales con ellos que no tenemos con otros animales.

            3. Necesitamos una línea clara de demarcación para dividir a aquellos seres con los que podemos experimentar de los que no. La pertenencia a nuestra especie constituye una clara y marcada línea divisoria.

            4. El nivel de conciencia propia o la categoría de ser sensible, aunque no iguala a los animales con los humanos, es moralmente importante a la hora de valorar las distintas especies animales y el uso que podamos hacer de ellas. Desde este punto de vista, los mamíferos merecen una consideración mayor que otros grupos de animales. Los primates, y en particular los grandes simios, por su desarrollo mental y grado de autoconciencia, ocupan una posición especial que impone límites más estrictos a su utilización con fines de investigación.

            5. Tenemos el deber moral de respetar y proteger a los animales no humanos e impedir, en la medida de lo posible, el dolor, el sufrimiento, la angustia o los daños que puedan padecer.

            6. Con las matizaciones apuntadas, la utilización de animales para experimentos científicos es aceptable éticamente, siempre que se realice una ponderación que valore los sufrimientos infligidos a los animales frente a los beneficios que la investigación puede reportar para la mejora de la salud y la calidad de vida de los seres humanos.

            7. Los proyectos de investigación que implican el uso de animales deben ser supervisados por comités éticos y deben atenerse a las normas legalmente establecidas sobre esta materia.

            A pesar de mi punto de vista crítico con las posturas más claramente zoocéntricas, debo reconocer que han desempeñado un importante papel positivo en la denuncia del trato degradante dado a los animales y del uso abusivo, indiscriminado y, muchas veces, superfluo de los animales empleados en la investigación científica. La toma de conciencia social y una mayor sensibilidad ética en la consideración de la importancia del bienestar animal debe mucho a la actitud de los defensores de los animales en sus distintas versiones. Si excluimos las posturas extremas, contrarias a cualquier tipo de investigación con animales, las propuestas de actuación de muchos de sus defensores son razonables y perfectamente aceptables en la mayoría de los casos y coinciden con los criterios normativos establecidos en las distintas reglamentaciones que se han ido aprobando en los últimos años para regular el uso de animales en investigación.

 

II. Criterios y normas de actuación
de la investigación con animales

(Página Abierta, 210, septiembre-octubre de 2010).

            Como he expuesto, es un deber moral, sancionado por diversas normas jurídicas, el buscar «el bienestar y el estado de salud de los animales con la suficiente atención y frecuencia para prevenir todo dolor, sufrimiento inútil, angustia o daños duraderos» (artículo 5.3), según recoge el Convenio europeo sobre la protección de los animales vertebrados utilizados para experimentacióndel Consejo de Europa, posteriormente adoptado por la Comunidad Europea.

            La discusión acerca de los beneficios y perjuicios que, desde el punto de vista ético, presenta la experimentación con animales suele dar lugar a conclusiones contrapuestas realizadas, respectivamente, por los opositores y los defensores de esa utilización. Esta discrepancia se localiza en tres aspectos:

            1. El primero es que no existe acuerdo a la hora de juzgar cuánto dolor y sufrimiento se inflige a los animales con la estabulación y la experimentación. Como ha señalado Franklin Loew, «la experimentación con animales de laboratorio causa menos dolor y sufrimiento del que afirman sus detractores y más del que reclaman sus defensores» (Loew, 1996, p. 327).

            2. El segundo es la distinta valoración de la importancia de las conclusiones que se pueden extraer de la experimentación con animales. Los críticos recalcan que la experimentación animal puede llevarnos a conclusiones erróneas, ya que la fisiología de las especies utilizadas es distinta de la nuestra y los resultados de los experimentos pueden ser diferentes de los que se obtendrían con humanos, razón por la cual las pruebas en humanos resultan, en cualquier caso, imprescindibles antes de cualquier aplicación clínica.

