Eugenio del Río

Mi amigo Damián
(Página Abierta, 152, octubre de 2004)

No ha habido tiempos mejores ni peores; eran años de buen sentido y de locuras; época de fe y de incredulidad; período de luz y de tinieblas; primavera de esperanza, invierno de desesperación; lo teníamos todo ante nosotros y no había nada; todos íbamos derechos al cielo, y marchábamos en sentido contrario.
Charles Dickens

Le conocí hace treinta y tantos años. Hoy ronda los sesenta. Es lo que se dice una persona mayor. Aunque en organizaciones diferentes, los dos estuvimos embarcados en la lucha antifranquista. Ambos nos definíamos como comunistas. Las exigencias de su conciencia le empujaron hacia un generoso compromiso que le llevó a un peregrinaje más o menos clandestino (Gijón, Valencia, Sevilla…). No perdió la oportunidad de visitar algunas cárceles, en las que el régimen de Franco alojaba amablemente a quienes lo combatían.
Aunque ideológica y políticamente teníamos bastantes divergencias, que a los dos nos parecían muy importantes, manteníamos una relación amistosa. No podía dejar de admirar dos facetas fundamentales de su vida: una era su entrega, su abnegación. Estaba dispuesto a hacer sacrificios importantes, y los hacía, sin buscar ningún beneficio personal y sin darse ninguna importancia. Otro punto fuerte era su empatía con la gente con la que trataba y a la que intentaba organizar y transmitir sus ideas. En distintos lugares desempeñó un papel destacado en la forja de las entonces jóvenes y clandestinas Comisiones Obreras e impulsó varias asociaciones de vecinos.
De aquellos tiempos ha quedado entre nosotros una relación cordial, sincera y clara. Coincidimos en algunas cosas y discrepamos en otras, pero esa relación no se ha interrumpido.
Entiendo que tanto él como yo representamos trayectorias que van más allá de nuestra experiencia personal. Eso me ha llevado a pensar que estas reflexiones podrían interesar a alguna persona más, además de a Damián y a mi mismo.

