Iñaki Markez, Isabel Izarzugaza, Itziar Larizgoitia
La violencia: ¿Un problema de salud pública?
(Hika, 175zka. 2006eko martxoa)

            En 1996, la asamblea de la Organización Mundial de la Salud consideró a la violencia como uno de los principales problemas de salud pública susceptible de estudio e intervención. El año 2002 la OMS publicó el informe sobre Salud y Violencia, el cual distingue varias categorías de violencia, en función de la relación principal entre los agentes involucrados. Así, se distingue la violencia auto-infligida, la violencia interpersonal caracterizada por involucrar a un número reducido de personas bien relacionadas emocionalmente entre sí (violencia doméstica) o no (violencia de comunidad), y finalmente la violencia colectiva. Ésta, según la OMS, se define como la violencia ejercida contra una comunidad con el objetivo de avanzar un proyecto social determinado. La definición operativa de este tipo de violencia es la siguiente: “el uso instrumental de la violencia por gente que se identifica a sí misma como miembros de un grupo, ya sea transitorio o de larga duración, contra otro grupo o conjunto de individuos, con el fin de conseguir una serie de objetivos políticos, económicos o sociales”.
            La violencia colectiva se da a menudo en el marco de conflictos políticos importantes. Se ha constatado que el mero conflicto aumenta la solidaridad o cohesión en el interior de cada grupo. La percepción mutua desfavorable y las interacciones hostiles se efectúan en espejo, desatando una escalada de conflictos. Según se va desarrollando el conflicto, la comunicación entre ambos grupos disminuye, la afectividad de la comunicación es cada vez más hostil y la comunicación tiende a distorsionarse y un contenido neutro tiende a ser percibido como hostil.
            La historia del Estado español se ha caracterizado, al igual que la de otros estados de su entorno geográfico y cultural, por una relativa continuidad de episodios de violencia colectiva; los cuales, aunque de manera residual y concentrados alrededor de escasos discursos ideológicos, han llegado hasta nuestros días. Los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid han marcado el comienzo de un nuevo discurso sobre la violencia, cuyo alcance aún es difícil de precisar. A pesar de la disminución cuantitativa de la violencia colectiva tradicional, su impacto, no sólo entre víctimas y allegados sino en amplios colectivos sociales, se supone aún profundo, tal como se percibe repetidamente en encuestas y sondeos de opinión y en el eco que se recibe en la opinión pública. Y aunque su impacto en dinámicas colectivas, sociales y políticas es altamente significativo, aún no se ha producido un posicionamiento claro sobre el papel de la salud pública en el estudio y abordaje de la violencia.

