F. Javier Vitoria Cormenzana
La sin razón de la violencia terrorista
(Bake Hitzak / Palabras de paz, nº 61, publicación de Gesto por la Paz)
También en tiempos de “alto el fuego permanente” o quizás ahora más que nunca, hemos de deslegitimar la violencia política de ETA, es decir, condenarla como arma política.
1º. Hablamos de una violencia política terrorista. Este calificativo no debe olvidarse o silenciarse. ETA ha usado una violencia sobre todo física contra personas indefensas, civiles o no, con el objeto de aterrorizar. En cualquier circunstancia ha de ser condenado y rechazado el empleo de esta violencia como arma política. Y será tanto más reprobable cuanto mayor sea el daño producido y el desamparo de las víctimas.
Mantener viva la memoria de la magnitud de los daños de la barbarie etarra y la extrema indefensión de sus víctimas, resulta imprescindible para deslegitimar la violencia también en el proceso de paz, si es que éste se pone en marcha. La amnesia y el olvido no son ingredientes ni de la amnistía, ni de la paz y la reconciliación. Sin esta desautorización los objetivos de la concordia, tan anhelados por la sociedad vasca, se harán inalcanzables.
2º. Además la violencia de ETA debe deslegitimarse porque en el País Vasco no se han dado las circunstancias sociales que pueden justificar, con grandes cautelas, el uso de la lucha armada. Me parece muy recomendable recordar aquí unas palabras de I. Ellacuría, víctima del terrorismo de Estado, escritas en referencia expresa a violencia armada en el País Vasco: “Sólo en el caso de que la injusticia estructural haga que la vida material de una gran parte de la población esté en peligro, sea por privación de los recursos necesarios para sobrevivir, sea por represión que arrebata la vida a quienes luchan por la justicia social, parece justificado el hecho de la lucha armada siempre que no tome forma de terrorismo [...] La vida material sólo puede ser quitada cuando está en juego la vida material [...] Algunos piensan que la libertad, la propiedad, la identidad cultural, etc., son más valiosos que la vida material, pero nada hay más originante y sustentante que la vida como posibilidad fundamental de cualquier otro valor. En general, el principio de proporcionalidad sostiene que los bienes culturales se consigan y/o defiendan por medios culturales, los políticos por medios políticos, los religiosos por medios religiosos, etc. Quitar la vida a otro no guarda proporción con objetivos étnicos-culturales, clasistas o políticos. Esto es tanto más cierto cuanto más se den las condiciones para conseguir esos objetivos por sus medios proporcionados. A veces es difícil mover la voluntad popular eficazmente, pero sustituir esa voluntad por la acción violenta promovida por una vanguardia dirigente que habla y decide en nombre de un pueblo es un error y una injusticia. Hay muchas formas de lucha y adscribirse a la mas violenta de ellas tiene consecuencias objetivas y subjetivas inaceptables” (1).
Ningún agente político debiera ignorar este principio de proporcionalidad en las futuras conversaciones en torno al marco de relación entre la CAV y el resto de España. La futura identidad cultural y política de este pueblo tampoco será de ningún modo comparable con la vida material de los ciudadanos que lo componemos, tan aniquilada y amenazada durante tanto tiempo. “El buen vivir” material del que insolidariamente disfrutamos la mayoría de los ciudadanos vascos, incluidos aquellos que durante más de tres décadas han legitimado la violencia etarra, hace más escandalosa e intolerable su utilización.
3º. Siendo la violencia un mal y un último recurso, su ejercicio sólo se hubiera justificado si hubiera logrado un bien o la disminución del mal. Pero ETA nos ha traído males mayores a Euskadi de los que ha pretendido liberarnos. ETA nunca se ha preguntado cuántas muertes y males mensurables se iban a necesitar para conseguir los pretendidos “bienes” por los que establece su lucha. Cuando no se plantea esta ecuación, ni se resuelve responsablemente no hay derecho a la violencia. La prolongada lucha violenta de la izquierda abertzale, conducida por su vanguardia militar, el idealismo de la invencibilidad del pueblo vasco o la persuasión de que “los derechos de Euskalherria” siempre saldrán adelante no son compatibles con la crudeza de los hechos históricos: 840 asesinados por ETA, 153 miembros de la banda muertos violentamente, incontables víctimas con secuelas de todo tipo, presos, desgarros sociales, etc. Y deshumanización, mucha deshumanización entre las gentes a las que ha querido “liberar”. La realidad brutal de los inconmensurables sufrimientos humanos provocados por la violencia evidencia su falta de proporcionalidad con los resultados políticos previsibles y mucho más con los obtenidos. También desde este punto de vista la lucha armada ha carecido de justificación entre nosotros. ETA ha recurrido a la violencia fácilmente, dejándose llevar por la fascinación que produce en ciertos temperamentos y en ciertas edades. La ha utilizado porque ha sido incapaz de encontrar otros medios efectivos de acción política. Su uso ha sido una confesión implícita de su limitación y debilidad política. Su historia, un camino inequívoco de barbarie y de deshumanización.