La generación activista y radical a la que pertenecemos pasó, desde mediados de los setenta, por una década larga de pruebas difíciles que había de dejar en ella ciertas huellas.
Esta generación poseía bazas notables: su fuerza, su empuje, su honestidad, su implicación en la lucha por la libertad y por una mayor justicia social. Pero operaba en su contra un realismo insuficiente. Sus ideas sobre el mundo real tenían bastante de imaginario. El conocimiento de la sociedad era con frecuencia muy deficiente lo que alentaba las ilusiones sobre los logros que podían acompañar al final del franquismo.
El régimen de Franco, por su propia naturaleza, logró hacer a la sociedad bastante opaca: en una situación en la que no había libertades, se veían altamente reducidos los espacios en los que la sociedad podía dejar sentir sus aspiraciones reales y sus tendencias. En los años sesenta, tan sólo minorías pequeñas y muy singulares, con una personalidad y vitalidad destacadas, conseguían con su actividad dar cuenta de la existencia de universos diferentes del oficial.
En tales circunstancias, era grande el desconocimiento que teníamos de las ideas e inclinaciones que atravesaban realmente la sociedad. La imaginación encontraba un campo demasiado amplio para expandirse; era frecuente aquello de confundir los deseos con las realidades; el enfrentamiento de la sociedad con el franquismo se veía mayor de lo que realmente era.
Eso hacía que muchos antifranquistas, a mediados de los setenta, entraran en el proceso de crisis y sustitución del franquismo con unas expectativas exageradas respecto a lo que se podía conseguir desde un punto de vista democrático. En este aspecto Damián solía mostrar un optimismo que me costaba secundar.
Cuando se fueron precisando los límites del cambio político, en la segunda mitad de 1976 y, más aún, a lo largo de 1977, cundió cierto desánimo en los ambientes antifranquistas más combativos, a los que tan bien representaba Damián.
En esos círculos se exigía otra cosa y se esperaba otra cosa. Aunque nunca llegó a estar muy claro qué es lo que  se esperaba (ese podría ser un buen asunto para una investigación histórica específica), lo cierto es que la operación política que finalmente triunfó, con las consiguientes concesiones a sectores franquistas (la continuidad de los mandos del Ejército, de los responsables de la represión policial y judicial, la consagración de la monarquía instituida por Franco, etc.), estaba lejos de satisfacer las aspiraciones de quienes habían llevado el peso principal en la lucha democrática.
Damián no sólo criticó severamente la reforma política, sino que, además, conservó, quizá hasta hoy, un gusto amargo de aquellos años. Guardó también un resentimiento, creo que no exagero al emplear esta palabra, no sólo contra los partidos de la oposición que participaron en la reforma del régimen, sino también –aunque esto no se explicitara– contra una sociedad de la que esperaba una actitud más activa y que, en su mayor parte, vivió el cambio de régimen más bien como espectadora.
La reforma política nos dio la oportunidad de empezar a descubrir la sociedad bajo una luz que dejaba poco margen para las idealizaciones anteriores.
Al propio tiempo, las elecciones de 1977 trajeron consigo un vuelco en la situación y en el papel que veníamos desempeñando las minorías que luchamos contra la dictadura franquista. De ocupar el primer plano, pasamos a influir poco en el curso de los acontecimientos. La acción en la calle o en las fábricas, a la que Damián se había consagrado con tanta generosidad y decisión, cedió su lugar a la política parlamentaria y a los medios de comunicación; estos últimos se desinteresaron pronto por el activismo social o político informal, para centrarse en la esfera política institucional.
Para colmo, la crisis industrial, el cierre de empresas y el debilitamiento del mundo obrero, especialmente en las comarcas industriales más sacudidas por la crisis (minería, astilleros, siderometalurgia), vino a restringir el campo de maniobra y a debilitar la base social de las y los activistas antifranquistas, una parte de los cuales seguían agrupados en el sindicalismo, que había sido el principal movimiento social bajo el franquismo.
Damián, como otros muchos sindicalistas activos, conoció el paro y las crecientes dificultades para encontrar empleo en los años ochenta.
Todavía vivo el eco de las tentativas de golpe de Estado de 1981, la emergencia de un nuevo movimiento popular ­la oposición al ingreso en la OTAN­ introdujo un elemento nuevo en el panorama, que ayudó a recuperar energías anteriores. Damián, una vez más, se lanzó a la tarea. Vio en la movilización anti-OTAN una especie de renacimiento del último antifranquismo, años después de que el franquismo hubiera desaparecido. Pero la dicha duró poco. El referéndum de 1986 puso punto final a aquel brillante episodio y, a partir de ahí, se abrió un nuevo período para nuestra generación.
El lugar central pasaron a ocuparlo los nuevos movimientos sociales, que en realidad llevaban ya varios años de rodaje: el feminismo, responsable de grandes movilizaciones, como la que reclamó el derecho de las mujeres a abortar, el ecologismo, que pronto ganó un importante respaldo social, y el antimilitarismo, que en unos años acabaría consiguiendo la supresión del servicio militar obligatorio.
Damián simpatizó enseguida con estos movimientos y se interesó sinceramente por ellos. Aunque algunas de sus facetas hacían chirriar sus engranajes mentales, apoyó al feminismo y lo defendió ante sus compañeros más reticentes: “Hemos luchado por la libertad, ¿pero qué libertad es la de una sociedad en la que las mujeres son menos libres que los hombres?”.
Con la misma pasión que ponía en todo lo que hacía, se acercó a los problemas planteados por el ecologismo y hasta llegó a comprometerse con un grupo de su barrio.
Feminismo y ecologismo, a su modo de ver, habían de encajar de forma natural, sin mayores dificultades, en las tradiciones de izquierda.

