Francisco Torres
¿Control de fronteras o “puertas abiertas”?
(Página Abierta, 153, noviembre de 2004)
Lo que sigue es parte de una intervención de Francisco Torres en una charla-debate (*) sobre la regulación de los flujos migratorios en la actualidad y el derecho a la libertad de circulación en un mundo de férreas fronteras estatales.
En el mundo actual, la libertad de circulación de las personas es un derecho limitado y unilateral. Está reconocida esa libertad y, en términos generales, se puede ejercer el derecho a salir del Estado del cual se es nacional, pero no está reconocido el derecho a entrar y establecerse en el Estado que se desee. Dado que el nuestro es un mundo de Estados, todos los territorios conocidos, y en particular, todos los territorios que atraen población, están acotados por fronteras estatales. Se considera, además, que el Estado tiene el derecho a decidir quién entra en su territorio, en qué condiciones, por cuánto tiempo y cómo se va a establecer en él. Esta idea forma parte del sentido común; por ello, normalmente ni se argumenta, se da por supuesta.
Control de fronteras
A favor de la tesis del control de fronteras podemos apuntar tres tipos de razones.
Un primer tipo hace referencia a la legitimidad del control de fronteras. Unas veces, esta legitimidad se expresa como un derecho que tiene el Estado, es decir, se presenta en términos de soberanía estatal. En función de esa soberanía, los Estados regulan las entradas, las salidas y las condiciones de permanencia de los extranjeros en su territorio. Otras veces, en la versión más democrática y menos estatalista, el sujeto legítimo para ejercer dicho control es la ciudadanía. Es el conjunto de ciudadanos el que decide quién entra y quién no entra en su sociedad, y, al menos teóricamente, los gestores públicos deben arbitrar las medidas para que esa decisión de los ciudadanos se lleve adelante. Agnes Heller establecía, en este punto, una analogía entre el Estado o la sociedad y una casa, y decía: «Si alguien quiere abandonar nuestra casa, no debemos retenerle por la fuerza. Si alguien expresa su deseo de quedarse en nuestra casa, los miembros del hogar decidirán si le permiten o no hacerlo» (1).
La analogía de la casa plantea, al menos, dos cuestiones que cabe considerar. Una primera es que el mundo no es un pueblo, un conjunto de casas, donde si no te aceptan en una casa o estás a disgusto en la propia, puedes construirte una nueva. En el mundo no hay espacios libres para construir nuevos Estados. Por tanto, si te niegan la entrada en uno y otro Estado, te están impidiendo moverte del tuyo “propio”, salir de donde estás. La analogía no se mantiene.
Por otro lado, el derecho de los ciudadanos de una sociedad-casa a decidir sobre quiénes entran y quiénes no, presenta, desde un punto universalista, algún que otro problema. En la práctica, se está atribuyendo diferentes derechos y protección según la condición administrativa y política de quien llama a la puerta (nacional; quasi nacional, como los comunitarios; inmigrante extracomunitario). Esto es, sin duda, cuestionable. Obviamente, señalan sus defensores, este derecho de decisión de los habitantes de la casa tiene límites. En situaciones de persecución política, de peligro de la vida, esas personas deben ser acogidas. Por ello, los demandantes de asilo y refugio tienen un tratamiento distinto y, teóricamente al menos, más favorable que los inmigrantes económicos.
Un segundo bloque de razones que se apuntan para justificar el control de fronteras está basado en los efectos inconvenientes e indeseables que generaría su inexistencia. Se señala que, dada la situación internacional y la desigualdad entre el Norte y el Sur, la apertura de fronteras acarrearía un flujo de inmigrantes, muy rápido y nutrido, imposible de ser adecuadamente “acogido” por la sociedad de recepción. Las imágenes de “avalancha”, “invasión”, expresan esa idea de situación “desbordada”. En tal situación, además, habría un exceso de mano de obra, una parte de ella en situación bastante precaria, y por lo tanto, dispuesta a trabajar sin reparar demasiado en las condiciones. Ello comportaría una tendencia a la baja de los salarios y el debilitamiento o la pérdida de derechos sociales para el conjunto de los trabajadores.
