Frodo
¿Lucha antiterrorista?
(Hika, 193zka. 2007ko azaroa)

            Hace unos pocas semanas, los abogados de cuatro detenidos acusados de participar en actos de la llamada kale borroka, que se encontraban incomunicados en las dependencias de la Comisaría General de Información de Madrid, solicitaron al juez de la Audiencia Nacional Fernando Grande-Marlaska que sus defendidos fueran sujetos a un régimen de vídeo-vigilancia (o, se prefiere por que es más preciso, de video-protección), que pudieran ser visitados por médicos de la confianza de los detenidos, y que sus familias fuesen informadas de la localización exacta de los detenidos. El juez Grande-Marlaska se negó a todo ello.
            La difusión de esta noticia coincidió en el tiempo con la publicación del prestigioso informe de Amnistía Internacional titulado El estado de los derechos humanos en el mundo correspondiente al año 2006. Este grueso, pormenorizado y estremecedor informe, de las 478 que lo conforman, sólo consagra tres páginas a España. No son muchas, se puede pensar. A los Estados Unidos le dedica justamente el doble, seis, las mismas que destina a Rusia. Sin embargo, en esas tres páginas se afirma lo siguiente: “Siguió habiendo informes de tortura y malos tratos a manos de funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, situación que se veía agravada por la falta de investigaciones sistemáticas e independientes de tales incidentes.” Y también: “En abril, España ratificó el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura, que había firmado en 2005. A pesar de ello, mantuvo prácticas condenadas por el relator especial de la ONU sobre la cuestión de la tortura por considerar que aumentaban el riesgo de tortura y maltrato, como la detención en régimen de incomunicación.”
            Simultáneamente a la publicación del informe sobre El estado de los derechos humanos en el mundo, la sección española de AI dio a conocer un mucho más detallado estudio sobre la situación de la tortura en España titulado La sal en la herida. En él se documentan y contextualizan las amenazas, los riesgos, las realidades constatadas y las vías para abordar esta lacerante cuestión desde una perspectiva consecuente con el respeto escrupuloso de los derechos humanos. Como es lógico, las tres muy razonables peticiones de los abogados de los detenidos vizcaínos mencionados antes figuran entre ellas.
            Unas muy razonables peticiones que el juez Grande-Marlaska rechazó. Vaya a saber usted porque. Quizá para no coincidir con su colega y competidor mediático-profesional Baltasar Garzón, el cual, en julio de este año, en el caso de otro grupo de jóvenes también acusados de participar en actos de kale borroka, autorizó las medidas de prevención de la tortura solicitadas por las defensas, que venían a ser las mismas que las solicitadas por los defensores de los jóvenes vizcaínos.
            Desde este punto de vista, no deja de ser significativo el apoyo que ha expresado el Sindicato Unificado de Policía: "No tenemos nada que esconder. Sobre todo, las cámaras serían una garantía para nosotros porque el 90% de las denuncias por torturas que se presentan son falsas y no es justo que un policía pase un año o dos en la picota, teniendo que ir a declarar a un juzgado... para que luego se descubra que todo era mentira. Las cámaras sólo pueden incomodar a los maltratadores y, afortunadamente, son muy pocos.”
            La tortura está unida, en el imaginario de sectores muy amplios de la ciudadanía vasca, a la lucha antiterrorista. A un abominable recurso que las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado han utilizado con frecuencia para obtener confesiones de detenidos acusados de formar parte de ETA o de sus entornos. Y, sin duda, cualquier ciudadano o ciudadana de este país, que tenga una ya cierta edad, podrá encontrar en su memoria bastantes hechos que tiendan a confirmar bastante sólidamente esta opinión.
            Sin embargo, los informes de Amnistía Internacional apuntan en una dirección diferente: la tortura unida a la represión de personas acusadas de estar más o menos vinculadas a ETA, con ser una amenaza que seguiría presente, no ocupa el ya primer plano de los casos sospechosos de torturas. El perfil de las víctimas de la arbitrariedad policial se ha desplazado hacia otros sectores sociales, especialmente hacia las capas de la población más pobres y desprotegidas. Y de una manera muy especial, hacia la población inmigrante. Y su práctica, no se debería tanto a las orientaciones precisas emanadas desde la cúpula del poder destinadas a aumentar la eficacia policial sino a la voluntad caprichosa y sádica de los agentes de la autoridad concernidos, a su particular estado de ánimo en el que se encuentren en ese momento, a su nivel de mala leche, etc. Otra cosa es el corporativismo o el temor a un mal entendido desprestigio del cuerpo.
            ¿Por qué, si esto es así, como toda parece indicar que es, no se aplican de forma consecuente las recomendaciones de la Convención contra la Tortura del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas o de la misma Amnistía Internacional para erradicar la tortura? Uno sospecha que no tanto por el interés que las fuerzas policiales o judiciales tienen hoy la práctica de la tortura para la luchar contra ETA —seguramente la ya legendaria documentación incautada a Susper ha proporcionado mucha más información que la que se podría obtener con cinco años de torturas— sino por el viejo sostenella y no enmendalla entendido como base de la honra de cualquier hidalgo bien nacido.
            Reconocer hoy, parece pensarse, que la situación policiaco-judicial anterior era, cuando menos, manifiestamente mejorable si no descaradamente injusta supondría, de una manera o de otra, legitimar al terrorismo cuando, como es de todo punto evidente, lo que más posibilidades tiene de legitimarlo es, precisamente, la sospecha de que aquí se pueda torturar impunemente. Pero el honor bien entendido tiene sus exigencias. Y también, seguramente, las perversas necesidades emanadas de esa campaña electoral permanente en la que estamos sumidos y en la cual las concesiones a los terroristas pueden reportar los más serios quebrantos electorales.
            Mal síntoma es éste por el cual las garantías sobre el respeto los derechos humanos y los valores democráticos más básicos puedan ser interpretadas, y de hecho son frecuentemente interpretadas, como concesiones a los terroristas. Pero así es la vida. Al menos hasta que no la cambiemos.