Gabriel Flores
¿Cómo y cuándo volverá el crecimiento?

Ideologías y planes en torno a la reactivación
de la economía española

             El gobierno socialista y la oposición de derechas que representa el PP confrontan desde hace un año sus ideas sobre la crisis económica y las políticas que permitirían superarla. Pese a la agria disputa que protagonizan, las dos fuerzas políticas cuya presencia resulta imprescindible para constituir los gobiernos de España (basados en uno u otro partido o en una coalición todavía inédita) comparten una concepción similar sobre el sistema capitalista y la eficiencia económica del mercado, que en su ideología se interpreta como una institución capaz de regular eficazmente las decisiones de empresas y consumidores, tanto en los momentos de crisis como en los de expansión económica.

             La comunión en torno a una no demasiado precisa ideología procapitalista no excluye desacuerdos no menores sobre las insuficiencias del sistema capitalista, los límites del mercado en ámbitos no específicamente económicos, la responsabilidad del estado en el impulso de la actividad productiva y la importancia de las políticas públicas en la consecución de los niveles de cohesión social y territorial que los amplios y heterogéneos sectores que ambos partidos aspiran a representar electoralmente consideren suficientes.
 
             Las ideas-fuerza que defienden ambos partidos para superar la crisis económica no han ganado consistencia y siguen siendo, como hace un año, imprecisas y deslavazadas. La escasa elaboración en las propuestas políticas para afrontar la recesión de la economía española ha quedado en evidencia durante la reciente campaña electoral para el Parlamento europeo; pero ni la tensión simplificadora que ocasiona una pelea electoral ni los límites que imponen a ambos partidos sus convicciones procapitalistas pueden explicar las carencias argumentales y políticas que caracterizan las propuestas de ambos partidos. Antes bien, la pobreza de los programas económicos de ambos partidos parece el lógico resultado de una práctica política viciada en la que priman el marketing, el consumo rápido de razonamientos, la distorsión o el ataque burdo para descalificar por la vía rápida las ideas o propuestas del adversario y un sinfín de prácticas chapuceras que, desafortunadamente, tienen buena aceptación en un gran número de personas, pero llevan a la melancolía a un no pequeño sector de ciudadanos que sólo excepcionalmente vuelven a las urnas para impedir la posible victoria de la opción que detestan.
Los objetivos que persiguen las dos fuerzas mayoritarias al esgrimir sus ideas-fuerza son diferenciar su espacio político del de sus principales adversarios, atrincherar a su electorado tras esas ideas, mostrar preocupación por la suerte de los sectores que sufren de forma más visible las consecuencias de la crisis y atender las propuestas de los poderes económicos reales (banca, constructoras, eléctricas, automoción, medios de comunicación,…) que llaman insistente e indistintamente a las puertas de ambas formaciones políticas para presentar su lista de peticiones.

             La oposición sustenta su estrategia electoral en la previsión (altamente probable) de que la situación económica siga empeorando o, al menos, no mejore (más probable aún) y que el gobierno siga desgastándose y no acabe la legislatura o lo haga con débiles apoyos sociales y electorales. El gobierno juega con la esperanza de que los brotes verdes de la reactivación económica en EEUU y en nuestros principales socios comerciales (Francia y Alemania) aparezcan realmente antes de fin de año (bastante probable), crezcan (no muy probable) y permitan anunciar el principio del fin de la crisis mundial, suponiendo abusivamente que ese final supondrá automáticamente el fin de la crisis de la economía española.
 
             La poca elaboración de las propuestas de política económica de las fuerzas políticas mayoritarias no sería tan problemática en el caso de partidos que no tuviesen responsabilidades en la gestión de la crisis y en la toma de decisiones orientadas a contribuir a superarla, pero es muy grave en el caso de partidos que ocupan gran parte de las posiciones de decisión en los órganos de poder de los diferentes niveles del estado. Más grave aún para los que pensamos que el mercado no puede ni podrá durante bastante tiempo sanear el sistema bancario, retribuir suficientemente el ahorro y orientarlo hacia la inversión productiva ni, en resumidas cuentas, reanimar la actividad económica y recuperar los empleos perdidos durante la crisis.

             Este artículo analiza las ideas-fuerza que defienden gobierno y oposición, realizando una breve incursión en los planteamientos de los sindicatos mayoritarios que, al margen de las virtudes y defectos de sus posiciones, permiten jugar al gobierno socialista un papel mediador entre las propuestas sindicales y las de la patronal y resaltar su posición central en el espacio político. Los últimos apartados se dedican a reflexionar sobre el alcance de la propuesta de decrecimiento económico como idea-fuerza alternativa a las que presentan gobierno y oposición y a apuntar los fundamentos de un programa alternativo de reactivación económico que no se basa en la promoción del consumo privado o en un crecimiento de la producción material ni tiene como objetivo reforzar un modelo de crecimiento económico obsoleto que merece desaparecer y ser reemplazado por otro.

1. Las tres ideas y media del PP

             La derecha y la patronal critican con acidez las políticas y ocurrencias del gobierno, pero no se han opuesto a muchas de las medidas concretas que el gobierno ha ido desgranando. En términos cuantitativos, han pesado menos los rechazos a las propuestas concretas que ha presentado el gobierno que los apoyos (arrogándose en numerosos casos la paternidad de las medidas y aventando que el gobierno se limita a plagiar su programa) y las abstenciones (cuando aún estando de acuerdo, prefiere que salgan sin su apoyo parlamentario porque permite resaltar las insuficiencias de las propuestas gubernamentales y remarcar que el gobierno las copia… pero mal)

             Su programa económico completo consta de cuatro ideas, aunque la que mencionaremos en último lugar tiene menos entidad de lo que parece. El PP no tiene agenda oculta ni ninguna necesidad de tenerla.

