Eugenio del Río

La última generación antifranquista
(VII Jornadas de Pensamiento Crítico, diciembre de 2007)
(Página Abierta, 192, mayo de 2008)

            En mi intervención, más que del antifranquismo, me ocuparé de los antifranquistas; no tanto de la oposición, en su aspecto colectivo, como de las personas que la integraron. Y no de los antifranquistas, en general, sino de los antifranquistas de la última generación en el último período del franquismo.
            Así pues, hablaré de aquello que conozco de primera mano.
            Reflexionar sobre lo que uno ha vivido tiene las ventajas del conocimiento inmediato. Cuando se ha conocido algo directamente y no por referencias se cuenta con algunas bazas para reconstruir los ambientes, los hechos, las personas.
            Pero tiene también los inconvenientes de la implicación subjetiva, con las consiguientes dificultades para adoptar la necesaria distancia. Y, sin embargo, quien desee hacerse con aquella época necesitará cierto distanciamiento, habrá de oscilar entre la proximidad y la distancia.
            De cualquier modo, somos testigos de aquella época y tenemos el deber de dar testimonio, con la esperanza de que pueda ser útil a las generaciones posteriores.
            El mío será, en todo caso, un testimonio personal y modesto, que tal vez pueda dar pie un día a un trabajo más detenido.
Hechas estas observaciones previas, os invito a viajar en el tiempo a aquel pasado relativamente cercano y a reencontrar a aquellos jóvenes antifranquistas que fuimos.
            Y al pensar en mi generación, o, más exactamente, en la parte más comprometida socialmente, más combativa y, también, más ideologizada, de mi generación, me vienen a la mente aquellas inquietudes que manifestaba el historiador francés Georges Duby cuando evocaba sus esfuerzos y sus dificultades para dominar mentalmente la Batalla de Bouvines, de comienzos del siglo XIII.
            Podía servirse en su empeño del precioso testimonio de Guillaume le Breton, capellán del rey de Francia, Philippe Auguste. Pero a Duby se le antojaba insuficiente. Quería ahondar en el conocimiento de aquellos guerreros, muertos de sed, cegados por el polvo, que se agitaban temerosos y angustiados dentro de sus pesadas armaduras. Duby se pregunta por sus armas, por sus gestos. Pero nuestro historiador va más lejos: quiere saber qué hay dentro de ellos. «Intentaba incluso –escribió– penetrar en su conciencia. ¿Qué papel interpretaban?» (L’histoire continue, París: Odile Jacob, 1991, pp. 154-5).
            Al preparar esta intervención me he visto rodeado por los guerreros de mi generación y me he visto obligado a indagar tras las armaduras, los escudos y los cascos. ¿Quiénes éramos realmente? ¿Qué papeles desempeñábamos?