            Por su parte, los defensores del uso de animales consideran que no hay diferencias básicas entre la fisiología de los animales de laboratorio y la de los humanos. También suelen recordar que una gran parte de los avances conseguidos en biomedicina se ha apoyado en una sólida base de experimentación animal.

            3. El tercero es la distinta valoración de la utilidad de los métodos alternativos al uso de animales. Aunque existe un amplio acuerdo en que hay que ensayar métodos alternativos en la medida en que vayan estando disponibles, la discrepancia se mantiene en torno a si el uso de esos métodos permite prescindir de los animales en la actualidad y en el futuro.

            Además de estos puntos de discrepancia, los grupos que se oponen a la experimentación animal han expuesto otros argumentos con los que pretenden demostrar que, o bien la experimentación animal no es necesaria, o bien no es tan importante como afirman sus defensores. Entre estos argumentos está la necesidad de dar más importancia a la medicina preventiva frente al empleo excesivo de tratamientos curativos, como ocurre en la actualidad; la realización de más investigación epidemiológica y el incremento de la investigación clínica asistida con pruebas de laboratorio. Aunque estas sugerencias son aceptables y pueden reducir, en algunos casos, el tener que recurrir a animales, no eliminan en absoluto la necesidad de su utilización.


 

            Por lo que respecta a los datos existentes, «el único país que ha recogido de forma sistemática todos los datos sobre el dolor y el sufrimiento de los animales de laboratorio es Holanda» (ibíd., p. 327) (3). Los que aparecen en el gráfico corresponden a los años 1990 y 1995. Se aprecia una leve disminución del porcentaje correspondiente a la categoría de dolor fuerte. Conviene aclarar que aproximadamente la quinta parte de los animales incluidos en esta categoría recibieron algún tipo de medicamento para aliviar el dolor. En ella se engloban algunos procedimientos como privación prolongada de agua y alimento, algunas infecciones experimentales, investigaciones tumorales y las pruebas de dosis letal 50 (LD50), que consiste en averiguar la toxicidad de una cierta sustancia sometiendo una muestra a una dosis que cause la muerte de la mitad de los animales de ella. Ésta es una de las pruebas que más críticas ha recibido por parte de los grupos que se oponen a la experimentación animal.

Criterios y normas de actuación

            En 1876 fue aprobada en Gran Bretaña la Ley sobre la Crueldad para con los Animales, la primera norma legal que reguló la experimentación animal. Desde entonces muchas han sido las normativas, las declaraciones y las guías de actuación que han sido aprobadas y promulgadas en muchos países para regular la investigación con animales, a medida que se fue desarrollando una mayor conciencia social sobre la necesidad de proteger a los animales de actuaciones que los sometan a sufrimientos innecesarios.

            En 1959 se publica la que será la más influyente guía de actuación para la investigación con animales. Se trata del principio de las “tres erres”, contenido en la obra The Principles of Humane Experimental Technique, cuyos autores fueron el zoólogo William Russell y el microbiólogo Rex Burch. El significado de las “tres erres” es el siguiente:

            1. Reemplazar los animales por métodos in vitro y otros métodos alternativos.

            2. Reducir racionalmente, mediante técnicas estadísticas, el número de animales utilizados en los experimentos.

            3. Refinar las técnicas de modo que causen el menor sufrimiento posible a los animales.

            Las “tres erres” definen la moderna búsqueda de alternativas en la experimentación con animales.

            En lo referente a la primera de las “erres”, en los últimos años se han desarrollado, de forma muy importante, métodos alternativos al uso de animales. En algunos casos, estos métodos permiten obtener resultados más precisos y fiables que los obtenidos con animales pero, lamentablemente, no siempre es así. Pese a los avances conseguidos, hay que reconocer que no es posible reemplazar completamente la utilización de los animales, ni en el presente ni, probablemente, tampoco en el futuro. En la tabla adjunta se recogen algunos de los métodos alternativos que se utilizan en la actualidad.