             Primera idea: El sector público no debe endeudarse más. Habría que añadir un importante matiz, ya que lo que defienden en realidad es que se endeude hasta donde sea imprescindible y saben que el nivel necesario de crecimiento de la deuda pública será muy alto; pero ese matiz se pierde en las declaraciones de sus líderes que hacen mucho hincapié en el carácter despilfarrador del sector público y en las formas manirrotas de la gestión del PSOE para intentar achicar las posibilidades de que las muy limitadas medidas de reactivación de la actividad productiva y la demanda interna que impulsa el gobierno sean bien acogidas por la opinión pública. La dura crítica a la expansión de la deuda pública se acompaña de propuestas de reducción de la presión fiscal (en las que a veces compite con las medidas que propone el Gobierno) que le permiten mantener, contra el viento y la marea de las evidencias que ofrecen todos los gobiernos de los países desarrollados, que cualquier tipo de intervención pública entorpece y perturba las posibilidades de recuperación que alienta el mercado. 
   
             Segunda idea: Los impuestos deben reducirse para que empresas y familias se animen a invertir y consumir. En su opinión, inversores y consumidores privados (a diferencia del sector público) saben qué hacer con su dinero (y con el dinero que se les preste) y lo utilizan de forma eficiente, obteniendo siempre la máxima utilidad y rentabilidad. En realidad no plantean una reducción significativa de la presión fiscal, que ya ha bajado con fuerza como consecuencia natural de la disminución de las rentas y del consumo provocada por el aumento del desempleo. Su objetivo principal es resaltar las ventajas  de los impuestos indirectos frente a los inconvenientes que plantean los directos y para ello plantean una reducción de los tipos de los impuestos directos (IRPF e Impuesto sobre Beneficios) y las cotizaciones a la Seguridad Social a cargo de las empresas y un aumento paralelo de los tipos de los impuestos indirectos (IVA e Impuestos especiales) que pagan todos los consumidores, sea cual sea su renta. El problema es que la mengua de los ingresos públicos ha sido ya muy importante y ha alcanzado ya un nivel crítico.

             Tercera idea: Los derechos laborales y sociales que hoy existen suponen un obstáculo para la recuperación económica. Para remover ese obstáculo, el mercado laboral y la negociación colectiva deben someterse a reformas estructurales o de gran calado con el objetivo de eliminar restricciones legales al despido, reducir los costes laborales (especialmente, los costes de los despidos), simplificar el régimen de contratación, utilizar de forma aún más flexible, sin necesidad de llegar a acuerdos con la parte obrera, la fuerza de trabajo y debilitar las posibilidades de mediación y negociación y la capacidad de presión de los sindicatos.

             Y la media idea: Impulsar la propaganda favorable a la energía nuclear. El objetivo o el guiño que realizan a las compañías eléctricas no es aprobar un nuevo plan nuclear o procurar la construcción de una nueva generación de centrales nucleares, sino el mucho más rentable de prolongar la utilización durante unos cuantos años más de las centrales que cumplan los cuarenta años de vida útil para los que fueron diseñadas. La inversión en esas centrales ya está amortizada y la prolongación de su actividad ofrecería grandes beneficios a sus propietarios.

             La construcción de nuevas centrales requiere altos niveles de financiación que en circunstancias como las actuales, de escasez de recursos financieros y mal funcionamiento del sistema bancario, implican altos costes financieros. La inversión resultaría, por tanto, un negocio inseguro y no muy rentable, en relación con alternativas operativas que resultan mucho mejores para las compañías eléctricas. Además, la energía nuclear despierta todavía un fuerte rechazo social y genera residuos y riesgos que deberán ser gestionados durante decenas de miles de años, con sus correspondientes costes que, en lugar de ser imputados al coste del kilovatio producido y al precio que pagan los consumidores, se trasladarán a las generaciones futuras que gestionen los residuos y los riesgos que conlleve esa gestión. No hay, por tanto, voluntad real de relanzar, hoy por hoy, la energía nuclear; sólo la pretensión de aumentar las diferencias que en este terreno dividen al PSOE, lograr que se prolongue el funcionamiento de las centrales que acaban su vida útil y aportar a las arcas de las compañías eléctricas unos miles de millones de euros extra de beneficios que, sin duda, sabrán agradecerlo. El sector eléctrico, amparado por el PP y por sectores del PSOE, presiona estos días para mantener abierta diez años más la central de Garoña y el gobierno Zapatero buscará en los próximos días (antes del 5 de julio) una solución de compromiso entre su programa electoral, el informe favorable sobre la seguridad de la central de Garoña que ha aprobado el Consejo de Seguridad Nuclear, las presiones de los grupos de presión pronucleares y la oposición social y ecologista a la energía nuclear. Tamaño conflicto de intereses e ideas parece requerir otro Salomón. Será interesante conocer hacia donde se escora o qué pesa más en la decisión que tome Zapatero.

             Estas tres ideas y media permiten al PP mantener el hilo conductor y la defensa de su ideología económica ultraliberal, sin renunciar a ninguno de sus componentes y sin obligarse a reflexionar sobre su rotundo fracaso histórico. También le permiten, por lo visto en los resultados de las elecciones al Parlamento europeo, recabar apoyos de los poderes económicos organizados, de los sectores sociales con relativamente altos niveles de renta, cuyos intereses defiende a capa y espada y conforman el núcleo de su sólida base electoral, y de sectores populares cuyos sueños de bienestar, basados en un sobreconsumo y un sobreendeudamiento insostenibles, han sido devorados por la crisis, identificada en su imaginación con Zapatero. 
 
2. El centenar de medidas del gobierno del PSOE

             Tras el último debate parlamentario sobre el estado de la nación y las nuevas medidas aprobadas para paliar los efectos de la crisis económica, el “Plan español de estimulación de la actividad económica y el empleo” (Plan E, a partir de ahora) se muestra, aún más que antes, como un batiburrillo de casi un centenar de propuestas con muy diferentes objetivos, dispar alcance, desigual aplicación y efectos diversos que puede ser leído como el relato (incompleto) de cómo el gobierno socialista ha ido asimilando el alcance de la crisis económica y entendiendo su responsabilidad específica para paliar sus efectos y afrontar los riesgos que pueden acabar paralizando la actividad económica.