El final de la década sometió a una nueva prueba a nuestra generación de antifranquistas. Para buena parte de los sectores situados más a la izquierda, la Unión Soviética y los países que la tomaron como modelo eran vistos como la encarnación de una sociedad mejor y de un tipo de democracia superior. El rápido hundimiento de casi todos esos regímenes descorazonó a mucha gente y la sumió en un estado de perplejidad ideológica.
Con la caída de esos regímenes, el marxismo –que había sido erigido en ideología de Estado– sufrió un duro golpe. En pocos años fue perdiendo la posición preponderante que había tenido anteriormente. Quienes seguían identificándose como marxistas se replegaron y en muchos casos enmudecieron.
Cuando Damián y yo nos conocimos, nos unía la común adhesión al marxismo, y, lo que es más, una adhesión intensa. Era mucho más que estar de acuerdo con el marxismo. Ambos estábamos altamente ideologizados. Veíamos el mundo con unas lentes ideológicas que abarcaban un amplio panorama, desde la concepción de la historia, hasta la política, la economía, la lucha social, la filosofía (lo que denominábamos el materialismo dialéctico).
La pertenencia a ese mundo ideológico, completo y trascendente, teñía nuestra vida toda y nos ayudaba a otorgarle un sentido.
Personalmente, al correr del tiempo fui percibiendo ese artefacto ideológico como un corsé rígido, no tan riguroso como sus seguidores creíamos y excesivamente ambicioso respecto a sus propias capacidades, en el que se mezclaban inconvenientemente una exagerada pretensión científica con una carga ideológica sumamente pesada. No me extenderé en este aspecto al que he tenido oportunidad de consagrar algunos trabajos. Además, estas notas no están dedicadas a mi itinerario sino al de mi amigo.
En nuestras conversaciones, ya desde mediados de los ochenta, fui exponiendo a Damián los defectos de los que, a mi parecer, adolecía el marxismo, no ya la obra de Marx –compleja y, en cierta medida, variada, aunque, como no podía ser menos muy anclada en su tiempo–, sino el marxismo como ideología, en parte coincidente y en parte diferente de la obra de Marx, que irradió su influencia por todo el Planeta desde comienzos del siglo XX.
Nuestras discusiones pusieron pronto de manifiesto que el entendimiento iba a ser muy difícil. En mi opinión, y creo no ser injusto, en Damián se generaba un bloqueo psicológico y sentimental cuando se ponía en cuestión el lugar del marxismo como elemento central de nuestro universo ideológico.
Ser marxista no es un asunto liviano, de simples opiniones; toca a la propia identidad, individual y colectiva. La vida de Damián y la de quienes han tenido un recorrido parecido al suyo no puede concebirse, ni tener sentido, si se renuncia a lo que había sido su cemento ideológico. El marxismo ha trazado sus fronteras intelectuales y los ha succionado. Serían tan graves las consecuencias que tendría, para muchas personas y para algunos grupos, la adopción de un punto de vista crítico hacia el marxismo que tal cosa resulta impensable. Seguir siendo marxista es un medio de autodefensa, de permanencia, de supervivencia.
Además, Damián y sus compañeros están cautivos de una idea de la lealtad que conduce directamente al inmovilismo. “Mis ideas no han cambiado”, se oye, lo que es muy loable cuando se hace referencia a ciertos valores y principios fundamentales que el tiempo no ha hecho envejecer, pero denota un patético estancamiento cuando concierne al conjunto del horizonte intelectual de una persona, que necesita enriquecer sus ideas, hacerse más exigente, y por tanto autotransformarse. Una vez establecido que cambiar es malo, uno queda eximido de enjuiciar las propias ideas.
En el medio en el que se desenvuelve Damián el pensamiento y el debate han sido sustituidos por una monótona ortodoxia, carente de sentido autocrítico. Rara vez se escucha algo que no sea previsible. Predomina un pensar políticamente correcto, automático y repetitivo; se hacen eco los unos a los otros.
Durante los años noventa, otro hecho vino a complicar las cosas para mi generación. En la década anterior, los jóvenes más comprometidos no eran muy diferentes de sus padres. En los ambientes de izquierda, padres e hijos se insertaban en sistemas ideológicos similares. A pesar de las diferencias que separaban a unos y otros, había una notable afinidad ideológica entre las dos generaciones: ambas compartían creencias y actitudes, dentro de un cuadro ideológico de izquierda bastante tradicional.
Por primera vez en todo un siglo, esta línea de continuidad se rompió en los años noventa. Si bien seguía habiendo jóvenes comunistas, anarquistas, autónomos… del estilo de la generación de los sesenta y setenta, la mayor parte de los jóvenes comprometidos presentaban otras características. Estaban lejos de las viejas ideologías de izquierda, se guiaban más por valores que por programas, permanecían distantes de los partidos políticos y de la política en un sentido restringido, se interesaban más por las causas sociales que por la actividad política. En los noventa emergió una nueva subjetividad juvenil.
Son estos jóvenes los que dieron vida a experiencias como la movilización a favor del 0,7% para la cooperación, quienes se movilizaron para tratar de impedir el asesinato de Miguel Ángel Blanco, los que acudieron a Galicia a limpiar las playas con motivo de la catástrofe del Prestige, los que se echaron a la calle para protestar contra la guerra de Irak, los que pueblan numerosas organizaciones de solidaridad o los que se sirven del símbolo de las manos blancas.
La forma de expresarse y de comunicarse, las referencias y las inquietudes de estos jóvenes son muy diferentes de las de sus mayores y también de las de los jóvenes más luchadores de los ochenta.
Estos jóvenes de los noventa no han cesado de reproducirse y continúan mostrando su pujanza en la década actual.
Damián se encontró un tanto perdido ante estos jóvenes. No entiende ni le gusta su desinterés por el marxismo, ni lo que el llama su despolitización, ni su distanciamiento respecto a las tradiciones de izquierda. Por primera vez se ha encontrado hablando un lenguaje diferente del de tantos jóvenes inconformistas. No ha podido evitar ir apartándose de ellos.