Otra línea de argumentos enlaza con la idea anterior. La aparición de una población nueva que, al menos durante el primer periodo, tiene una situación de cierta precariedad social, supone un incremento de la demanda sobre los sistemas del Estado de bienestar, particularmente educación, sanidad, servicios sociales y vivienda. Esta demanda, o bien se cubre con un mayor gasto social, cosa que no parece que vaya a suceder, o bien tiende a generar una competencia por los recursos escasos. Este conjunto de factores hace que puedan generarse tensiones sociales, que, por un lado, dificultan la cohesión social, y que, por otro, pueden facilitar la xenofobia.
El tercer bloque de razones a favor del control de fronteras es el “seguritario” y ha adquirido particular importancia a partir del 11 de septiembre de 2001. La obsesión por la seguridad, al poner en primer plano la necesidad de medidas especiales contra el terrorismo, contra las mafias, etc., termina por “blindar” el consenso alrededor del control de fronteras.
Los problemas del control
Hemos visto de forma muy rápida los tres bloques de razones: existe un derecho legítimo a regular la entrada, lo que también resulta conveniente en términos de cohesión social, de mantener los actuales términos del contrato social europeo y, se añade, acoger adecuadamente a los inmigrantes que se admitan.
Sin embargo, incluso los defensores del control que han pensado en estos temas, y no son meros propagandistas, son conscientes de los problemas que comportan las políticas de control de la inmigración, sean en la versión más extrema o en la más “suave”. De acuerdo con la primera, la opción de inmigración cero, el control supone que no entre nadie. Ésta fue la línea oficial de los Estados europeos desde el año 1978 hasta 1993. En la segunda versión, la “suave” la oficial de la UE a partir de 1994, se reconoce que la inmigración cero no es posible ni conveniente (2). Y se pasa a hablar de control de fronteras mediante una gestión de flujos y una inmigración controlada.
¿Cuáles son los problemas del control? Los podemos agrupar en tres grandes apartados.
Primero, las políticas de control se muestran relativamente ineficaces con respecto al objetivo proclamado. No sólo se trata de que la Administración española sea una chapuza, que lo es, como hemos visto en junio de este año. Tener 380.000 expedientes en el cajón y con 120.000 casos para los que la desidia administrativa suponía pasar a una situación de irregularidad, es bastante más que una chapuza. Más allá de situaciones como éstas, la ineficacia de este tipo de políticas se debe a factores estructurales tanto de las sociedades de origen y de las sociedades de recepción, como del mundo globalizado en que vivimos. Aquí apuntaré básicamente dos.
Uno sería la importancia de la economía sumergida, que no es algo específico de España o de Italia. La diversidad de fórmulas de economía sumergida, situaciones informales y trabajos precarios, etc., forma parte ya del conjunto de la economía de los países desarrollados. La dualización es una de las características de la estructura del mercado de trabajo de las sociedades neoliberales. El “efecto llamada” no se debe, como hemos tenido que escuchar, a las leyes más o menos generosas con los inmigrantes indocumentados, sino a la existencia de la economía sumergida y de nichos laborales que la población autóctona no ocupa. Éste es un primer problema real que explica el fracaso, relativo, de las políticas de control.
Un segundo problema, no menos importante: las políticas de control del flujo ponen el acento en el control policial, en la represión y las sanciones, todo encadenado por una lógica bastante infernal aunque muy extendida: “quien la hace, la paga”. Aparte de otros problemas, este tipo de políticas tienden a fragilizar, más o menos dependiendo de cómo se apliquen, la situación social de los inmigrantes.
La experiencia europea muestra cómo a políticas de mayor control y más “férreas” les corresponde una mayor fragilidad de la situación de los inmigrantes, y no sólo de los indocumentados. Primero, porque no se puede establecer una división estricta entre documentados e indocumentados. Segundo, porque buena parte de los documentados previamente han pasado por una etapa de indocumentados. Y tercero, porque algunos de los efectos de ese tipo de políticas, tanto materiales como simbólicos, afectan al conjunto de la inmigración. Por lo tanto, aunque operen indudablemente otros factores, estas políticas contribuyen a hacer de los inmigrantes sujetos frágiles, y a construirlos socialmente como ciudadanos de segunda, objeto de sospecha.