             Más allá de descalificaciones sumarias o de groseras interpretaciones psicoanalíticas que, en mi opinión, no tienen interés ni pretenden analizar la actuación del gobierno o las medidas que está aplicando, sino su descrédito total, la acción del gobierno Zapatero responde a una lógica económica y política que conviene descifrar y llegar a conocer. Esa lógica está conformada por, al menos, dos razones económicas y dos razones políticas.

             Primera razón económica: Sin la reactivación de los mercados estadounidense, alemán y francés no hay ninguna posibilidad de que la economía española pueda superar la crisis e iniciar una nueva etapa de crecimiento. Hay, por tanto, que esperar a que escampe. La paciencia debe primar y no hay que dejarse llevar por un nerviosismo que conduzca a intentar una reactivación económica insostenible basada en el activismo unilateral de la financiación pública.
 
             Segunda razón económica: Las políticas de reactivación de las economías europeas exigen una coordinación estrecha entre las autoridades de los países comunitarios y una acción política común para superar la crisis, pero nuestros principales socios (y la inmensa mayoría de los miembros de la UE) no están por esa labor. En tal situación, una política unilateral de reactivación por parte del gobierno español sólo puede conducir a hipotecar las posibilidades de actuación futura (como consecuencia del crecimiento de la deuda pública y la carga financiera que conlleva), a fortalecer las economías de nuestros socios y competidores comunitarios (ya que una parte notable del consumo se dirigiría hacia productos importados) y a incrementar aún más los desequilibrios por cuenta corriente y el alto endeudamiento externo.

             Primera razón política: Las reformas estructurales requieren mucho tiempo y muchos recursos. Además, es muy fácil que el gobierno se equivoque y cometa errores al definir qué sectores, actividades o productos merecen ser apoyados con recursos públicos. Como, por otro lado, los poderes económicos que hoy están en crisis, además de amenazar con cerrar sus empresas y reivindicar cambios legales y recursos financieros públicos para mantener su actividad, considerarían la intromisión gubernamental en apoyo a nuevos sectores como animadversión y competencia desleal, el gobierno no puede permitirse ese desgaste a corto plazo ni ofrecer un blanco tan fácil a la oposición.

             Segunda razón política: La oposición que lleva a cabo el PP, tan radical en las formas, tan imprecisa en sus propuestas y con una defensa tan extravagante de los dogmas ultraliberales, permite al gobierno una diferenciación nítida de la derecha sin políticas muy diferentes, basada en un talante (sustentado en pocas medidas de reactivación y en muy poco dinero público comprometido en el cambio de modelo productivo) que se manifiesta en una mayor preocupación por la protección de los sectores más vulnerables y en una defensa del diálogo social (sin acuerdo no habrá reformas) que debilita las posibilidades de éxito de las reformas que pretende imponer la derecha.

             Parecería, por las razones expuestas, que el gobierno vive en el mejor de los mundos posibles y que la lógica en la que descansan sus propuestas paliativas tiene cuerda para rato. Hay, sin embargo, un pequeño problema: la crisis sigue. Y no hay visos, en el caso de la economía española, de que vaya a amainar en sus efectos más nocivos en términos de crecimiento del paro y los consiguientes avances de la precariedad y los riesgos de exclusión social. Y las elecciones al Parlamento europeo acaban de mostrar en el conjunto de la UE hasta qué punto la crisis económica, la incertidumbre sobre cuál va a ser su evolución y la insignificante coordinación y acción comunitarias para afrontar la crisis, responder a los requerimientos de las clases trabajadoras y aplacar el miedo que afecta a las familias tocadas por el paro o por la amenaza del despido impulsan la abstención y escoran el voto hacia las opciones de derechas.
Por otro lado, no se sabe qué recursos financieros consumirán finalmente el inevitable saneamiento del sector bancario y el necesario apoyo que exigirá, entre otros, el sector de automoción para mantener sus plantas y parte del empleo directo. Y tampoco se atisban qué sectores y actividades podrán generar los empleos que están siendo destruidos de forma irreversible por la crisis.

             El Plan E reposa en un error de apreciación esencial, ya que si no se modifican los actuales bajos niveles de presión fiscal será muy pronto imposible realizar un impulso efectivo de la actividad económica y si la deuda y el déficit públicos siguen aumentando al ritmo actual serán una restricción insuperable que limitará las posibilidades de actuación política del gobierno. Además de insuficiente, el Plan E cobija programas contraproducentes (orientados a generar y sostener empleos y actividades que son insostenibles a medio plazo) y utiliza instrumentalmente el concepto de cambio de modelo de crecimiento sin dotarlo de significado ni de contenidos.
  
             El Plan E es claramente insuficiente en su capacidad para impedir la reducción de la actividad económica y la caída irreparable de sectores que han tenido (y siguen teniendo) un sobrepeso excesivo en la estructura productiva de la economía española. Lo mismo cabe decir respecto al paro (casi doblamos la media de la tasa de desempleo de la UE). Y lo mismo, respecto a un sistema bancario que tiene sus propios activos tóxicos (unos créditos hipotecarios morosos que afectan más a las cajas de ahorro) que no paran de aumentar, que seguirán creciendo al menos hasta finales de 2010 a un ritmo similar al que crezca el paro y que exigirán la financiación y la actuación públicas para recuperar niveles de solvencia aceptables y reestructurar el sector.

             El Plan E está sometido a una restricción presupuestaria y fiscal que impide aprobar (ni siquiera permite pensar) las medidas que requiere el impulso de un nuevo modelo de crecimiento y, más modestamente, restaurar la solvencia del sector bancario, impedir la consolidación de bancos y cajas de ahorro “zombis” (que siguen teniendo la apariencia de bancos, pero el valor de sus activos reales es muy escaso, son prácticamente insolventes y no pueden cumplir ninguna de las funciones propias de los bancos) y reanudar los flujos financieros desde los ahorradores a las empresas y a los proyectos de inversión viables técnica y económicamente.
  
             Por último, el Plan E resulta contraproducente al asignar los escasos recursos financieros que el gobierno dedica a estimular la actividad económica a sectores y productos (obra pública municipal improvisada, ayudas a la compra de viviendas y automóviles…) con escaso futuro, mínimas posibilidades de sostenibilidad y alta intensidad en el consumo de materiales y energía. 

