Guillermo Múgica
Curando las heridas
(Hika, 180zka 2006eko iraila)
Víctimas y justicia
Sabemos que en situaciones de enconado, prolongado y violento enfrentamiento, es toda la sociedad la que queda afectada de algún modo. En este sentido y en términos amplios, toda la sociedad es víctima. Y, en alguna medida, puede que hasta los victimarios lo sean. Pero en sentido estricto, que es en el que quiero situarme, las víctimas se definen en relación con una injusticia sufrida que las convierte en tales. Por eso las víctimas siempre son inocentes. Lo son, al menos, en cuanto a los sufrimientos o las pérdidas derivados de la injusticia de que han sido objeto. Víctimas inocentes, sufrimientos indebidos e inmerecidos: hemos de tenerlo claro.
Tomar conciencia de lo anterior es decisivo para asumir una cuestión delicada: que víctimas las ha habido en ambos lados del conflicto – por más que en uno de ellos su número haya sido muy superior – y que se trata de reconocer a todas las víctimas. Asesinados y heridos por ETA, extorsionados y amenazados, denigrados y humillados... Y, también, asesinados por los aparatos y cloacas del Estado, perseguidos, criminalizados y torturados en la indefensión total y sin las debidas garantías legales, etc., etc. No es que pretenda equiparar e igualar lo aquí ocurrido. Intento recordar, simplemente, que toda injusticia es injusticia, todo dolor es dolor y toda víctima es víctima. Y que, tratándose de víctimas, no caben discriminaciones entre unas víctimas y otras.
Las víctimas reclaman, ante todo, respeto y reconocimiento. Demandan, por supuesto, solidaridad. Pero una solidaridad que no tiene por qué implicar asumir su ideario político. Lo que conviene recordar en esta tierra por dos razones: de un lado, la confusión creada por la motivación política del victimador y la recurrente condición o el color político de la víctima; y, de otro, por la instrumentalización político-partidaria que de las víctimas se viene haciendo. Y lo que las víctimas reclaman principalmente es justicia. Esta justicia comporta acompañamiento y sanación, saber la verdad, esclarecer los hechos y asignar responsabilidades, rehabilitación física y moral, reparación. Llegamos así a la justicia retributiva, que, de una parte, deberá procurar no quedar entrampada en los aspectos puramente vindicativos y punitivos de ella –“que los asesinos se pudran en la cárcel”- , con lo que siempre quedarían heridas abiertas y la paz y reconciliación estarían en peligro; y, de otra, la mencionada justicia retributiva tendrá que tomar en consideración sus propios límites.
En la tragedia humana de las víctimas y sus entornos hay un aspecto de irreparabilidad. Toda agresión a lo humano y su dignidad, toda pérdida humana, todo dolor humano son, en cierto modo, irreparables. En este sentido, en todo conflicto, la deuda contraída con las víctimas es impagable. No hay reparación ni satisfacción posibles, por la sencilla razón de que, respecto a dicha deuda, todos somos insolventes. En consecuencia, se precisa poner en juego también otro sentido y otro tipo de justicia. Hay que introducir otro tipo de lógica más allá de la meramente retributiva. De lo contrario, los números rojos se convertirían en un obstáculo insalvable para la reconciliación y la paz.
Es cuestión, pues, de hacer valer otro tipo de justicia: una justicia recreativa. Hablamos de una justicia capaz de invertir y transformar el caudal que las víctimas representan en exigencia de superación del sufrimiento de todos y, por ende, del conflicto; en apuesta decidida por la oferta generosa y recíproca de una nueva oportunidad, que deberá ser, también, oportunidad nueva. Aquí puede radicarse otro tipo de reparación y satisfacción de naturaleza mucho más honda, noble y fecunda. Las quiebras vitales, los desgarros humanos, el sufrimiento en suma se tornan generadores de vida nueva para todos. El mal es vencido con el bien. Y las irreparables pérdidas se tornan de algún modo – del único modo posible – en ganancia. Pero estamos, entonces, en otro tipo de lógica, que no es otra que la de la generosidad y el perdón. Permítaseme añadir que, como creyente y cristiano, encuentro en esta justicia recreativa, precisamente, la solución a la aporía bíblica relativa a paz y justicia. Por un lado, el salmista las une íntimamente (Sal. 85, 11); y, por otro, en tanto Isaías hace brotar la paz de la justicia (32, 17), Santiago ve la justicia como cosecha de quienes siembran la paz (3, 18).