El tercer problema de las políticas de control es que éstas tienden, dado la lógica en la que operan, a poner la “política de inmigración” en manos de la policía. De ahí se puede pasar a la consideración de la inmigración como “problema de orden” y al desarrollo de prácticas autoritarias para cumplir los “objetivos” trazados. A su vez, buscando el consenso para esas políticas entre el conjunto de la población, se justifica y legitima ese autoritarismo. Como conclusión, la conciencia democrática no suele salir demasiado bien parada. En el caso francés, por ejemplo, se ha señalado cómo la presentación y legitimación del objetivo de “inmigración cero” durante la década de los ochenta, contribuyó a validar el mensaje de Le Pen, quien, según sus defensores, se atrevió a decir lo que muchos franceses pensaban.
Diversos autores, entre otros Sutcliffe (3), comentan cómo la lógica del control de fronteras es contradictoria con otras dos lógicas o discursos dominantes. Es contradictoria con el discurso de los derechos humanos, al menos con la versión más universalista, y con el discurso de la economía neoliberal. Efectivamente, eso es cierto. Sin embargo, el hecho de que haya lógicas contradictorias no tiene por qué afectar a la funcionalidad del sistema. Tanto en las sociedades como en las personas, no todos los valores son coherentes entre sí, ni operan en los mismos ámbitos de la vida.
La propuesta de “puertas abiertas”
Veamos ahora la propuesta de “puertas abiertas”. Primero, al hablar de puertas abiertas creo que tenemos que ser muy conscientes del contexto en que se propone. Las “sociedades de inmigración”, como Estados Unidos, Canadá o Argentina, desarrollaron políticas de “puertas abiertas” desde mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo XX, cuando Estados Unidos establece “cuotas étnicas”. Son políticas de “Estado” y que concitan un amplio consenso social. Obviamente, no estamos hablando ni de esa situación ni de ese contexto.
La idea de “puertas abiertas” surge, entre sectores progresistas y reducidos, ante la creciente conciencia de los problemas que comportan las políticas de control y los límites que, en ese marco, tienen las medidas como los procesos extraordinarios de regularización. En esa conciencia de los problemas de la política de control tiene particular importancia el fenómeno de la inmigración irregular. Detengámonos en algunos de estos elementos.
De acuerdo con los datos del padrón de 2003, residían en España 2.672.596 extranjeros; sin embargo, para la misma fecha de referencia, el Ministerio del Interior sólo registraba 1.324.001 permisos. Es decir, que en enero de 2003, el 50% de los extranjeros residentes en España, según el padrón, estaban en situación irregular. Hablamos de mucha gente, más de 1.300.000 personas en España. La “bolsa” de indocumentados no es algo específico de España, aunque seamos, en estos momentos, el Estado de Europa con mayor proporción de indocumentados. Es una realidad presente en los diversos Estados de la Unión Europea y, además, un problema estructural dada la vinculación de la inmigración irregular con el fenómeno de la economía sumergida.
La existencia y, más todavía, la perpetuación de una “bolsa” de indocumentados comportan problemas diversos, tanto sociales como policiales. Aunque sólo sea por “razones de prudencia y buen gobierno”, que decía Maquiavelo, es conveniente dar una salida de uno u otro tipo que, al menos, reduzca el volumen de esa bolsa de indocumentados. Así lo han considerado, antes o después, los diferentes gestores públicos europeos.
Las salidas que se han arbitrado, siempre en el marco de las políticas de control, han sido los procesos extraordinarios de regularización. En Italia se han realizado cinco; en Francia, cuatro; en el Estado español, cinco, y vamos a un sexto, ahora denominado proceso “normalizador”. ¿Qué quiere decir eso? Si los procesos de regularización se repiten, parece obvio que no solucionan el problema de la inmigración irregular.
La cuestión de puertas abiertas, de “papeles para todos” al menos en lo que yo conozco algo más, que es el caso francés, anterior al nuestro, surge, precisamente, ante la constatación de los límites de los procesos de regularización.