Todo parece indicar que estamos en vísperas de negociaciones políticas. Lógicamente a la(s) mesa(s) van a acudir personalidades destacadas del mundo que ha legitimado la violencia terrorista. En estos momentos son interlocutores imprescindibles para salir de ese largo túnel tenebroso en el que hemos malvivido tantos años. Espero que su capacidad de convicción sirva para que ETA desaparezca definitivamente. Hasta ahora nadie desde el interior del MVLN ha conseguido convencer a ETA de que abandone la lucha armada. Siempre ha triunfado la posición “pro violencia” de la ETA “auténtica”. Si lo logran, entonces se les podrá reconocer su liderazgo político y agradecer su pericia negociadora. Pero sería contraproducente para la definitiva deslegitimación de la violencia que se les proponga o se autoproclamen como modelos de ciudadanía y de ética política.
4º. En plena tregua del 98 escribí: “quienes abrieron “la caja de Pandora” de la violencia y se han distanciado de esa estrategia sean bienvenidos a la civilización”. En las últimas semanas he vuelto a recordar estas palabras. Parece que existe una especie de acuerdo tácito para datar en treinta años la existencia de la violencia etarra. No es cierto. El próximo mes de junio se cumplirá el 38 aniversario del primer muerto a manos de la banda terrorista. Sé que después no hubo muertos durante algunos años y que el terror se recrudeció con la llegada de la democracia. Sin embargo la historia ha demostrado que la legitimación de la violencia en la situación dictatorial del régimen franquista es falsa. A muchos ciudadanos de este país nos toca reconocer y aceptar nuestra propia complicidad con ella. Las intensidades y la duración de la connivencia son ciertamente diferentes. La mitología de la cultura violenta (Euskadi está ocupada, el mesianismo guerrillero de los sesenta, etc.) nos “enganchó” a muchos. No fuimos suficientemente clarividentes para reconocer a tiempo la imparable fuerza de destrucción y muerte, que aquella violencia de reacción contra la dictadura traía consigo. Como explicación de esta ceguera, pero nunca como su justificación, quizás podemos argüir que vivíamos en una situación política límite, conculcadora de valores superiores como los derechos humanos y democráticos.
Además le concedimos más fácilmente la presunción de inocencia a la “justicia retributiva” etarra que al sufrimiento de sus víctimas. Si algún humano padecía alguna desgracia (muerte, secuestro, extorsión, difamación, etc.) es que algo malo (torturar, reprimir, vender droga, delatar, vivir en un cuartel, ser concejal, funcionario de prisiones o ser solamente humano y pasar simplemente por allí, etc.) habría hecho él o sus parientes. El “dios-ETA” se limitaba a impartir justicia y castigar al culpable. Hoy todavía recuerdo con especial desasosiego las veces que en las plazas de Euskadi festejamos y ritualizamos la muerte de un ser humano, Carrero Blanco, lanzando al aire una prenda de vestir mientras nos dejábamos acompañar por la música de Urko. Necesitamos hacer este reconocimiento para ayudar a deslegitimar definitivamente la violencia.
Este ejercicio será un auxilio impagable a la necesidad que tienen los victimarios de recuperar el valor de la vida humana. Ellos han matado. Y en este hecho hay algo irreversible. Ninguna mesa de negociación podrá devolver la vida a los asesinados de Hipercor. Tampoco la plena libertad de movimientos a aquel chaval que sufrió la amputación de sus extremidades inferiores porque confundió una bomba con una pelota. Ni... para qué seguir.
Soportar la amarga memoria de esas historias y cargar con ellas es dificilísimo para los verdugos. Resulta más cómodo tratar de olvidarlas o minimizarlas. Pero sin su reconocimiento los victimarios no podrán retornar verdaderamente a una convivencia humana, aunque se les acerque a cárceles vascas y se les amnistíe, porque su “dejar-de-matar no tendría más sentido que el de un paréntesis abierto por conveniencia”(J. I. González Faus).
Tarde o temprano, si de verdad quieren la paz y la reconciliación, los verdugos deberán encarar esa verdad que les asedia y atenaza, como un estado de sitio intolerable. Van a necesitar la ayuda de esta sociedad porque solos no serán capaces de cargar con ella y por eso tenderán a negarla.
La memoria de las víctimas, aunque suene a paradoja, nos recuerda que la sociedad también necesita a los asesinos. La política de reinserción es una figura apropiada a esa necesidad. A condición, claro está, de que el verdugo reconozca su crimen. No se trata de que simplemente firme un papel y sanseacabó. Estamos hablando de la restauración de una comunidad humana rota por su acción violenta y criminal. Será su forma actualizada de sumarse al propósito de G. Aresti:“nire aitaren etxea defendituko dut”(“defenderé la casa de mi padre”). Su retorno (“presoak etxera”) sólo se producirá realmente si revisten sus nuevos gestos sociales con el talante y la solicitud del perdón. Por supuesto: al verdugo sólo puede perdonarle su víctima, y no el Consejo de Ministros o el Parlamento Vasco. La comunidad humana sólo espera del verdugo respeto al sufrimiento infligido, que reconozca que se debe a la víctima y acepte la autoridad de su sufrimiento a la hora de orientarse en la vida. Este talante es el más opuesto al pasearse con arrogancia por las dependencias del Parlamento de Vitoria o por las calles de Azkoitia. Un comportamiento como éste solamente conseguiría privar a la comunidad política de la presencia de los verdugos rehabilitados y a las víctimas del reconocimiento debido.
(1) Ellacuría, I., Trabajo no violento por la paz y violencia liberadora: Concilium 215 (1988), pp. 90-92. Mi texto se inspira en este artículo del jesuita de Portugalete.
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