3. El plan de autodefensa de los sindicatos mayoritarios


             Los sindicatos mayoritarios critican las insuficiencias de las medidas del gobierno socialista con cierta insistencia, pero sus críticas aparecen muy tamizadas ante la opinión pública por una actitud de extrema prudencia que trata de no debilitar las posibilidades de que el PSOE decida en la próxima legislatura la composición del gobierno de España.

             Esa prudencia sindical se sustenta en, al menos, tres sólidos argumentos:

             Primer argumento: Consideran que el gobierno socialista no ha tomado ninguna medida antipopular o antisindical que justifique una intensificación de los actuales niveles de movilización sindical, caracterizados por su descentralización y su estrecha vinculación  a problemas concretos de determinadas empresas, sectores o localidades. La huelga general no es, por ahora, una posibilidad a barajar; aunque una huelga de carácter general circunscrita a una comunidad autónoma, por ejemplo la de Madrid, podría llegar a materializarse y permitiría a los sindicatos mayoritarios casar unos objetivos que hasta ahora no han sabido conjugar.

             Segundo argumento: Temen que si las actuales movilizaciones cargan demasiado las tintas en la denuncia del gobierno y en las insuficiencias de las medidas aprobadas, los únicos beneficiarios con la debilidad y el aislamiento gubernamental serían la patronal y el PP. Temen pasarse con una excesiva movilización, pero también están preocupados por quedarse cortos. Por ello convocan manifestaciones que recuerden que siguen estando ahí, con sus fuerzas intactas, esperando a negociar sin renunciar, en principio, a ninguno de los derechos adquiridos. Y por ello, en las manifestaciones y movilizaciones que convocan, los lemas abundan en lo evidente (contra la crisis, por el empleo y la protección social), rehuyen la crítica al gobierno y marcan como principales objetivos de la movilización los abusos que comete la patronal y la pretensión del capital de salir reforzado de la crisis a costa de los trabajadores.

             Tercer argumento: Confían en que su actitud de fuerza prudente en las empresas (conflictos colectivos y expedientes de regulación de empleo) y en la calle blinde el compromiso público de Zapatero a favor del diálogo social (sin el acuerdo de los sindicatos no aprobará ninguna medida de reforma del mercado laboral) y disuadan a la CEOE y al PP de intentar promover aventuras de reforma legal unilateral que pudieran dar lugar a un periodo de conflicto sindical y social de envergadura y consecuencias imprevisibles.
 
             La posición de los sindicatos mayoritarios, pese a su aparente coherencia y la solidez de sus argumentos, encierra una arriesgada apuesta de futuro. Si la crisis continúa durante uno o dos años más (hipótesis más probable) y el gobierno sigue perdiendo apoyos, el PP tendría abiertas las puertas para formar un gobierno monocolor respaldado por una mayoría social y una legitimidad electoral que le permitiría llevar adelante las ideas que ha estado defendiendo frente a los sindicatos. La capacidad de reacción sindical en tal situación sería mínima y escasamente creíble.

             Los argumentos de los sindicatos mayoritarios van acompañados de una persistente melodía: la necesidad de cambiar el modelo de crecimiento.

             Una melodía similar a  la del cambio de modelo productivo que ya se pudo escuchar en las elecciones de 2004 en boca de algunos oradores socialistas que habían leído y defendían el programa del PSOE. Tras ganar aquellas elecciones, aquel buen propósito se olvidó y el cambio de modelo productivo se diluyó al mismo ritmo que se hinchaba  la burbuja especulativa del ladrillo y los negocios financieros. Sólo muy recientemente, hace apenas un par de meses, aquel propósito ha vuelto a ser sacado a la luz por parte de Zapatero, en un nuevo guiño a los votantes de izquierda y, especialmente, a los sindicatos.

             La melodía tiene, aparentemente, una gran funcionalidad. Sirve de referencia ideológica de un plan alternativo de reactivación económica que favorece la confluencia de los sindicatos mayoritarios con el gobierno y propicia la búsqueda de espacios de colaboración efectiva. Dota a gobierno y sindicatos de una herramienta crítica común que permite denunciar las ideas y propuestas de la patronal y la derecha, su  responsabilidad en la recesión económica y su descaro para seguir proponiendo como salida de la crisis las mismas políticas que la propiciaron. Permite el acercamiento (o la no confrontación) de gobierno y sindicatos mayoritarios con la izquierda social, sindical y política que promueve una crítica más dura de las políticas y las ideas neoliberales que han favorecido la gestación y desarrollo de la crisis y propone reformas profundas que escapan a la lógica del mercado y a los fundamentos que impulsan su funcionamiento. 

             Pero esa melodía parece condenada a no tener letra y a no ser dotada con los contenidos (medidas y recursos concretos y coherentes con el difícil y complejo objetivo que parece entonar) necesarios para promover ese cambio de modelo de crecimiento o productivo. Objetivo que requeriría para ser viable, además de la letra de un programa de reformas, una voluntad más clara y mayor fuerza social, sindical y electoral que las hoy disponibles.
 
             La definición y el desarrollo de las medidas concretas en las que podría sustanciarse ese cambio de modelo de crecimiento no parecen entrar en los objetivos prioritarios de los sindicatos mayoritarios ni del gobierno. Por otro lado, no habría que perder de vista que el intento de desarrollar las medidas y políticas en las que se concretaría ese cambio de modelo de crecimiento podría abrir fisuras y diferencias de envergadura entre los dos grandes sindicatos y de éstos con sus respectivos afiliados y con los sectores sociales progresistas a los que ahora logran representar (o no ahuyentar) sin precisar en demasía su programa. No serían más fáciles las cosas para un gobierno y un partido socialista en los que tras el pragmatismo y la desideologización de la que hacen gala conviven muy diversas identidades a propósito de su aprecio por el sistema capitalista o su vinculación efectiva con las políticas y la tradición socialdemócratas. 
 
4. ¿Habrá crecimiento después de la crisis?