Pero los noventa fueron años duros para Damián también por otra razón. Hasta entonces, la realidad internacional armonizaba más o menos con su visión del mundo, ordenada y dual. Nunca se había apeado de aquella descripción del mundo llegada de la Unión Soviética que le había seducido cuando era joven, y según la cual el mundo estaba dividido en dos campos: el de la paz, la democracia y el progreso, encabezado por la propia Unión Soviética e integrado, junto con ella, por otros regímenes similares, por los movimientos de liberación nacional y por la clase obrera de los países industriales, y, frente a él, el campo imperialista, con los Estados Unidos a su cabeza, secundado por las demás potencias imperialistas y el capitalismo internacional.
Pues bien, los años noventa, tras la disolución de la URSS, ofrecieron un tablero desordenado, con una multiplicidad de conflictos variados. Ese mundo no se dejaba reducir a aquel cuadro binario de los años sesenta, lo que era fuente de desconcierto y de desazón en quienes se habían instalado en aquella percepción del panorama internacional.
Todo lo dicho hizo que Damián se encontrara desplazado y sin rumbo. Esta situación, quizá la más dura de cuantas le han tocado vivir, se prolongó para él durante casi toda la década.
Y fue precisamente a lo largo de esta década cuando se fue acentuando esa especie de encerramiento en el que vive Damián y su grupo. Miran poco hacia la sociedad. Ignoran los cambios que se están registrando. No escuchan las advertencias de la época. Gastan su tiempo en reuniones y actos volcados hacia dentro. Están inmersos en un aislamiento buscado, lo que encaja mal con esa voluntad de transformar la sociedad tantas veces proclamada.
Con todo, al final de la década se produjo cierta reanimación en su grupo debido a la aparición del llamado movimiento antiglobalización, con la gran resonancia que tuvo la movilización de Seattle de 1999. Damián vio en él lo que tanto echaba en falta: un movimiento, además internacional, que, aunque adoptaba otro nombre y otras formas, era percibido por él como la vuelta de un viejo conocido: el antiimperialismo.

