Imanol Zubero
Las víctimas y nosotros, que las quisimos tan poco
(Hika, 175zka, 2006eko martxoa)
... Mientras el asesinato de un hombre sólo parezca indignarlo en la medida en que ese hombre comparta sus ideas.
Albert Camus, “Por qué España”, Combat, diciembre de 1948.
Vaya por delante mi sincero reconocimiento por esta iniciativa de abordar en, por, para y desde hika la compleja cuestión de las víctimas. En, por, para y desde... ¿Tal vez también contra hika? No es baladí ese encadenamiento de preposiciones. Todas y cada una de ellas podrían estirarse hasta conformar un argumentario cuyo núcleo fuera la siguiente cuestión: ¿por qué la izquierda vasca ha sido incapaz de desarrollar una perspectiva y una estrategia de intervención propias en relación al drama de las víctimas del terrorismo? Me refiero a la izquierda vasca no socialdemócrata, a la que se sitúa a sí misma más allá del PSE, pues esta otra izquierda vasca, la organizada en torno al socialismo más tradicional, no sólo ha militado en la causa de las víctimas sino que ella misma ha sido víctima del terrorismo de ETA.
Y es que, hay que asumirlo, la izquierda no socialdemócrata vasca nunca se ha sentido cómoda con las víctimas del terrorismo. Nunca. Tal vez porque, muy al principio, se consideraba, que las víctimas de ETA eran, en lo fundamental, el enemigo. No sólo era la izquierda quien lo veía así: recordemos aquellas multitudinarias verbenas del verano de 1974, en las que en nuestras plazas se coreaba aquel “voló, voló, Carrero voló”, acompañado de una animada coreografía de jerseys lanzados al aire. Es verdad que, también desde el principio, la actividad armada de ETA provocaba víctimas a las que no era tan sencillo situar en el otro bando: trabajadores, profesionales, periodistas o, simplemente, personas (también niños) que pasaban por ahí. Todas estas víctimas eran reducidas, en la práctica, a la inhumana categoría de daños colaterales o de consecuencias no queridas del conflicto.
El caso es que, la izquierda vasca ha abandonado el espacio de las víctimas. Y resulta sumamente interesante atender a la manera en que este abandono se ha producido: despolitizándolas, despojando a las víctimas de toda dimensión política. Cuanto más se afirmaba el carácter político de la violencia, más se ha querido reducir a las víctimas a un papel pasivo. Cuanto más político era el victimario, menos política era la víctima. Se da dado significado político a la muerte provocada, pero se ha eliminado todo valor político de la vida arrebatada. Y yo me pregunto: si en el marco del llamado conflicto vasco matar es más que matar, ¿por qué vivir o morir se ha reducido a vivir o morir?
La emancipación, víctima de la violencia
En raras ocasiones se analizan las dificultades a las que se enfrentan los proyectos emancipatorios desde el reconocimiento de la debilidad de los propios proyectos. Porque el recurso a la violencia descansa, en el fondo, en el desconocimiento de los procesos más profundos que configuran la realidad social. Escribió también Rosa Luxenburg: "La práctica del socialismo exige una completa transformación espiritual en las masas degradadas por siglos de dominación burguesas. Instintos sociales en lugar de instintos egoístas, iniciativa de las masas en lugar de inercia, idealismo capaz de pasar por encima de cualquier sufrimiento, etc. Nadie lo sabe mejor que Lenin. Sólo se engaña completamente sobre los medios: decretos, poderes dictatoriales de los directores de fábrica, penas draconianas, reinado del terror, todo esto no es, en definitiva, sino métodos que frenan ese renacer. El único camino que a él conduce, es la escuela misma de la vida pública, la más ilimitada y amplia democracia de la opinión pública. Es justamente el terror lo que desmoraliza". Y con extraordinaria ceguera, se recurre a la violencia con la pretensión vana de ensanchar el espacio social de una debilitada práctica emancipatoria sin reparar en que la violencia no hace sino desmoralizar (en el doble sentido de retraer y de truncar la relación medios-fines) cualquier propuesta emancipatoria.
Se forja así un círculo vicioso como resultado del cual la izquierda es la gran perdedora: la persistencia de la violencia debilita a la izquierda, esta debilidad hace inviables a medio plazo las transformaciones profundas, y esta imposibilidad se utiliza para argumentar la necesidad de la violencia para lograr transformaciones profundas.
La tarea de transformar el mundo sigue teniendo hoy como principal amenaza aquella tentación que denunciara en 1952 Albert Camus: la de sustentarse en una “ideología que sustituye la realidad viviente por una sucesión lógica de acontecimientos”. El caso del País Vasco es, en este sentido, dolorosamente paradigmático. En los últimos años nuestro país se ha convertido en el paraíso de ideólogos y económetras, de filósofos políticos puros y de moralistas escolásticos, de genios de lo jurídico y expertos en política creativa. La pizarra es el escenario favorito de todos ellos, donde vuelcan sus ecuaciones lineales y plasman sus juegos de estrategia. Planificadores implacables, la lógica de los acontecimientos sustituye a la realidad viviente, sufriente y agonizante. Se mira tanto al futuro que se acaba por perder contacto con el presente. La fe, combustible de la voluntad, mueve montañas, nos dicen. El objetivo es generar propuestas ilusionantes. Todo es posible. Lo único que debemos hacer es dar el salto cuántico de la fe: siempre que lo queramos con convicción, seremos lo que queramos ser. Aunque cada vez seamos menos, o seamos peores. ¿Aunque nuestro sueño sea la pesadilla de otros?
Todos los victimarios se ocultan tras la máscara de la necesidad histórica, que les redime de sus crímenes y les exime de pedir perdón. Si acaso, serán otros los que tengan que pedir perdón, o pedirlo antes que ellos, o pedirlo con más fuerza y sentimiento. Ellos no, ¿por qué razón tendrían que hacerlo? ¿de qué habrían de arrepentirse? Hicieron lo que tenían que hacer. La historia les juzgará con la ecuanimidad que proporciona el frío paso del tiempo. La historia que todo lo absuelve al ponerlo en su lugar, al contextualizarlo, al permitir una lectura de adelante hacia atrás que acabe por encontrar explicable cualquier acto.
Pero si algo salva nuestra humanidad, si algo impide que el papel del ser humano y sus sufrimientos quede obscenamente trivializado, es la negativa a someternos al dictado de la historia. Reivindicar tozudamente nuestra capacidad de juzgar la historia: eso es lo único que impide que todos los hechos, hasta los más bárbaros, queden subsumidos y sublimados en la generosa corriente de la historia. La historia no puede convertirse en la teodicea que atempere los sufrimientos y otorgue sentido a los sinsentidos. Todo proceso histórico genera incómodos residuos que nadie puede reciclar: las víctimas. Pretender reducirlas a engranaje del proceso histórico, a combustible necesario para el avance social, político o económico, es volver a asesinarlas. Ninguna mejora, ningún avance, puede hacer justicia a las víctimas ni modifica la injusticia y el absurdo de los sufrimientos provocados.
Cicerón escribió una hermosa fórmula de inmortalidad laica que podría ser el objetivo de la reconciliación: “En consecuencia también los ausentes están presentes y, cosa que es más difícil de decir, los muertos viven”. Pero, ¿cómo hacerlo? Solo sé que hemos de huir de toda tentación de reconciliaciones apresuradas (Schreiter); a pesar de que las víctimas molesten al ser un recordatorio permanente de lo que hemos hecho o hemos permitido que se haga en nuestro nombre.
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