             Hay ideas provenientes de la observación de los fenómenos naturales que se trasladan mecánicamente y aplican al análisis de los procesos sociales. Así, la comprobación de que tras la tormenta suele venir la calma y después de los fríos del invierno, los calores del verano se suele utilizar para asociar crisis económica y decrecimiento, suponer que las crisis, tarde o temprano, se superan y prever que tras cada crisis se reanudará el crecimiento económico. Son ideas intuitivas que forman parte de un sentido común que permite asociar, de una manera simple, crisis con decrecimiento y prosperidad económica y bienestar social con crecimiento. Tales asociaciones, pese a presentarse como verdades incuestionables, no son tan evidentes como parecen y encierran equívocos y dosis no pequeñas de confusión que conviene analizar con mayor detalle.

             En las crisis económicas hay decrecimiento y la consiguiente pérdida de empleos, pero también hay sectores y actividades que ganan peso específico, crecen y generan nuevos empleos. Y lo mismo ocurre en las fases de mayor crecimiento, en los que algunos sectores y actividades decrecen y se reducen, sea porque ya no resultan útiles o competitivos, están sobredimensionados, se sustituyen unos bienes por otros y productos nacionales por importaciones o, entre otras muchas causas, determinadas fases de los procesos industriales, capacidades productivas y sus correspondientes empleos se trasladan a otros países.

             Este incesante proceso de creación, destrucción y traslado a otros países (y regiones) de actividad económica se puede detectar fácilmente durante la última etapa del relativamente fuerte crecimiento económico experimentado en las dos últimas décadas por la economía española y en el más reducido crecimiento de la mayoría de las economías avanzadas. Algunos sectores (el financiero y el del ladrillo a la cabeza y, en menor medida, los servicios turísticos) se beneficiaron durante años de una fuerte expansión, mientras otros (manufacturas intensivas en trabajo y materiales) sufrían un significativo retroceso en la mayoría de las economías avanzadas. De igual modo, la crisis y el decrecimiento experimentados en el último año por las economías de mayor nivel de desarrollo han afectado especialmente a unos sectores, actividades y empleos (asociados a determinados contratos y categorías laborales), mientras otros resisten o, incluso, los menos, crecen.

             Convendría, por tanto, mantener cierta prevención frente a la idea intuitiva que vincula, sin mayores matices y precisiones, el crecimiento económico con creación de empleos y expansión económica. Tal asociación no es automática ni afecta a todos los sectores y actividades económicas.

             Por otro lado, en el modelo ultraliberal de sistema capitalista que ha dominado la escena mundial en el último cuarto de siglo, el crecimiento económico ha estado asociado a un enorme incremento de las desigualdades sociales y a un aumento de la fragilidad del sistema industrial. Los resultados de ese crecimiento económico han beneficiado especialmente a las rentas del capital obtenidas por las grandes empresas y las entidades financieras y apenas se han filtrado hacia el tejido empresarial que conforman las pequeñas y medianas empresas industriales ni hacia las rentas de los trabajadores menos cualificados o la población pobre. Por ello, hay que subrayar que tampoco las relaciones entre crecimiento económico, incremento de las rentas, fortalecimiento de la estructura industrial y  bienestar o cohesión social son tan claras como generalmente se presentan.

             Una parte notable del bienestar social y de la cohesión social y territorial que se ha conseguido mantener a duras penas durante las dos últimas décadas no han sido consecuencia del crecimiento económico, sino de la labor de redistribución de la renta que garantizaban la UE (mediante los fondos estructurales y de cohesión) y los estados miembros, por la vía de las pensiones y de los subsidios de desempleo o mediante la prestación de bienes públicos, especialmente una enseñanza y una sanidad de carácter gratuito y universal.

             La actual recesión económica continuará durante unos meses o años y el decrecimiento económico seguirá siendo durante ese tiempo la tónica general y un componente básico de la crisis. El decrecimiento es hoy, cuando la economía mundial se encuentra a mitad de camino de una intensa recesión, una de las características más relevantes de la actual situación, sin que puedan asociarse a ese crecimiento negativo ninguna mejora social o económica ni perspectivas de mejoras en el bienestar de la mayoría de la población.

             En la actual coyuntura recesiva, la disyuntiva general entre crecer o decrecer no es real, porque la recesión consiste precisamente en negar la opción del crecimiento. Sí o sí,  hay decrecimiento. Sí o sí, el saldo global de la actividad económica en los próximos meses o años se inclinará a favor del decrecimiento.

             Tarde o temprano, la recesión se acabará superando (esa es, al menos, la hipótesis más probable, aunque no sea la única opción posible), pero tal hecho no va a significar necesariamente que las economías avanzadas vayan a recuperar el ritmo de crecimiento de la etapa anterior a la crisis. Un ritmo de crecimiento que, por otra parte, no se olvide, ha sido bastante modesto en términos históricos, respecto a la mayoría de las fases expansivas anteriores.

             Las economías avanzadas y, como consecuencia, el conjunto de la economía mundial deberán afrontar seguramente, tras superar la crisis, un largo periodo de lenta, escasa y frágil recuperación del crecimiento en el que no pocos sectores, actividades y empleos seguirán reduciéndose debido a, entre otras causas, un menor impulso del comercio internacional, mayores dificultades de encontrar financiación externa, altos costes de la financiación disponible, incremento del precio de las materias primas y contención de la demanda interna de gran parte de los países desarrollados. Como por otra parte la deslocalización de actividades productivas y empleos hacia países de bajos salarios seguirá su curso, el decrecimiento de la actividad manufacturera y la desindustrialización de las economías avanzadas también continuarán. Tiene, por tanto, sentido la pregunta de si habrá crecimiento después de la crisis, ya que los procesos de reestructuración de la actividad productiva, desendeudamiento de empresas y familias y reducción del exceso de capacidad instalada en varios sectores harán inevitable una larga etapa en la que destrucción y construcción de tejido productivo y empleos se entrelazarán y compensarán sin un claro dominio de ninguno de los dos procesos, ocasionando un resultado global de muy bajo crecimiento o estancamiento durante una larga etapa.