Los procesos de regularización extraordinarios siempre se presentan como un periodo corto y acotado en el tiempo donde se pretende “poner el contador a cero” y, para ello, se establecen condiciones más sencillas y flexibles para regularizarse. Pero, primera cuestión, los procesos de regularización siempre dejan a gente fuera: los que entraron después de la fecha límite que se marca; los que no cumplen las condiciones exigidas o no pueden demostrarlo, etc. Por otro lado, dada su concepción, los procesos extraordinarios siempre suponen un límite, traspasado el cual la norma se reestablece. ¿Desde qué fecha ponemos el límite?, ¿a quiénes se darán papeles?, ¿a los que acrediten estar en España un año, medio año, dos meses, hoy mismo? Pero, incluso con ese límite extremo, ya dejamos fuera a los que entrarán mañana.
Ante estos límites de los procesos de regularización, se intenta ampliar al máximo el número de personas que puedan regularizar su situación. Esa tendencia se concreta, en algunos grupos y organizaciones, en la propuesta y exigencia, aunque no sea lo mismo, de “papeles para todos”. La lógica subyacente, de fondo, es la de “puertas abiertas”.
Sobre la idea de puertas abiertas, podemos señalar dos posiciones y dos discursos, distintos y antagónicos, aunque con elementos comunes. Una de estas posiciones es la neoliberal, muy minoritaria en Europa, aunque no tanto en los Estados Unidos. Vargas Llosa ilustraba, hace algunos años, elementos de la lectura neoliberal de las “puertas abiertas” (4).
Vargas Llosa constata los problemas de la política de control que ya se han señalado, particularmente su ineficacia y la degradación de la conciencia democrática que esas políticas autoritarias suponen. Dado que la inmigración ha sido, históricamente, un factor de desarrollo y progreso, lo mejor es una política de puertas abiertas. Los problemas que Vargas Llosa no señala en este artículo, referidos al posible dumping social o a las tensiones interétnicas, no quedan, sin embargo, sin solución desde la óptica neoliberal. Así, por ejemplo, para los neoliberales, la entrada de inmigrantes va a suponer un descenso del nivel salarial y una pérdida de protección que pueden representar problemas a corto plazo, pero añaden “la mano invisible del mercado, con su proverbial sabiduría, ya ajustará y equilibrará estos efectos”. No ya a nivel de Estado, sino a nivel mundial.
Desde el campo de la izquierda
Desde una óptica de izquierda el concepto de “puertas abiertas” tiene dos tipos de manifestaciones. Una posición es la que hace de “puertas abiertas” una bandera, un eslogan, una consigna que la inmensa mayoría de las veces no se argumenta. Cuando se hace, se señala que es la posición más coherente con el derecho a la libre circulación, o bien, y sobre todo, se señalan todos los problemas del control. Sin embargo, esos problemas no justifican, por si solos, la bondad de la propuesta contraria.
En mi opinión, esta posición de “puertas abiertas” parece poco útil desde el punto de vista del debate social. Porque, simplemente, no entra en los argumentos sociales concretos que se dan con respecto a la inmigración, inspirados, no hace falta decirlo, por ese “sentido común” que aquí se critica. Se muestra muy poco operativo para intentar transformar ese estado de opinión contradictorio, esquizofrénico, que tenemos la sociedad española, y también la europea, con respecto a la inmigración. Hablo de conciencia esquizofrénica, por referencia a un doble mandato contradictorio. Necesitamos a la inmigración pero, al mismo tiempo, recelamos de ella. Consideramos que hay que poner controles, pero a la vez afirmamos un discurso de derechos humanos. La inmigración es uno de los temas sociales en que se percibe mejor no es el único, por cierto esa conciencia esquizofrénica, que no sé si es una característica de nuestras sociedades desarrolladas.
A otro nivel, mucho más reducido, la posición de “puertas abiertas” aparece claramente como una bandera radical que, al menos en mi experiencia, se utiliza precisamente por esa imagen de radicalidad. Puede ser útil para delimitar campos y afirmar una identidad de grupo o de plataforma concreta; no lo es para afrontar un debate social más amplio.
Hay otra posición, menos conocida, de puertas abiertas. Para hablar de ella me voy a basar en autores franceses vinculados al movimiento de sans papiers que aportan una mayor riqueza de argumentos y reflexiones (5) .