Métodos alternativos al uso de animales en investigación

            Cultivos in vitro de células animales o humanas.
            Estudios de autopsias.
            Investigaciones con órganos animales.
            Modelos matemáticos e informáticos.
            Uso de estados prematuros del desarrollo.
            Técnicas de formación de imágenes.
            Uso de organismos de menor escala filogenética.
            Estudios de actividad basados en las propiedades físico-químicas de las moléculas.
            Observación clínica asistida por pruebas de laboratorio.
            Estudios epidemiológicos.
            Exámenes endoscópicos y biopsias.

            Desde el punto de vista ético, es recomendable que, en ciertas áreas, cese completamente la experimentación con animales. Ejemplos de ellas pueden ser la militar, la cosmética o las prácticas de laboratorio en la enseñanza. Desde la perspectiva de las personas que creemos que el recurso a la guerra es un forma rechazable e inmoral de resolver los conflictos entre los seres humanos, no parece justificable la experimentación animal encaminada precisamente a perfeccionar los métodos de destrucción y muerte de seres humanos.

            Por lo que se refiere a la industria cosmética, varios fabricantes han eliminado totalmente las pruebas con animales recurriendo al uso de sustitutos caseros o a ingredientes que ya superaron las pruebas en el pasado. La industria cosmética británica acordó con el Gobierno la supresión de las pruebas en noviembre de 1998. Asimismo, la directiva 93/35 de la Unión Europea prohíbe, desde el 30 de junio del 2000, vender productos cosméticos probados en animales, aunque esta prohibición fue posteriormente aplazada en toda la Unión Europea. En España se aplazó mediante una orden del 3 de agosto de 2000.

            En cuanto a las prácticas de formación, la eliminación total de los animales en ellas resulta más polémica. Sin embargo, es una tendencia que se inició muy pronto. Concretamente, en 1876 se prohibió en Gran Bretaña que los cirujanos se entrenaran con animales. Desde entonces, en vez de ello practican con cadáveres humanos. En Estados Unidos, aproximadamente un tercio de las facultades de medicina existentes no utilizan animales en sus cursos ordinarios. Creo que con los métodos audiovisuales e informáticos que existen en la actualidad la utilización de los animales en la enseñanza podría desaparecer sin mayores problemas.

            Respecto de la segunda “erre”, la reducción del uso de animales se viene produciendo en muchos países desde los años setenta del siglo pasado. Así, en Gran Bretaña y Suiza desde 1975 y 1980, respectivamente. Hasta 1992 esa reducción fue del 50%. Holanda y Alemania también registraron disminuciones del orden del 50%. En otros países europeos se produjeron reducciones menores, de entre el 20 y el 40%. En Estados Unidos no existen datos completos, pero de los disponibles también se desprende que desde 1968 el descenso ha sido bastante pronunciado para la mayor parte de las especies utilizadas.

            El que esta tendencia a la reducción continúe produciéndose depende de varios factores. Entre ellos está la mejora de los métodos estadísticos, que permita obtener resultados fiables usando tamaños de muestra más pequeños, el intercambio de información y la revisión exhaustiva de la bibliografía, que eviten las repeticiones innecesarias de experimentos. También es importante un mayor grado de sensibilización por parte de la comunidad investigadora y de la opinión pública y la promulgación de normas legales cada vez más precisas.

            Un ejemplo muy significativo del papel de los métodos estadísticos en la reducción del número de animales necesarios se presenta en la tan criticada prueba de la dosis letal 50. El recurso a procedimientos estadísticos avanzados está permitiendo reducir drásticamente el tamaño de la muestra empleada. Los protocolos recientes exigen solamente una décima parte del número de animales que se empleaban antes, con resultados que alcanzan la misma fiabilidad.