             Tras superar la recesión, el potencial de crecimiento de las economías avanzadas y, muy especialmente, de la economía española serán, posiblemente durante años, muy débiles y, en tal situación, es altamente improbable que el problema esencial que ocupe el centro de las preocupaciones de la ciudadanía sea el de cómo frenar un crecimiento excesivo e insostenible que no existirá ni tendrá muchas posibilidades de llegar a materializarse a corto o medio plazo. Es mucho más probable que las preocupaciones de la ciudadanía se centren en cómo promover el empleo y el bienestar social en una situación de estancamiento (o bajo crecimiento) que tardará bastante tiempo en ser superada. Es más plausible que los interrogantes y disyuntivas que deba dilucidar la ciudadanía adopten fórmulas parecidas a las siguientes: ¿Deben los mecanismos e indicadores del mercado determinar en exclusiva qué sectores y actividades van a crecer (o decrecer)? ¿La voluntad de la mayoría social tiene algo que decir o capacidad de influir en las actividades y los bienes que es conveniente que crezcan? ¿La ciudadanía tiene poder de decisión sobre qué sectores y productos deben decrecer porque provocan malestar, costes y riesgos que no está dispuesta a asumir? ¿Se acepta que la labor de seleccionar qué sectores deben crecer (o decrecer) se mantenga en las manos exclusivas del mercado? ¿Debe el sistema de precios ser la única guía para asignar recursos? ¿Tiene derecho la mayoría de la sociedad a decidir qué sectores deben crecer porque considera que proporcionan rentabilidad social, mayores niveles de bienestar y cohesión, hacen un uso eficiente de los recursos naturales y respetan el medio ambiente y qué actividades deben decrecer, porque resultan nocivas, demasiado costosas o arriesgadas y no generan bienestar ni empleos?

             Por otro lado, al igual que la necesidad de repensar o reequilibrar las funciones que desarrollan el mercado y el estado es una polémica localizada en los países avanzados, también los debates relacionados con el decrecimiento como fórmula alternativa de salida de la crisis económica y, en algunos casos, estrategia de superación o deconstrucción del sistema capitalista han surgido y arraigado principalmente en  sectores altermundistas de las sociedades de los países con mayor nivel de renta.

             En algunos de los países de mayor peso en la periferia del sistema, como China e India, que son además los que han obtenido más éxito en impulsar el crecimiento económico y disminuir la pobreza, los debates políticos y sociales, en cambio, no sólo no se sitúan en esos terrenos de otorgar un mayor papel económico al estado o defender el decrecimiento, sino que ni siquiera los rozan. ¿Qué explicación puede darse a esa disociación entre los debates que se producen en los países centrales del sistema y en algunos de los países de mayor peso de su periferia? Posiblemente, la razón sea bastante simple: ni la crisis ha incidido de igual forma ni la estructura económica de unos y otros países es la misma ni, como consecuencia, los problemas generados por la crisis atañen de igual manera a los problemas económicos que afrontan unos y otros. Así, por ejemplo, gran parte de los sistemas financieros chino e indio siguen en manos del estado o son controlados por el estado, por lo que es imposible que la cuestión sobre la demarcación entre el mercado y el estado adopte las mismas formas que en las economías avanzadas, donde la gran cuestión planteada por la crisis económica ha sido la de recuperar el papel regulador del estado y, en muchos casos, la nacionalización de grandes empresas financieras e industriales y el tipo de gestión que debe desarrollar el estado como nuevo accionista mayoritario o de referencia. En muchos países emergentes, la cuestión no es esa. El reto fundamental para la mayoría de los países emergentes y subdesarrollados, sigue siendo, al igual que en las décadas previas a la crisis, cómo se aumenta la eficiencia de los bancos y cómo se aumenta la eficiencia de los estados. Y lo más probable es que la respuesta siga siendo la misma que han dado y aplicado con precaución en las dos últimas décadas: limitando de manera pragmática y paulatina la presencia y la intervención del estado en la gestión económica directa, al tiempo que intentan resolver la muy escasa capacidad del estado para proporcionar bienes públicos básicos como la salud, la educación, el agua, la sanidad, la igualdad ante la ley o el respeto de las leyes y los tribunales de justicia por parte de los poderes fácticos.

             En el mismo sentido, no es difícil adivinar cómo pueden acoger las sociedades de las economías no desarrolladas los debates sobre el decrecimiento que se producen, con limitado eco social, en los países más avanzados. Así lo entienden también, los defensores de las versiones progresistas o de izquierdas del decrecimiento que restringen sus propuestas de limitar la producción y el consumo a los países ricos y se esfuerzan en recalcar que el decrecimiento no repercutiría negativamente en la calidad de vida de la mayoría de la población (de media o baja renta) que forma parte de las sociedades opulentas.

             La propuesta del decrecimiento como objeto de reflexión e, incluso, como objetivo político contiene algunos valores que es conveniente no ignorar,  especialmente en los planteamientos o versiones de sus partidarios que se sitúan en el campo político de la izquierda, son sensibles a las necesidades de la población que cuenta con menores oportunidades e inferior renta y defienden los intereses de la mayoría de la sociedad. Por ello, la crítica a las propuestas más fundamentalistas del decrecimiento no debería desconsiderar el interés y los aspectos positivos que puede aportar el debate sobre el decrecimiento. Entre esos aspectos positivos podrían destacarse los siguientes: la crítica a las políticas keynesianas de reactivación económica, en las que todo vale para generar empleos y actividad económica; la denuncia del progreso económico entendido como un incremento sinfín de la producción material y el consumo de bienes privados; la consideración de los derechos de las generaciones futuras y de sus necesidades y bienestar; el distanciamiento y la crítica a la hipótesis de racionalidad del mercado y a la ideología liberal que sostiene que el mercado y los individuos siempre aciertan en sus decisiones cuando tratan de maximizar su utilidad y sus beneficios; la apreciación de los límites medioambientales y de recursos del planeta; el cuestionamiento de las definiciones y los indicadores que se utilizan para medir la riqueza, la renta o la rentabilidad; y una mayor estima por valores como la cohesión, la vida social, el altruismo, la solidaridad o la cooperación que han sido aplastados por los contravalores de la competencia a ultranza frente al prójimo para alcanzar el triunfo individual, acumular dinero y conseguir los signos distintivos del triunfador.