Lo que movía a aquellos jóvenes

            Estoy recordando aquella sociedad y aquel régimen político en su etapa última.
Treinta millones de habitantes, un decreciente pero aún notable peso de la vida rural, el desarrollo acelerado de la industria y el crecimiento de las ciudades, grandes movimientos migratorios dentro de España, setecientos mil emigrantes a Europa, un incremento importante de la población universitaria, un considerable aumento del consumo popular, la negación del derecho al aborto y al divorcio, y una acusada desigualdad de las mujeres, todavía un asfixiante poder de la Iglesia, un despotismo burocrático insoportable...
            Todo ello bajo una dictadura en la que el Ejército ocupaba el lugar principal; una dictadura que violaba los derechos humanos, que practicaba regularmente la tortura y que incluso, en su último período, se atrevió a aplicar varias veces la pena de muerte.
            El franquismo no era sólo un régimen político. Era un universo cultural, un ambiente social, una concepción de la mujer y una imagen de lo masculino, una estética, una idea del ocio, unas relaciones laborales, una sexualidad, una religiosidad...
            En el último franquismo fue ganando terreno paulatinamente la disociación entre el régimen político y la sociedad, disociación ambigua muchas veces, deficiente, pero real y, como digo, progresiva. Ése fue un factor decisivo, como lo fue el antifranquismo más activo, para crear en un sector del régimen la conciencia de que era necesaria una reforma.
            No obstante, el alejamiento del régimen de sectores sociales cada vez más amplios no se expresaba siempre, ni mucho menos, en términos de organización clandestina y de lucha política.
            Pienso con gratitud en millones y millones de personas que en los años sesenta y setenta se dedicaron a trabajar y a ahorrar con el propósito de que sus hijos estuvieran más formados, tuvieran más posibilidades profesionales y una vida mejor. Estos amplios sectores sociales que trabajaron lo indecible, que se dedicaron a un auténtico activismo económico, merecen todo nuestro respeto y nuestro cariño.
            El antifranquismo más decidido, más establemente organizado y más dinámico agrupaba a una pequeña minoría; difícil de cuantificar pero una pequeña minoría. Un 0,5% de la población hubieran sido 150.000 personas organizadas, y no es aventurado afirmar que esa cifra está por encima de la realidad.
            Pues bien, una parte notable de ese antifranquismo organizado estaba formada por mujeres y hombres jóvenes, incorporados a una u otra organización clandestina entre la mitad de los años sesenta y la mitad de los setenta.
            ¿Qué impulsaba a aquellos jóvenes, que muchas veces abandonaban sus estudios y se ponían a trabajar en una fábrica, o pasaban a la clandestinidad y tenían que fugarse de sus casas, de sus ciudades, y empezar una vida en lugares alejados?
            Si tuviera que responder en pocas palabras tendría que resaltar dos cosas: un profundo sentido de solidaridad y un intenso odio.
            Lo uno inseparablemente unido a lo otro. Porque el odio al franquismo era el reverso, el complemento de un sentimiento de solidaridad con  quienes perdieron la guerra, con quienes habían padecido unas vidas en la pobreza y en el silencio como castigo por su compromiso de izquierda y republicano, con los antifranquistas mayores, que en muchos casos se estaban pudriendo en las cárceles por haberse atrevido a resistir.
Y, por eso mismo, odio hacia un régimen paternalista y dictatorial, odio hacia Franco y sus cómplices, odio hacia los torturadores y hacia los obispos que paseaban a Franco bajo palio.
            Quienes combatíamos contra aquel régimen teníamos ideas diversas. Las más de las veces éramos marxistas de distintas corrientes, comunistas, anarquistas... En aquellos tiempos había que ser de algo, había que apuntarse a alguna de las principales ideologías de la izquierda internacional; si no, no se era nadie.
            Pero, por encima de todo, éramos antifranquistas. Lo que nos movía era sobre todo la voluntad de acabar con el franquismo.
            Creo que no me equivoco si digo que muchos de los que conocimos aquellos años nunca podremos ver con indulgencia al franquismo, y añadiré que nunca podremos dejar de ser antifranquistas.
            El odio, como tantas otras pasiones, tiene varias caras. Puede rebajarnos y llevarnos a cometer actos torpes e irracionales. Pero el odio frente a la injusticia y a la crueldad es signo de salud moral, lo mismo que la apatía y la indiferencia frente al despotismo es siempre lamentable.

Cualidades de aquella generación

            Por esto pienso que quienes se implicaron en la lucha antifranquista formaban parte de lo mejor de aquella juventud. Hubo mucha gente buena y valiosa que hizo cosas meritorias en distintos campos, pero debe destacarse especialmente a quienes llegaron a considerar insoportable el franquismo y se levantaron contra él.
            La capacidad de resistencia de aquellos jóvenes es uno de los aspectos más brillantes de la historia de la España contemporánea.
La última generación antifranquista tuvo grandes cualidades.
            Hubo en ella mucha abnegación y generosidad, un gran sentido de la justicia y de la solidaridad. También una gran energía, necesaria para hacer frente a un enemigo con muchos recursos y pocos escrúpulos. Sé de muchos a los que no doblegó la tortura y no faltaron quienes hicieron de la cárcel su segunda residencia... o la primera.
Esos años sirvieron para cultivar un espíritu de resistencia y un duradero sentido de la lealtad.
            Aquellos tiempos sombríos fueron una buena escuela para la acción social. Causaba asombro comprobar cómo tanta gente joven, sin experiencia, aprendía rápidamente y conseguía asumir en poco tiempo un liderazgo social, en el campo sindical o en el vecinal o en las universidades.
            Poner en pie una organización clandestina y mantenerla era una proeza.
La actividad antifranquista tenía una rara belleza, hecha de capacidad para adaptarse al difícil medio de la clandestinidad, lo que requiere disciplina, modestia y discreción, trabajo minucioso y muchas cosas más.
            Un día habrá que escribir la historia de los inventos de la actividad antifranquista, en los que se puso de manifiesto tanta audacia, tanto ingenio y tanta creatividad.
            Pero poca utilidad tendrían estas reflexiones si se quedaran en la constatación de las virtudes de aquella generación. Sobre ella gravitaron también serios problemas. Durante décadas hemos sido muy benevolentes con nuestros defectos. Por respeto, por cariño, o por compensar la falta de reconocimiento que ha tenido durante décadas la lucha antifranquista. Entiendo que quienes podemos evocarlos no deberíamos dejar pasar mucho tiempo sin cumplir con esta obligación.
            Hoy voy a ceñirme a dos problemas: uno se refiere a la tendencia hacia lo excesivo en la última generación antifranquista; el otro consiste en el mal conocimiento de las mayorías sociales y las deficientes relaciones con ellas.