            Por último, el tercer criterio de las “tres erres”, el de refinar, en parte ya he aludido a él al comentar los criterios anteriores. Así, por ejemplo, al referirme al perfeccionamiento de las pruebas estadísticas. Cabría añadir todas aquellas medidas que eliminan o al menos minimizan el dolor y el estrés que afectan a los animales en el curso de los experimentos. Estas medidas incluyen el uso de analgésicos y anestésicos adecuados y el sacrificio indoloro de los animales cuando el daño producido persista después del experimento. [...]

Transgénesis animal, clonación y xenotrasplante

            Para finalizar, voy a referirme brevemente a tres aplicaciones de la investigación con animales: la transgénesis animal, la clonación y el xenotrasplante. Las tres están relacionadas entre sí. Por ejemplo, los animales fuente de órganos para xenotrasplantes deben ser transgénicos, ya que hay que modificar sus genes de histocompatibilidad para conseguir que el órgano trasplantado no produzca ninguna de las formas de rechazo que pueden presentarse en el receptor, como son el rechazo hiperagudo, el rechazo vascular diferido o, a más largo plazo, los rechazos celulares retardado y crónico. Asimismo, la técnica de trasplante nuclear en la que se basa la clonación puede ser utilizada para aumentar la eficacia de la obtención de animales transgénicos, lo que ya ha sido ensayado en algunos casos.

            La consideración ética de estas aplicaciones debe realizarse ponderando los beneficios que comportan frente a los sufrimientos y daños que pueden padecer los animales utilizados.

            Podemos dividir las aplicaciones del uso de animales transgénicos en tres categorías que son, respectivamente, la investigación básica, la medicina y la biotecnología. En relación con los beneficios de este uso, Lluís Montoliu ha enfatizado acertadamente que «la manipulación genética, aplicada a animales, ha supuesto una verdadera revolución en biología, medicina y biotecnología» (Montoliu, 2002, p. 286). En biología, los animales transgénicos son una herramienta muy valiosa para conocer la función de los genes, y han contribuido al esclarecimiento de los patrones de expresión característicos de muchos de ellos. Entre las aplicaciones relacionadas con la medicina estarían los modelos genéticos de enfermedades humanas, la obtención de proteínas de interés terapéutico, usando los animales como biorreactores, y la obtención de animales fuente de órganos para xenotrasplantes. Las aplicaciones biotecnológicas, por su parte, irían encaminadas a la mejora en cantidad y calidad de la producción animal.

            Tomando como referencia las proposiciones emitidas por la conferencia sobre Bioética organizada por el Consejo de Europa en Oviedo en 1999, Houdebine ha propuesto unos niveles de tolerancia, referidos a la aceptabilidad del uso de animales transgénicos, en función del sufrimiento animal que comportan. Son los siguientes:

            1. Nivel de tolerancia alto: animales transgénicos estrictamente experimentales.

            2. Nivel de tolerancia medio: animales transgénicos fuente de órganos para trasplantes o productores de proteínas terapéuticas.

            3. Nivel de tolerancia mínimo: animales transgénicos que se destinen a mejoras ganaderas.

            El tercer caso parece el más claro. Como argumenta Houdebine, «en este caso se trata de una mejora de la producción, que no es en absoluto necesaria para las poblaciones humanas, ya bien abastecidas, y que, por otra parte, afectaría a un gran número de animales condenados a sufrir con el único fin de aumentar los beneficios de algunos» (Houdebine, 2001, p. 144).

            El problema adquiriría una dimensión distinta si ese aumento de la producción animal se plantease como una necesidad en relación con el abastecimiento alimentario de las poblaciones de los países subdesarrollados del Tercer Mundo. Sin embargo, hay que tener presente que, dado el bajo nivel de desarrollo biotecnológico de esos países y los elevados costes económicos de obtener animales transgénicos debido a la eficacia limitada de la técnica (piénsese que la obtención de una sola vaca transgénica cuesta medio millón de dólares), no parece que la mejora de la producción animal mediante el uso de animales transgénicos pueda ser, a corto plazo, una alternativa viable para esos países. Además, aun superando esas dificultades, habría que evaluar hasta qué punto la solución de los problemas alimentarios necesita verdaderamente el recurso a los animales transgénicos, cosa que, desde luego, está lejos de ser evidente.