             Es cierto que, algunas veces, los debates sobre la crisis económica y las propuestas políticas de superación de la crisis han quedado enredados en intrincadas y confusas polémicas sobre el decrecimiento. De igual modo que, en no pocas ocasiones, ha podido faltar el sosiego suficiente o la capacidad para propiciar un debate útil y esclarecedor sobre el alcance y las limitaciones de los argumentos, análisis y respuestas para superar la crisis que defendemos las izquierdas. Pero los errores, insuficiencias o simplificaciones en la argumentación no sólo son achacables a los que defienden con especial énfasis las propuestas favorables al decrecimiento; tampoco ayudan mucho la mayoría de los defensores de las políticas de reactivación económica.

             De los problemas que se imputan a las propuestas de decrecimiento, sólo acierto a detectar dos de cierta entidad: en primer lugar, la defensa exclusivista que hacen algunos de la estrategia del decrecimiento como única opción sensata y éticamente admisible de superación de la crisis y del sistema capitalista; y en segundo lugar, la concepción de la estrategia del decrecimiento como una especie de religión (de forma muy parecida a como el crecimiento o el progreso económico se han convertido en una difusa religión o ideología dominantes) que logrará que el bien prevalezca sobre el mal y que se ofrece como panacea capaz de resolver todos los problemas y males. Como se ve, no son tanto inconvenientes asociados a la defensa del decrecimiento como a una interpretación abusiva, extrema y simplista del decrecimiento.

5. Un programa de reactivación económica no productivista ni consumista

             Tras las críticas a tirios y troyanos realizadas en los apartados anteriores, llega la hora de poner negro sobre blanco y exponer al examen crítico de los lectores los fundamentos de un programa alternativo de reactivación económica alejado de las lógicas productivistas y de los planteamientos que confunden el bienestar social con el crecimiento de la producción material, defienden modelos consumistas de satisfacción de las necesidades individuales o pueden llegar a justificar el uso irresponsable de los recursos naturales y energéticos.

             Tanto la reactivación económica como la búsqueda en serio de un nuevo modelo productivo o de crecimiento dependen, en la actual situación de crisis del mercado, y dependerán en buena medida durante años, mientras dure la inevitable larga etapa posterior de débil crecimiento, de la acción y la financiación procedentes del sector público. Ni la iniciativa privada ni el mercado están en condiciones de hacer lo más simple y urgente –impulsar y financiar las actividades económicas viables- ni la tarea más difícil y a largo plazo de cambiar el modelo de crecimiento y modernizar la estructura productiva. Las políticas públicas pueden desarrollar ambos objetivos y hacerlos compatibles. El problema es que la derecha y la patronal se oponen a la acción gubernamental y a que el poder político intervenga en esos terrenos y se plantee esas tareas. Reservan al estado un papel subsidiario de la iniciativa privada, tanto por la vía de que las ayudas financieras públicas vayan a manos privadas y permitan minimizar el deterioro del tejido empresarial que hoy existe como de una labor legislativa que permita recortar costes laborales y fiscales y facilite un nuevo ciclo de impulso cuantitativo del producto conservando la actual estructura productiva.

             En mi opinión, el objetivo que debería tener el debate sobre un programa de izquierdas de reactivación económica no debería ser el de definir las señas de identidad de un sistema económico alternativo al capitalista, porque ya existen bastantes definiciones de ese tipo y porque no parece que la tarea de sustituir las relaciones de producción capitalistas y sus instituciones básicas se encuentre en el orden del día ni entre la lista de objetivos que hay que conseguir en el próximo quinquenio. Tampoco se trataría, al menos en sus pasos iniciales, de precisar un programa muy acabado o un listado de medidas o políticas económicas concretas, ya que tal precisión exigiría una intensa labor previa que permitiera la confluencia de ideas y propuestas en un programa coherente de defensa de los intereses de la mayoría y requeriría un análisis preciso de la coyuntura política, la posición de las fuerzas políticas, económicas e ideológicas con algún peso y las clases o sectores sociales susceptibles de apoyar y defender ese programa.

             En todo caso, el propósito de este apartado es mucho más limitado; su objetivo es propiciar la reflexión sobre los criterios o fundamentos que deberían inspirar la reactivación económica, teniendo en cuenta las restricciones y condicionantes que impone la realidad, recogiendo las propuestas que han sido formuladas por diversos colectivos, organizaciones y especialistas de izquierdas y considerando las limitaciones e insuficiencias de las ideas y propuestas de las principales fuerzas políticas y sindicales que han sido comentadas en los apartados anteriores. A continuación, se sintetizan los criterios que, en mi opinión, tienen mayor interés:
 
             Primer criterio: El sector público debe aumentar su capacidad de acción y para ello es imprescindible incrementar los ingresos fiscales y, como consecuencia, la presión sobre las rentas más altas, los patrimonios de los ricos y los superbeneficios de las grandes empresas.
El incremento de la acción pública es necesario en varios terrenos: protección social de los sectores golpeados por la crisis; realización de las funciones que el sector privado y el mercado no están en condiciones de hacer (en primer lugar, las propias del sistema bancario); desarrollo de las reformas a largo plazo que son necesarias para impulsar en serio el cambio de modelo de crecimiento; sustitución de sectores y actividades en retroceso o perjudiciales para el bienestar de la mayoría por otras que generen mayor bienestar social y empleos de mayor calidad.
El aumento de la presión fiscal se justifica en razones de justicia social e histórica (los ricos y las grandes empresas han ganado mucho dinero durante las dos últimas décadas). También, en razones económicas, ya que el necesario desendeudamiento de hogares y empresas hace imprescindible que la insuficiente demanda privada sea complementada mediante la expansión del gasto público. Hay que añadir inmediatamente que no vale cualquier tipo de expansión del gasto público y que éste no debe orientarse prioritariamente como hasta a hora a salvar bancos y empresas que cuentan con suficiente capacidad de presión ni las actividades que están condenadas (o deben ser condenadas) a desaparecer.