Propensión hacia lo excesivo

            A la última generación antifranquista le distinguió un mayor radicalismo ideológico que el de los antifranquistas de mayor edad. Si bien una parte de esa generación se afilió al partido comunista, la mayoría de los antifranquistas jóvenes se agruparon en organizaciones de extrema izquierda.
            Así pues, si miramos hacia las dos medias décadas mencionadas, el corte generacional supuso también una ruptura ideológica.
            El franquismo, a su pesar, produjo rebeldes. Sacó lo mejor que llevaban dentro muchas personas. Parte de nuestras virtudes se las debemos al franquismo, que nos espoleó con su existencia misma.
            Durante muchos años he pensado que al régimen de Franco le debíamos el habernos curtido, el haber tejido unos lazos de solidaridad, el haber forjado un compromiso moral profundo. Y todo esto es verdad, pero sólo es una parte de la verdad.
En mi opinión, al franquismo le debemos también parte de nuestros defectos. Fue un ecosistema propicio para lo bueno pero también para lo malo.
            De aquellas condiciones excepcionales brotó nuestra fuerza y nuestra debilidad.
Una de nuestras debilidades más características fue una reiterada tendencia hacia el extremismo. El nuestro fue algo así como un extremismo de rebote.
            El contexto histórico no invitaba a la moderación. Estaba cargado de conflictos mal resueltos, de choques violentos: la frustración por la pérdida de la guerra del 36, la tenebrosa posguerra que padecieron nuestros padres y abuelos, la represión franquista.
Las situaciones extremas provocan reacciones extremas. El franquismo, con sus excesos, alimentaba nuestros excesos. La dureza del franquismo propiciaba una dureza opuesta.
            En aquellas condiciones, muchos antifranquistas jóvenes veían lo que no fuera radical como un signo de tibieza frente a la brutalidad franquista. De hecho, los antifranquistas que rehuían el extremismo tenían muy poco éxito entre los jóvenes antifranquistas.
Algo contribuyó al éxito del radicalismo entre la minoría juvenil antifascista aquella situación de ausencia de mediaciones políticas y de espacios institucionales en los cuales poder actuar legal y libremente. La acción política que no fuera la propia del franquismo estaba condenada a la ilegalidad y a la clandestinidad.
            La tendencia hacia la exageración, hacia lo desmesurado, tenía que ver también con las tradiciones de izquierda a las que nos sumamos. Y guardaba relación, asimismo, con las doctrinas y los movimientos revolucionarios de otras latitudes con los que nos identificábamos, que ejercieron una gran influencia en nuestra generación, y que llevaban el sello del colectivismo autoritario.
            Esa inclinación hacia la desmesura tuvo dos expresiones especialmente importantes, en las que apenas me detendré ahora pero que no puedo dejar de señalar.
Una fue la paradójica actitud hacia las libertades y los derechos de las personas. Muchos antifranquistas luchábamos sincera y consecuentemente por la libertad pero, a la vez, defendíamos un horizonte último de transformaciones revolucionarias en el que la libertad tenía una cabida ambigua. Esto por no hablar de las actitudes más que condescendientes hacia regímenes revolucionarios radicalmente autoritarios.
            Lo excesivo aparecía también en relación con la violencia política. Fue uno de los frutos más nocivos de aquel período. Pensaba entonces, y no he cambiado de opinión, que la violencia contra una tiranía es legítima.
            Pero una cosa es que fuera legítima y otra que fuese conveniente, o sea, que sus facetas positivas resultaran mayores que las negativas. Y lo cierto es que la violencia, incluso cuando es legítima, incluso cuando aparece como la vía más eficaz para acabar con un grave mal, produce efectos contraproducentes. Entre otras cosas produce personas que se habitúan al empleo de la violencia. Produce también dinámicas eficaces que algunos se verán tentados de seguir impulsando cuando ya la violencia carezca de cualquier legitimidad, como ha ocurrido con ETA.
            En el caso del antifranquismo de la última generación, exceptuando el caso de ETA, se utilizó poco la violencia, pero sí se extendió una idea favorable al empleo de medios violentos para alcanzar fines políticos, uno de los lastres ideológicos más nocivos de aquella generación. Si no recuerdo mal, esta idea de la violencia política se incorporó a la cultura política de todos los grupos de la izquierda radical. Era uno de sus signos distintivos.