En esos tiempos de zozobra que fueron para él los años noventa, Damián buscó refugió en una actividad, que era mucho más que una actividad, a la que ya se había dedicado antes, pero nunca con tanta intensidad: la solidaridad con Cuba o con la revolución cubana, lo que en el léxico de las asociaciones de amistad con Cuba es una forma de nombrar, como un todo indiviso, tanto al pueblo cubano como al régimen de Fidel Castro.
Los sectores que estábamos más a la izquierda en el antifranquismo, que es tanto como decir los más dinámicos, cargábamos con un lastre. Odiábamos al franquismo y lo odiábamos por su carácter antidemocrático, por su desprecio de la gente, por su talante represivo. Que una persona estuviera pudriéndose en la cárcel por el mero hecho de haber criticado al régimen, que no se pudieran defender públicamente muchas ideas, enlazaba en nuestras mentes con los relatos de la guerra civil y de la represión que se cebó en las gentes republicanas en los años cuarenta. Todo esto fue decisivo en la formación de una conciencia antifranquista y de una actitud rebelde en mi generación.
Aunque nos identificábamos como comunistas y revolucionarios, nuestra resistencia, en mi opinión, era antes que nada la expresión de un malestar democrático, de la voluntad de acabar con una dictadura.
Pero nuestra conciencia democrática, y esto vale para Damián, para mi y para muchos miles de antifranquistas, tenía un punto débil. El impulso democrático frente al franquismo convivía con el lastre del apoyo a regímenes no democráticos: para unos era la Unión Soviética (era el caso de Damián); para otros (éste fue mi caso) era China; para muchos, Cuba.
Condenábamos al franquismo por razones democráticas; pero, por razones revolucionarias, no condenábamos a otros regímenes que no respetaban los derechos humanos.
Esa contradicción era superada en nuestra conciencia gracias a una concepción según la cual las libertades y los derechos humanos no eran algo absolutamente irrenunciable en toda circunstancia. No los concebíamos como principios indiscutibles y de valor universal. Éramos nietos del jacobinismo revolucionario francés de 1789 e hijos del leninismo de la revolución rusa de 1917. Entendíamos que las revoluciones, para poder neutralizar a sus enemigos, estaban legitimadas para dejar en suspenso libertades y derechos humanos o para excluir de ellos a una parte de la población.
Muchos tardamos bastante tiempo en dejar atrás esta contradicción, o esta inconsecuencia democrática. Otros muchos todavía la llevan a cuestas.
Damián, que siempre había simpatizado con el régimen soviético, se volvió con ilusión hacia Cuba desde enero de 1959. Su solidaridad quedó sellada para siempre cuando, poco después, los Estados Unidos declararon su enemistad hacia el nuevo régimen cubano.
Aquella solidaridad primera estaba hecha, en cierta medida, de razón y de justicia. Su perpetuación, sin embargo, incorporaba otras piezas: un vínculo sentimental a prueba de bomba, esa fidelidad tan presente en otros aspectos de su vida, la tendencia a actuar reactivamente tomando como referencia más la política norteamericana que la naturaleza real del régimen cubano. “Mi solidaridad no va a aflojar mientras el Gobierno norteamericano mantenga el bloqueo”, repite Damián.
Un amigo común, con cuyos puntos de vista suelo coincidir, suscita con frecuencia el problema del asfixiante control policial y de la represión de los disidentes. El último recurso que traemos a la conversación, cuando todo parece agotado, es la solidaridad con las víctimas del régimen castrista. Nada tiene efecto sobre Damián.
Quienes sufren persecución “se lo tienen merecido por oponerse a la revolución”. Aunque no emplea el despectivo término de gusanos para quienes se oponen al régimen castrista, está persuadido de que son contrarrevolucionarios y de que se han ganado a pulso el trato que se les da. Es como si su decisión de permanecer junto al Gobierno cubano hubiera sido tomada ya de una vez por todas. “Parece mentira –añade mirándonos acusadoramente– que haya gente de izquierda que no comprenda que hay que elegir entre Cuba y los Estados Unidos”. Ese viene a ser el punto en que casi siempre damos por finalizada la discusión.
Lo cierto es que la existencia de Cuba le ha ayudado a surcar los para él ingratos años noventa Un par de viajes que hizo a la isla no consiguieron, todo lo contrario,  movilizar su sentido crítico.
El atentado contra las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, provocó algunas divisiones en el grupo de Damián. Las discusiones duraron varios meses. Algunos de sus compañeros, impregnados de esa actitud antinorteamericana tan común, reaccionaron viendo los atentados como una forma de lucha antiimperialista y restando importancia al destrozo en vidas que causaron.

