El final del consentimiento

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lavanguardia.com, 16 mayo 2018

 

La larga hegemonía política del ­nacionalismo catalán desde 1980 fue posible no sólo por el apoyo de sus votantes sino también por el consentimiento implícito que le prestaron buena parte de los votantes y partidos no nacionalistas. Dicho coloquialmente, los no nacionalistas dejaron gobernar a los ­nacionalistas.

Este consentimiento ha llegado a su fin. Las elecciones del pasado 21 de diciembre lo han certificado. Pero los independentistas aún no son conscientes de ese cambio. Tanto los partidarios de continuar con la ruptura unilateral como los que quieren volver a la vía autonomista siguen pensando que nada ha cambiado. Pero no será así. Antes de ver por qué, veamos cómo se prestó ese consentimiento.

El consentimiento con la hegemonía nacionalista se vehiculó, fundamentalmente, a través de la abstención de muchos no nacionalistas en las autonómicas. Una abstención que después corregían en las generales, en las que el nacionalismo perdía la mayoría en beneficio del PSC-PSOE. Esa abstención no significaba acuerdo con las políticas na­cionalistas. Pero se consentía porque no había miedo a que el naciona­lismo rompiese la unidad de España.

El mismo consentimiento se prestó desde las patronales y las asociaciones sectoriales catalanas. Veían bien un gobierno nacionalista con capacidad para presionar en Madrid en beneficio de los intereses catalanes. La ­influencia de CiU en la elabo­ración de las leyes, presupuestos y en el día a día ministerial fue ­decisiva en muchas ocasiones. De nuevo, desde el mundo empresarial ­nunca se dudó de que el nacionalismo sería leal a la Constitución y al Estatut.

Ese consentimiento comenzó a debilitarse a medida que comenzó a cuestionarse la lealtad de los nacionalistas hacia la Constitución. La primera señal vino coincidiendo con la elaboración del Estatut del 2006. Fue la creación ese mismo año del partido Ciudadanos, que desde el primer momento buscó movilizar el voto abstencionista y desengañado. Pero el punto de ruptura se produjo en el 2012 con la entrada en escena de la Assemblea Nacional Catalana (ANC ) y su estrategia de ruptura unilateral. Su capacidad para arrastrar a CDC y a ERC –embarcadas en una lucha fratricida por el poder político– fuera de la política institucional ha sido extraordinaria. Las decisiones parlamentarias rupturistas de los días 6 y 7 de septiembre y la declaración unilateral de independencia el 27 de octubre significaron un golpe parlamentario de la mayoría independentista contra las minorías parlamentarias y la mayoría social catalana no nacionalista.

La gran manifestación constitucionalista del 18 de marzo pasado y las elecciones del 21 de diciembre confirmaron el final del consentimiento. Ciudadanos, con el liderazgo de Inés Arrimadas, se ha transformado en el partido más votado en Catalunya. De tres escaños y 89.840 votos en el 2016 ha pasado a 36 escaños y 1.102.099 votos el 2017. Y previsiblemente crecerá.

El independentismo unilateral no podrá seguir ignorando esta nueva realidad política. Ya no podrá hablar en nombre de “un solo pueblo”. No tiene legitimidad social ni política. Es un proceso con tintes de revolución oportunista, propio de hace un siglo. Pero tampoco aquellos que dentro de ERC y el PDECat son conscientes de que nunca hubo las condiciones para ir tan lejos y que ahora quieren volver hacia el autonomismo podrán ignorar que no se podrá gobernar de la misma forma.

Ahora habrá que hablar de todo entre todos: de cómo se organizan los medios de comunicación públicos, del equilibrio entre el catalán y el español en las escuelas, de las subvenciones a organizaciones y asociaciones privadas, de la ordenación territorial, de la profesionalización de la función pública, de sacar a los partidos de las administraciones, de la ley electoral para hacer que el Parlament refleje mejor el equilibrio de voto entre las grandes urbes y el resto del territorio, de las políticas para afrontar los grandes problemas sociales de la pobreza y la desigualdad, de la formación profesional y de una política económica y de investigación para consolidar la recuperación y el liderazgo industrial.

El conflicto catalán es, en primer lugar, una fractura civil interna de gran magnitud. Sólo se podrá superar con un gobierno de todos y para todos, que busque la reconciliación civil sin revancha. Un gobierno amable con la democracia. Un gobierno capaz de alcanzar un acuerdo interno para un ­mejor autogobierno, que se plasme después en un nuevo Estatut sometido a referéndum, que sea una verdadera Constitución catalana. Sólo así podremos acabar con la anomalía de que Catalunya sea la única comunidad sin Estatuto de Autonomía aprobado por sus ciudadanos. Ese será el comienzo de un nuevo consentimiento pluralista.

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