Mal conocimiento de la sociedad y deficientes
relaciones con las mayorías sociales

            Pero decía que quería destacar dos problemas en la oposición antifranquista de la última generación. El segundo está relacionado con la existencia de un régimen dictatorial.
            Las dictaduras, de manera general, restringen la autonomía de la sociedad y generan el ocultamiento de las opiniones, de las aspiraciones, de los valores e ideas de las mayorías sociales.
            El régimen de Franco, al negar libertades y derechos, producía un extenso mutismo y entorpecía la comunicación entre los distintos grupos sociales.
            Es el resultado inevitable de esas situaciones en las que hay un intenso control social, en las que faltan cauces libres y vías legales para la expresión de las distintas ideas, en las que no hay contrapoderes legalizados y reconocidos con capacidad para presionar a los poderes estatales y para proteger a los distintos grupos sociales.
Padecíamos así una situación en la que la existencia misma del franquismo impedía que la oposición organizada conociera debidamente el medio social en el que se desenvolvía. La opacidad social derivada de la presencia de aquel régimen político generaba en las organizaciones resistentes una lamentable pérdida de realidad. Su capacidad intelectiva se veía mermada. El mal conocimiento de la sociedad hace que una organización se mueva sin brújula, definiendo sus objetivos más a partir de sus deseos que de la voluntad de las mayorías sociales.
            Se puede decir que bajo el franquismo la sociedad a gran escala aparecía como un conglomerado más pasivo, más neutro, más indefinido, más inconsciente, más plano y vacío de lo que seguramente era en realidad.
            Podíamos presentir que llevaba dentro más de lo que podíamos ver, pero no alcanzábamos a discernirlo.
            El insuficiente conocimiento del mundo social, unido a una ideologización exagerada y a la mencionada tendencia hacia lo extremo, llevó a la última generación antifranquista a tener una actitud poco sensible hacia los sectores sociales más amplios y, en el fondo, de cierta desconfianza. Muchas veces nos atrincheramos en una mentalidad de minoría.

Prolongaciones posfranquistas

            Sobre éstos y otros puntos ha venido siendo muy difícil la reflexión autocrítica de los antifraquistas.
            Se echa en falta una mayor tradición autocrítica.
            El dramatismo de la situación y la virulencia del antagonismo nutrió en el antifranquismo los recelos hacia las actitudes autocríticas. Era como si el reconocimiento de los propios errores y limitaciones supusiera un reforzamiento de un enemigo al que todos pensábamos que no había que hacerle el menor regalo.
            Esa falta de sentido autocrítico sobrevivió al franquismo y se convirtió en un defecto muy extendido en las organizaciones de izquierda de todo tipo.
            El hecho de que la reforma del régimen político se llevara a cabo, entre 1976 y 1978, bajo la iniciativa de una parte del personal dirigente del franquismo condicionó muchas cosas. Entre ellas, trajo consigo que no fuera deslegitimado el régimen de Franco, que no fueran condenados sus crímenes ni sus autores. En este aspecto, la nueva cultura democrática nació tocada. A los antifranquistas se les negó un justo reconocimiento de méritos, que, por cierto, nunca reclamaron.
            La falta de reparación no sólo fue una grave injusticia sino que hizo más difícil la necesaria reflexión autocrítica en los ambientes antifranquistas. Quizá con el temor de que la autocrítica viniera a dar la razón a quienes querían enterrar el recuerdo de la actividad antifranquista.
            Y, sin embargo, si necesario y justo es el reconocimiento de quienes lucharon contra Franco, no es menos necesaria, en otro orden, la observación autocrítica de nuestro pasado.
            La oposición más activa dejó un capital humano muy valioso. No hay más que ver cómo muchas de aquellas personas han permanecido activas durante décadas.
            A la vez, algunos de los defectos propios de aquella experiencia se petrificaron posteriormente. Entre ellos la dificultad para empatizar con unas mayorías sociales que no querían el nivel de enfrentamiento que algunos deseábamos, y que respaldaron un cambio de régimen que a los jóvenes antifranquistas nos pareció demasiado corto.
Ahí se afianzó una desconfianza y un desencuentro con la sociedad, con los amplios sectores sociales, que en muchas personas que participaron en el último antifranquismo siguen vivos hoy.
            Y con esto llego ya al final de este breve viaje al pasado.
            Mis observaciones críticas no quitan ningún mérito a aquella generación a la que me honro en pertenecer. Lo dicho hasta aquí no es una invitación a reconsiderar el compromiso antifranquista. No nos equivocamos quienes contrajimos ese compromiso. La acción antifranquista contribuyó a que terminara la pesadilla franquista y a alcanzar las conquistas de las que hoy gozamos.
            Además, la oposición antifranquista legó el ejemplo de una dignidad y una rebeldía que enriquecen nuestra conciencia pública actual.
Nuestra implicación en aquella causa y nuestros esfuerzos posteriores son una parte destacada de la herencia que os podemos dejar a quienes hoy estáis tomando el relevo.