Terminaré este punto con una referencia al papel de las víctimas, un papel que ellas mismas u otros en su nombre reivindican con frecuencia. En lo estrictamente político, las víctimas, por el hecho de serlo, no ostentan ninguna autoridad, ni a ellas les corresponde ningún rol especial más allá del que les compete como ciudadanos y ciudadanas. En lo pre-político, por denominarlo de algún modo –vida, derechos humanos, convivencia, respeto al pluralismo, inclusión e integración, democracia...-, las víctimas comparten con el conjunto de la sociedad idéntica responsabilidad. Hay que subrayar, con todo, que, en este ámbito, por el valor y la dignidad del sufrimiento, y por la autoridad de la condición de sufrientes, las víctimas tienen un lugar especial. Deben ser un referente moral. Un recordatorio permanente del valor y la dignidad de la vida humana, y de los derechos inalienables de las personas.
Memoria y olvido
Memoria y olvido van de la mano. ¿Es esto posible? ¿No nos hallamos ante una aporía parecida a la de paz y justicia? Tras enconadas y prolongadas contiendas y sufrimientos no resulta fácil olvidar. Ni siquiera sería bueno hacerlo, ya que la memoria es precisa para las tareas de la justicia y de la verdad, y es necesaria, por otra parte, para no recaer en los errores y desviaciones del pasado. Pero el recordar, sin embargo, puede convertirse también en un obstáculo para restañar las heridas del pasado y en un freno para avanzar por el camino de la reconciliación y la paz.
Suele ser habitual que tras largos conflictos, sellada la paz, tenga lugar una amnistía general. Es lo que aconteció en España con la llegada de la democracia. En esta nueva situación, la Constitución prohibe la amnistía y los indultos generales. Lo previsible, por ello, es que aquí se busquen con generosidad otros resquicios que la ley y su interpretación dejan abiertos. Pero retomemos el hilo de la amnistía, cuyo nombre, como es sabido, tiene una raíz que significa olvido. ¿Se trata entonces, sin más, de hacer borrón y cuenta nueva –lo que parecería confirmar la virtualidad jurídica de la amnistía, que borra no sólo la pena, sino también el delito-?
La memoria, insisto, es necesaria: para no recaer en los tropiezos del pasado, para ayudar a superarlo, para dar impulso al establecimiento de un tipo de relación y de convivencia nuevos. Pero la memoria entraña sus dificultades. Entre nosotros, para empezar, se reivindica a menudo una memoria, por parte de algunos sectores, muy desmemoriada. Quiero decir que los mismos sectores sociales y políticos que la demandan con fuerza, están negando por otra parte el derecho a la memoria de quienes, a estas alturas de nuestro devenir democrático, todavía andan buscando las tumbas y la rehabilitación de sus familiares fusilados durante la incivil contienda que asoló España.
Otra dificultad viene de la tentación de desfigurar lo pasado. Puede que éste, como un espejo, nos devuelva una imagen de nosotros mismos que no nos guste demasiado, o que nos inste a entrar en un proceso de autocrítica, rectificación y petición de perdón para el que no estamos preparados o dispuestos. Por cierto, loablemente y con una concreción que es de agradecer, algún grupo político ya ha entrado en ese proceso. La parcialidad y el sectarismo en la recuperación de la memoria, finalmente, como forma de manipulación de la misma, constituye una tercera dificultad a añadir a las ya mencionadas. Tiene la triste virtualidad de reforzar la división y el maniqueísmo sociales y políticos.
Por tanto, ¿cómo llevar adelante las tareas de la memoria? El pasado, ciertamente, no se puede convertir en una losa que impida abordar los graves desafíos del presente y del futuro. Ni puede llegar a ser una especie de residencia permanente en la que instalarse, para, desde ella, negar a los ciudadanos y ciudadanas su libertad y responsabilidad ante el hoy, el aquí y ahora. Por eso, para evitar que la memoria se convierta en un obstáculo paralizante, debemos cargar con ella, sí, pero a la espalda, para no tener permanente y obsesivamente ante los ojos las heridas, los agravios y las injusticias.