            Los niveles de tolerancia de los otros dos casos son menos claros. Paradójicamente, se establece una menor aceptabilidad, en principio, para las aplicaciones que, como los xenotrasplantes o la obtención de proteínas terapéuticas, podrían tener una plasmación médica más directa. Para estos casos, Houdebine estima que el sufrimiento de los animales debe ser estudiado caso por caso y comparado luego con el beneficio que reporta a los pacientes. En el caso de la producción de proteínas terapéuticas, los animales no suelen sufrir problemas derivados de la transgénesis, ya que el transgén se expresa únicamente en la glándula mamaria en la que produce leche. Esta glándula «ha demostrado ser el órgano ideal para la expresión de proteínas recombinantes por su elevada capacidad de síntesis, los escasos riesgos que presenta la expresión del transgén para la salud del animal y la facilidad de recolección y purificación del producto» (Sánchez y Folch, 1999, p. 199).

            Frente a esta escasez de problemas para los animales derivados de su uso como biorreactores, las potencialidades de esta técnica son enormes, aunque todavía pasará algún tiempo hasta que se desarrollen. Como ha apuntado Lluís Montoliu, «teóricamente, una sola vaca que produjera unos diez gramos de factor VIII de coagulación sanguínea por litro de leche llegaría a satisfacer las necesidades mundiales anuales de esta proteína para garantizar el tratamiento de todos y cada uno de los hemofílicos existente sobre la faz de la Tierra» (Montoliu, 2001, p. 62), aunque en la actualidad la eficacia es de entre diez y 100.000 veces inferior.

            El mismo criterio de ponderación de beneficios y daños para los animales también debería ser empleado en el primero de los casos citado, el de los animales estrictamente experimentales. Téngase en cuenta que entre las aplicaciones concretas de este caso se encontrarían tanto la investigación biológica básica encaminada a conocer la función de los genes y de sus patrones de expresión característicos como el establecimiento, desde el punto de vista de la medicina, de modelos animales que permitan estudiar muchas enfermedades genéticas.

            Aunque la mayor parte de los animales transgénicos no suelen sufrir ningún malestar, no siempre sucede así y, en algunos casos, la transferencia de genes puede provocarles sufrimientos en diversos grados. Esto fue lo que ocurrió cuando se obtuvieron cerdos transgénicos con el gen de la hormona del crecimiento. Éstos presentaban varias patologías que afectaban, entre otros órganos, al riñón y al hígado. Además, eran incapaces de sostenerse en pie debido a la baja calidad de sus fibras musculares.

            En el caso de los animales transgénicos modificados para servir de modelo de enfermedades humanas, se persigue precisamente que la enfermedad llegue a manifestarse en el animal para estudiar los mecanismos genéticos que la causan. El beneficio que se puede obtener de estos procedimientos, en forma de conocimientos médicos para combatir enfermedades humanas que hoy por hoy no tienen curación, puede ser enorme, pero no es menos cierto que, en ocasiones, la manifestación de la enfermedad en los animales conlleva importantes sufrimientos para ellos. Por ejemplo, en la enfermedad de Lesch-Nyhan, una dolencia recesiva ligada al cromosoma X, el fenotipo se caracteriza, entre otras manifestaciones, por retraso mental y automutilación corporal compulsiva por mordeduras de dedos y labios. La obtención de ratones knockout para esta enfermedad dio como resultado que manifestasen un fenotipo similar al humano, en el que destacaba la gravedad de las automutilaciones que se producían.

            En resumen, la utilización de animales transgénicos con diversos fines está suficientemente justificada por la importancia de los beneficios que se obtienen y un nivel de malestar o sufrimiento, en la mayoría de los casos, pequeño. Sin embargo, conviene valorar en concreto las distintas situaciones que pueden presentarse, dado que no todas son iguales, ni desde el punto de vista de los beneficios para la salud y la mejora de la calidad de vida de los seres humanos, ni desde la vertiente del sufrimiento y daño que los distintos procedimientos pueden suponer para los animales.