Respecto a una de las razones antes comentada el aumento excesivo de inmigrantes que una política de “puertas abiertas” generaría, se mantiene que se exagera, y hay algunos estudios interesantes en esa línea. Con todo, los defensores de esa opción reconocen que la posición de “puertas abiertas” parece poco factible y aumentaría sus inconvenientes como medida unilateral de un Estado. Más bien se apunta debería ser una medida adoptada por la Unión Europea o un cierto grupo de países, vinculada a otros cambios en el ámbito de las relaciones internacionales.
Otra de las reflexiones de interés trata de contrarrestar las argumentaciones basadas en las tendencias negativas que generaría la opción de “puertas abiertas”, relacionadas con los salarios y la protección social y con el desequilibrio, a este respecto, en la relación de “fuerzas” entre “capital y trabajo”, en un periodo histórico donde las revisiones son a la baja, tanto del grado de cobertura y protección del Estado de bienestar, como del volumen del gasto social. Se reconoce que estas tendencias pueden darse y, por ello, lo que habría que conseguir es la extensión de los derechos sociales, asegurar mediante una vigilancia administrativa y social que se cumplen las obligaciones contractuales mínimas para todo el mundo. En consecuencia, se trataría de mantener una sociedad que lleva adelante una acción explícita y consciente para reforzar derechos sociales y protección para todos. Unos lo dicen de una forma, otros de otra, pero aparece esto, más o menos, como condición definitoria de las “puertas abiertas” que se propugnan.
Dos escenarios
En realidad, la idea de puertas abiertas remite a dos escenarios posibles o, al menos, imaginables. Un escenario es un mundo ultraliberal, como el que dibuja Vargas Llosa. Otro escenario es un mundo donde ese tipo de medidas se implementen en varios Estados, donde se reduzcan las desigualdades Norte-Sur; en el que las sociedades de recepción del Norte tengan una actitud más inclusiva y acogedora con respecto a la inmigración. Un escenario en el que existan unos Estados menos celosos de su soberanía y más preocupados por políticas de integración, dentro de un cuadro general donde las políticas sociales y las cuestiones de derecho social tengan más peso del que hoy por hoy tiene la media de la Unión Europea.
Dicho de otra forma: cuando se habla en serio del derecho a emigrar y, por tanto, del derecho a salir de tu Estado e instalarte en otro, estamos hablando de unas transformaciones sociales, uno, a nivel internacional, y dos, de bastante calado. En ese sentido, la práctica del derecho a emigrar supone caminar a una situación donde también se haga realidad el derecho a no emigrar. Es decir, la posibilidad de tener una vida digna y una perspectiva atractiva para uno y sus hijos, y que las circunstancias económicas, políticas y sociales no te empujen a emigrar como única solución.
No parece que tengamos, a corto y medio plazo, unas buenas soluciones. No hago referencia a que se carezca de buenas ideas, reflexiones críticas, debates a realizar... Con buenas soluciones, hago referencia a un conjunto de medidas que no suponga contradicciones entre valores no siempre coincidentes, conciten el consenso social e incidan en los factores (normativos, socioeconómicos, etc.) que generan indocumentación.
(*) Acto organizado en Madrid por Liberación y Amauta el pasado mes de septiembre.
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(1) “Diez tesis sobre la inmigración” (El País, 30 de mayo de 1992). Para Séller, «la emigración es un derecho humano, mientras que la inmigración no lo es».
(2) Whitol de Wenden comenta el surgimiento de la “inmigración cero” en Europa, su posterior modulación y algunos de sus argumentos y problemas. Véase, Whitol de Wenden, Catherine (2000). ¿Hay que abrir las fronteras? Barcelona. Ediciones Bellaterra.
(3) Sutcliffe, Bob (1995). “¿Un derecho a desplazarse?”, en Alvite, P. (coord.), Racismo, antirracismo e inmigración. San Sebastián. Gakoa.
(4) Vargas Llosa, Mario. “Los inmigrantes” (El País, 25 de agosto de 1996).
(5) Véase, como referencia, Morice, Alain (1998), “Migrantes: libre circulación y lucha contra la precariedad”, Mugak, nº 5.
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