Los creyentes decimos que esto es, justamente, lo que hace el Señor con nuestros pecados: que se los echa a la espalda o que los arroja al fondo del mar. En resumen, hay que recordar como quien olvida. Y hay que olvidar recordando, porque quedan las cicatrices. La misma palabra re-cordar alude a una memoria que pasa por el corazón, a una memoria que quiere ser cordial.
Perdón y reconcialiación
La reconciliación necesitará tiempo, será tarea larga. Al igual que la justicia y la memoria no conforman simples retos para un después, para mañana. En la medida de lo posible, deben ser ya tareas del hoy.
He hecho mención a un tiempo largo. No en vano se trata de desenredar una gruesa madeja de prejuicios, malos entendidos, sospechas, resentimientos, acusaciones, agravios, rechazos... Nada hay más irreal que la falsa imagen que alguien podría forjarse de una especie de buenismo general, instalado por obra y gracia del alto el fuego, al que estaríamos llamando angelicalmente.
La reconciliación es imprescindible. No ya sólo para una situación efectivamente normalizada, sino, más aún, para una situación de paz. Y el objetivo de dicha reconciliación es un nuevo nosotros, restañador de las fracturas vividas y superador de nuestros viejos problemas de convivencia entre nosotros mismos y con el Estado.
Tengo la convicción de que, para una plena reconciliación, deberá entrar en juego el perdón –y el reconocimiento del mal causado y el consiguiente arrepentimiento, por supuesto-. Considero, igualmente, que no es demasiado pronto para hablar de ello. Y reconozco, simultáneamente, las grandes dificultades del perdón y que éste no puede ser forzado o impuesto. Hay que dar tiempo, pues, a que las condiciones personales y sociales maduren. Dicho esto, me gustaría ir concluyendo con tres apuntes.
Desde la polarización agresiva, el perdón y la reconciliación son casi imposibles. Desde un esquema permanentemente enrostrado de vencedores y vencidos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables, buenos y malos, ¡qué difícil resulta el perdón! Hemos de comenzar por reconocer que, en cierto modo, nadie hay que sea pura y totalmente inocente; que, por acción u omisión, por pasiva ignorancia o cómoda indiferencia, por empecinada ceguera o rígida instalación en las propias posiciones, todos hemos sido cómplices del conflicto, con su saldo trágico e inhumano y su carga de irracionalidad, en algún grado y medida. En este sentido, todos somos deudores. Lo que comporta que, para que pueda abrirse un futuro nuevo, tanto como perdonar necesitamos ser perdonados. El maniqueísmo cierra las puertas a esta posibilidad. Ni admite la deuda, ni menos cualquier grado de insolvencia, por mínimo que sea, respecto a lo mal hecho o al mal hecho. No es cuestión de diluir responsabilidades o equipararlas. Aparte de no ser objetivo, tampoco sería justo. De lo que aquí se trata es de ser autocríticos, de flexibilizar las posiciones propias, de asentar condiciones para la paz.
Mi segundo y tercer apunte van muy unidos. Se trata de no olvidar, en primer lugar, ese punto de gratuidad e incondicionalidad que el perdón tiene y que hace que se anticipe, que sea primero, que sea previo. Con lo que, aunque lo comprenda y aun disculpe, no comparto aquello que públicamente muchos dicen: “Primero que me pidan perdón y, entonces, ya veremos”. El arrepentimiento y la petición de perdón es sin duda condición para que el perdón ofrecido despliegue en quien lo recibe todo su potencial curativo, apaciguador y restaurador, y no quede estéril. De todos modos, pienso que de muchos de estos potenciales receptores, todavía y por algún tiempo, lo máximo que cabe esperar es el compromiso de no reincidir.
Pero aquí entra en juego el tercer apunte, el del carácter liberador del perdón. Y no sólo para quien lo recibe, sino también para quien lo otorga. Porque el perdón que se da y se acoge tiene de por sí la virtud de tocar las fibras más hondas y de poner en ejercicio los resortes más nobles. Es una experiencia humana comprobada que el amor o la fraternidad que recibimos, pueden hacernos renacer a un amor y una fraternidad que estaban bloqueados o dormidos. Y de esto se trata a fin de cuentas.
Termino. Hemos de saber que, como alguien dijo, “al crudo invierno vivido probablemente le siga una gris y poco romántica primavera”. Pero no dejará de ser primavera, que es lo que importa.
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