            La clonación animal, por su parte, no presenta problemas éticos importantes. En cualquier caso no son diferentes de los ya comentados para el caso de la transgénesis. De los distintos métodos de clonación, la gemelación o partición embrionaria es el más sencillo de enjuiciar. En sí mismo no plantea ninguna reserva de tipo moral. Los animales resultantes no sufren ningún daño derivado del procedimiento y se desarrollan como individuos completamente normales.

            La clonación animal mediante transferencia nuclear puede resultar algo más controvertida desde el punto de vista del daño ocasionado a los animales, debido a la falta de seguridad de la técnica y a la consecuente presencia de malformaciones en algunos de los animales clonados. Sin embargo, este problema aparece minimizado debido a que la mayoría de los embriones clónicos defectuosos mueren antes de completar su desarrollo, por lo que el número de animales que pueden llegar a padecer algún sufrimiento, debido a las imperfecciones de la técnica de transferencia nuclear, es muy reducido. Si aplicásemos los criterios de tolerancia anteriormente expuestos para la transgénesis animal, únicamente los casos de aplicaciones ganaderas de la clonación serían problemáticos a la luz de aquéllos, siempre y cuando la clonación produjese un daño apreciable en un número significativo de individuos, situación que en la realidad no ocurre.

            Los problemas éticos del xenotrasplante en relación con la utilización de animales se refieren a su uso como fuente de órganos y, también, a la investigación previa necesaria para desarrollar la técnica hasta que pueda ser utilizada en humanos con seguridad y con suficientes garantías de éxito.

            Podemos resumir estos problemas éticos en los siguientes:

            1. La investigación previa, durante años, con animales para el desarrollo y perfeccionamiento de los métodos de transgénesis aplicables al xenotrasplante.

            2. La producción y cría de cerdos transgénicos como fuente de órganos para los trasplantes.

            3. La muerte de los cerdos transgénicos que sean fuente de órganos.

            4. La experimentación con primates para probar los órganos trasplantados procedentes de cerdos transgénicos.

            5. Considerar éticamente inaceptable el recurso al uso de primates como fuente de órganos.

            Los tres primeros problemas citados: la investigación previa, así como la producción, cría y muerte de cerdos transgénicos pueden ser evaluados con los mismos criterios que ya hemos comentado para la transgénesis. Es necesario, en cualquier caso, extremar las precauciones para que los animales no sufran como consecuencia del tratamiento, y su sacrificio debe ser completamente indoloro. Los beneficios que se podrían obtener en el futuro, si los xenotrasplantes llegan a convertirse en una realidad, justificarían suficientemente el uso y sacrificio de los animales.

            La mayoría de los grupos de estudio que se han ocupado de las implicaciones éticas del xenotrasplante, como el Nuffield Council of Bioethics, el Grupo Consultivo en Ética de los Xenotrasplantes, presidido por Ian Kennedy, o el Informe de la Subcomisión de Xenotrasplante de la Comisión Permanente de trasplantes de España, coinciden en valorar como aceptable el uso de cerdos como fuente de órganos para xenotrasplantes. El Informe Español sobre Xenotrasplante señala que la creación de animales transgénicos sólo resultaría aceptable si las transformaciones operadas no cambian el fenotipo del animal, en el sentido de que el animal modificado debe ser completamente similar al resto de los miembros de su especie y la modificación realizada debe afectar solamente a la función inmunológica.