             Segundo criterio: Los altos niveles de desigualdad social deben disminuir. El problema del dispar reparto de las rentas que se ha intensificado y consolidado a lo largo de la última década no es coyuntural. La reversión de la desigualdad económica y social es, además de una opción relacionada con determinadas convicciones igualitarias que hunden sus raíces en valores éticos, religiosos o ideológicos, una necesidad económica. La intensificación de la desigualdad social ha sido un componente estructural del modelo neoliberal del sistema capitalista que, como se ha encargado de revelar la crisis, generó efectos productivos, económicos y sociales muy negativos. Así, el intenso incremento de las desigualdades de rentas ha propiciado el sobreendeudamiento de familias y empresas, la financiarización de la economía, el predominio de los dividendos respecto a la autofinanciación y una inversión productiva muy escasa. Tanto desde el lado del consumo (que ha sido insuficiente para sostener un crecimiento equilibrado, ha favorecido la expansión de la burbuja inmobiliario, el derroche asociado al consumo de bienes de lujo y el estancamiento de la oferta de bienes y servicios públicos) como de la organización del trabajo (multiplicando el empleo precario y alentando la escasa implicación de los trabajadores en la calidad de su trabajo y en la mejora de las tareas que desarrollan) las grandes diferencias salariales y de renta han propiciado la fragilidad del sistema industrial.

             Tercer criterio: La expansión indiscriminada del gasto público y las políticas keynesianas de relanzamiento de no importa qué sectores o productos con tal de que generen empleos, rentas y actividad económica son poco útiles para impulsar el crecimiento, no son una opción sostenible a medio plazo y ocasionan riesgos y perjuicios que acaban deteriorando el bienestar de la mayoría de la sociedad. El gasto público puede ayudar a que aguanten a corto plazo empleos y actividades poco productivos y puede alimentar la inercia de unas estructuras inadecuadas, pero a medio o largo plazo las actividades improductivas tienen que reducirse y reestructurarse o desaparecer. El activismo fiscal está condenado, en esos casos, a agotarse muy pronto y el esfuerzo financiero que supone puede contribuir a obstaculizar y retrasar la necesaria modernización. El endeudamiento excesivo del sector público genera, incluso cuando los recursos públicos son bien utilizados, una hipoteca que afectará durante años a las condiciones de vida de los contribuyentes y limitará las posibilidades de actuación futura del sector público para propiciar una transformación estructural o mantener la necesaria protección social. Por eso es tan importante que la inversión pública seleccione sus objetivos con sumo cuidado y tino.

             Por otro lado, hay que considerar seriamente que un crecimiento de la economía mundial del 2% anual (algo inferior, por tanto, al experimentado en las últimas décadas) haría que se duplicase en 35 años la producción mundial y eso es, sencillamente, insostenible; incluso, con mejoras importantes en la eficiencia energética. El necesario aumento del gasto y la inversión públicas en los países desarrollados debe ser compatible con la resolución de los grandes problemas específicos que atañen a nuestra generación (el cambio climático, la reducción y encarecimiento de las energías fósiles y su necesaria sustitución por energías renovables) y la superación de las grandes lacras que arrastra la expansión mundial del sistema capitalista (la desaparición de la pobreza extrema y el hambre y el impulso por parte de la comunidad mundial de un crecimiento económico y unas relaciones internacionales que favorezcan especialmente a los países y las personas pobres del mundo subdesarrollado).

             Cuarto criterio: La inversión pública orientada al cambio del modelo de crecimiento debe sustentarse en una nueva lógica económica que haga compatibles los bajos niveles de crecimiento cuantitativo de la producción con la generación de millones de empleos (para proporcionar empleo a los más de cuatro millones de personas paradas) y la mejora de la calidad de vida de la mayoría de la población. Para lograr la compatibilidad entre objetivos tan, aparentemente, contradictorios, la inversión pública debe enfocarse a consolidar dos pilares complementarios.

             El primer pilar sería la promoción de bienes y servicios públicos gratuitos y semigratuitos, combinando su suministro directo por parte del estado y la provisión indirecta mediante empresas de carácter social y redes de organizaciones ciudadanas sin fines de lucro que deberían someterse a un control particular de sus cuentas y de la calidad de los bienes y servicios que ofrezcan. Los bienes públicos tienen la ventaja de que son muy intensivos en trabajo, no discriminan ni excluyen a los consumidores con menor nivel de renta, permiten aplicar el excedente económico obtenido a mejorar las condiciones y la calidad de vida del conjunto de la población, son menos intensivos en la utilización de recursos naturales, están a resguardo de la competencia externa (en realidad no tienen competencia ni pueden ser sustituidos por importaciones), contribuyen a revalorizar el patrimonio intangible de la sociedad (servicios públicos de calidad; confianza en que la movilidad social y la igualdad de oportunidades son reales; control público de los poderes del estado; sometimiento de la acción política y la actividad pública a una crítica de la ciudadanía que impida la corrupción;…) y facilitan la integración de las externalidades positivas y negativas asociadas a los procesos de producción y suministro de los bienes públicos en la estimación de su valor.

             El segundo pilar estaría constituido por la promoción de sectores y actividades de alto valor añadido que consuman pocos recursos naturales y materiales y sean intensivos en trabajo y conocimiento. La producción de energías limpias y renovables, la promoción de un transporte colectivo de calidad, la construcción de infraestructuras y viviendas autosostenibles, el impulso de la bioagricultura y la biotecnología,… son actividades que merecen el apoyo de la sociedad y, por tanto, del sector público. Tales actividades deberían recibir financiación pública, impulso directo por parte de la inversión estatal y un respaldo concretado en marcos jurídicos propicios que hagan retroceder la crisis ecológica y promuevan la producción sostenible de bienes que tengan como fin esencial satisfacer las necesidades de la población y procurar mejoras en la calidad de la vida individual y social.