El 11 de septiembre de 2001 también
35.615 niños murieron de hambre


Víctimas: 35.615 (FAO).
Lugar: países pobres del Planeta.
Ediciones especiales de las televisiones: cero.
Artículos de prensa: cero.
Convocatoria de un comité de crisis: cero.
Manifestaciones de solidaridad: cero.
Minutos de silencio: cero.
Conmemoraciones en recuerdo de las víctimas: cero.
Forums sociales: cero.
Mensajes del Papa: cero.
Las bolsas: no están mal.
El euro: remontando.
Nivel de alerta: cero.
Movilización del Ejército: ninguna.
Hipótesis sobre la identidad de los criminales: ninguna.
Probables autores de los crímenes: países ricos.
Fuente: http://www.wesak.net



Una hoja procedente de Italia, que circuló profusamente por la Red, insistía en el número de niños que mueren cada día sin que los grandes medios de comunicación traten esas muertes como noticia. Era el viejo procedimiento de exculpar el crimen cometido por un amigo o un aliado (¿podía ser tenido Bin Laden por un amigo o un aliado?) invocando otros crímenes peores de la otra parte.  ¿Por qué había que escoger entre condenar lo uno o lo otro? ¿Por qué esperar al 11 de septiembre para acordarse de los niños muertos cuando, precisamente, mueren todos los días del año?
Damián no cayó en esa trampa. Indignado por los intentos de quitarle fuerza a la condena de tamaña monstruosidad, dirigida contra el pueblo norteamericano, clamó contra lo que el denominó desorientación moral y falta de sensibilidad ante el espectáculo de aquellos puntitos que se arrojaban al vacío huyendo del fuego. Le faltó poco a mi amigo para romper con su grupo, en el que, al parecer, predominaban aires menos escrupulosos. Afortunadamente para el grupo, en Estados Unidos gobernaba George Bush. Sus decisiones posteriores devolvieron la unidad al grupo de Damián. El pasado 11 de marzo, no obstante, no se oyeron las voces que habían sido tan locuaces con motivo del 11 de septiembre. Damián no lo pasó por alto. ¿Por qué no salieron a relucir esta vez los niños que mueren de hambre cada día? ¿Valen menos 3000 víctimas de Nueva York que 200 de Madrid?, preguntó sarcástico a uno de sus compañeros.

Damián, mi amigo, tomó en los años sesenta un camino de ida; no tardó mucho en emprender el camino de vuelta. El primero extrajo lo mejor de él, aunque también, como ocurrió con todos nosotros, bastante de lo peor. El segundo ha desembocado en un recinto amurallado del que no consigue huir.
Sigue siendo lo que siempre ha sido: una persona decente. Conserva mucho de su juvenil odio a la injusticia. Pero parecen haberse extinguido aquellas capacidades juveniles para explorar, para poner en tensión su mente, para interrogarse sobre los enigmas de la sociedad, del mundo y de la vida humana.
Habiéndose alejado tanto nuestras perspectivas, quizá Damián se interroga sobre el futuro de nuestra amistad. Algún día le diré que, para mi, una vida está hecha de muchas piezas y que todas ellas deben ser tenidas en cuenta. Por eso contará siempre con mi admiración, mi respeto y mi amistad.