            Los otros dos problemas enunciados hacen referencia al empleo de primates. Existe un amplio acuerdo en rechazar su utilización como fuente de órganos. Este rechazo se basa en su relación evolutiva con nuestra especie y en que, como consecuencia de ello, comparten ciertas capacidades emocionales y cognitivas con los seres humanos, incluyendo, en cierta medida, la capacidad de su propia conciencia. También sería éticamente problemática su crianza y alojamiento, por el dolor y sufrimiento que podría causarles. El elevado número de especímenes que se necesitarían añade otro motivo de rechazo al uso de primates, ya que podría ponerse en peligro su supervivencia, hoy por hoy ya amenazada.

            Otras razones de tipo técnico y procedimental también desaconsejan el uso de primates:

            1. El riesgo de transmisión vírica entre los primates y los humanos puede incrementarse, debido al parentesco filogenético, sobre todo cuando existe el precedente de la plausible transmisión del virus del sida a los humanos procedente de monos.

            2. Los primates tienen un índice de reproducción muy bajo.

            3. Es necesario que lleguen a los 7-10 años para que sus órganos alcancen el tamaño suficiente.

            4. Sería prácticamente imposible cubrir la demanda de órganos usando primates.

            5. Por el contrario, se tiende a aceptar como un mal menor, indeseable pero necesario, el recurso a la utilización de primates, aunque en pequeño número, para experimentar el trasplante de órganos procedente de cerdos transgénicos antes de proceder a los ensayos clínicos en humanos. Éste es, por ejemplo, el punto de vista de los grupos de estudio antes citados (Nuffield Council of Bioethics, del Grupo Consultivo de Ética de los Xenotrasplantes, presidido por Ian Kennedy, y la Subcomisión de Xenotrasplante de la Comisión Permanente de Trasplantes de España).

Conclusiones

            Las conclusiones generales que se enumeran a continuación sintetizan los principales puntos esbozados a lo largo del texto:

            1. Aunque los animales son dignos de consideración moral, ésta no puede equipararse a la que otorgamos a los seres humanos, sobre todo cuando se plantean situaciones controvertidas en las que entran en conflicto la protección de los animales y la vida humana.

            2. En virtud de lo anterior, la investigación con animales es éticamente aceptable, siempre que persiga la mejora de la salud y de la calidad de vida de los seres humanos.

            3. Esto no obsta para que consideremos que constituye un deber moral respetar y proteger a los animales y evitarles, en lo posible, el dolor, el sufrimiento, la angustia y otros tipos de daños que puedan padecer.

            4. Deben ponderarse los beneficios que se esperan obtener de la experimentación con animales frente al daño o sufrimiento que éstos puedan sentir. Esto nos lleva a rechazar los experimentos que no persigan la mejora de la salud o de la calidad de vida humanas.

            5. La utilización de animales en investigación debe realizarse de acuerdo con los enunciados del principio de las “tres erres”: reemplazar, siempre que sea posible, el uso de animales por otros métodos alternativos; reducir el número de animales empleado, mejorando los métodos estadísticos y los medios de información y consulta para evitar las repeticiones innecesarias; y refinar las técnicas y métodos en el uso y manejo de los animales para impedir o, si esto no es posible, minimizar al máximo el dolor y sufrimiento que puedan padecer como consecuencia de las investigaciones.

            6. Estos mismos criterios son de aplicación para la transgénesis, la clonación animal y el xenotrasplante.

            7. En lo referente a este último, el uso de primates como fuente de órganos se considera éticamente rechazable, dadas sus capacidades emocionales y su parentesco evolutivo con los seres humanos.

Referencias bibliográficas

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  1. Los xenotrasplantes son trasplantes de órganos y tejidos desde un animal donante (generalmente primates y cerdos) a un humano receptor. De un modo más general, un xenotrasplante es un trasplante de un órgano o de un tejido desde un animal a otro de distinta especie.
  2. Esta definición, como se verá enseguida, está tomada literalmente del Convenio Europeo sobre la protección de los animales vertebrados utilizados para experimentación y otros fines científicos, del Consejo de Europa.
  3. Los datos que aparecen reflejados en el gráfico fueron tomados del trabajo de Loew citado.