Violencia colectiva de tiempo atrás

             La violencia política es un tipo de violencia colectiva que persigue la imposición de una agenda política mediante la agresión a personas o colectivos de una comunidad. El hecho de mayor trascendencia asociado a la violencia es indudablemente la mortalidad, y el aspecto más fácilmente observable son las lesiones por causas externas (agresiones directas). El impacto emocional de la violencia excede el ámbito directo de sus víctimas. Las alteraciones emocionales producidas ante un hecho violento pueden sucederse entre testigos presenciales de la violencia, entre quienes prestan auxilio, o incluso entre los familiares y allegados de las víctimas directas. No han sufrido directamente el hecho violento, son víctimas secundarias, igualmente víctimas.
            A los efectos en la salud, la violencia colectiva añade otros efectos psicosociales que no son reducibles al impacto individual. La victimización secundaria por rememoración o sensibilización es especialmente importante. Además, la violencia colectiva puede instaurar un clima emocional de miedo, ansiedad e inseguridad; producir mayor aislamiento y menor confianza social e institucional. El trauma psicosocial expresa la cristalización en individuos de relaciones sociales basadas en la violencia, la polarización social y las creencias estereotipadas. La desesperanza, la desconexión cognitiva (atención, lenguaje, percepción,...), las conductas evitativas, el abuso de sustancias tóxicas, etc., son frecuentes.
            Los niños y adolescentes pueden verse atrapados en un discurso legitimador de la violencia, quizá también protegidos psicológicamente. Precisamente, la principal fuente de resistencia al trauma está en la solidez del tejido social de los supervivientes, y en su convicción ideológica. El clima social dominado por el miedo, el odio y la ansiedad, el trauma psicosocial, la pérdida de autoestima, la desesperanza, y la sensación de injusticia de las víctimas pueden facilitar la perpetuación de la violencia.
            Además, la violencia está asociada a conductas auto-destructivas, como el consumo de alcohol y otras drogas. Es relativamente frecuente que los victimarios recurran al consumo de sustancias nocivas, pero también es relativamente frecuente que personas que viven en ambientes violentos recurran al consumo de alcohol y drogas como una vía de escape.
            Conocemos cifras de muertos y heridos, con algunas variaciones según la procedencia. Se estima que en las últimas cuatro décadas se han producido hasta 1.221 víctimas mortales atribuidas a grupos como ETA, ETA (pm), CAA, GRAPO, Batallón Vasco Español, GAL, Triple A y otros grupos; aunque no todas han sido reconocidas. Otros 113 miembros de estos grupos murieron de forma violenta. Hasta 1982, cerca de 90 personas murieron a manos de las Fuerzas de Seguridad en controles de tráfico, manifestaciones o dependencias policiales. Cincuenta y cinco personas fueron secuestradas, de las cuales 12 murieron a manos de sus secuestradores. Algunas otras muertes y suicidios entre presos y simpatizantes de ETA han sido atribuidos por sus allegados al clima de violencia.
            El número de heridos en enfrentamientos es difícil de estimar. Al menos se contabilizan 3.200 heridos por actos de terrorismo hasta fines del año 2002. Hasta 1981 se registraron más de 2.000 personas heridas de consideración en enfrentamientos con la policía. Los atentados del 11-M en Madrid causaron 192 muertos y alrededor de 2.000 heridos. En los últimos 25 años se han denunciado más de 5.000 víctimas de tortura, aunque la mayoría no están oficialmente confirmadas. Se podría estimar que las peticiones de resarcimiento solicitadas por los familiares de las víctimas reconocidas de ETA, GRAPO y GAL son víctimas secundarias. Asociaciones de víctimas contabilizan a unos 8.000 familiares y a este cómputo podrían agregarse los familiares de los 113 miembros de grupos terroristas muertos y los de los casi 700 presos en la actualidad... y otros muchos anteriormente. Demasiadas víctimas aunque no lo hayan sido o lo sean de igual manera.
            Conocemos cifras, pero muy poco del impacto sobre la salud y menos aún de las repercusiones a largo plazo en la salud mental. Un estudio reciente señala que casi un 40% de víctimas primarias de atentados en España están con riesgo de presentar alguna enfermedad psiquiátrica: insomnio, conductas de evitación, depresión, ansiedad, trastornos emocionales, o los sonados trastornos de estrés postraumático. Se sabe, por estudios en otros países, de los efectos de la socialización del sufrimiento: la cronificación de enfermedades mentales severas. Por ello es más sorprendente la ignorancia, la inexistencia de medición alguna del impacto sobre las víctimas directas y, también, sobre la población general. Tímidamente se ha comenzado a contabilizar el coste humano de este tipo de violencia aunque, no obstante, el análisis de la violencia política desde otra perspectiva distinta al discurso político, sociológico, jurídico o policial continúa siendo difícil.
            Sólo recientemente se está comenzando a percibir que la violencia, a pesar de que responde a determinantes que exceden el ámbito estrictamente sanitario, también es un problema de salud pública, responsable de muerte y de carga de enfermedad evitables. La interpretación de la violencia como problema de salud pública está sin duda sujeta a matices. No resulta evidente comprender cuál será el valor añadido de las acciones de salud pública en la búsqueda de soluciones. Es probable que las respuestas a este interrogante vayan surgiendo del debate, estudio y trabajo de los profesionales y grupos interesados en la solución de este problema.
            Nos atreveríamos a decir que la existencia de la violencia y una cierta cultura emocional conforman una peligrosa epidemia incompatible con los usos democráticos; y en la medida en que esta contradicción se haga evidente en nuestra sociedad, la violencia comenzaría a poder percibirse y a desvelarse como el problema que es para la salud y dignidad de sus víctimas; incluyendo, tal vez, las de aquellas víctimas convertidas coyunturalmente en victimarios.

Asistencia que incluya la salud pública

            Hasta muy recientemente, no se han comprendido los efectos a largo plazo generados por el trauma. Uno de los riesgos más importantes es que la victimización y sentido de injusticia de las víctimas del trauma, sus heridas no curadas, puedan resurgir con un sentido de venganza y destrucción. Aunque el reconocimiento de los efectos a largo plazo del trauma puede servir para compensar el nivel de sufrimiento de estas personas, los efectos sociales de estos fenómenos no han sido demasiado estudiados. Queda pendiente el abordaje de cuestiones fundamentales como es la reparación social y el papel de los vínculos sociales en el control del sufrimiento individual, para prevenir su extensión al tejido social y su transmisión a la siguiente generación.
            La red de factores que explicarían el desencadenamiento y reproducción de la violencia es ciertamente compleja. Su adecuada comprensión requiere de modelos teóricos que exceden el ámbito disciplinario tradicional de la salud pública. Su abordaje efectivo, también. No obstante, su transmisión, manifestaciones y efectos siguen ciertas reglas, algunas de las cuales han sido estudiadas desde otros ámbitos de conocimiento. Es, en definitiva, un sujeto susceptible de estudio científico, al que la epidemiología podría aportar métodos y modelos explicativos complementarios que faciliten su comprensión. Es, sobre todo, una causa importante de sufrimiento, morbilidad y muerte, y como tal, puede ser también un objeto de intervención desde la salud pública, a la vez que social. De hecho, la OMS reconoce el papel de las estructuras de salud pública en el abordaje de la violencia, e insta a emprender medidas que aborden este problema mediante su caracterización y evaluación de su impacto, y mediante la adopción de intervenciones dirigidas a prevenir sus efectos en la salud de las personas.
            Llegar a identificar el valor añadido que pueden ofrecer las metodologías y las estructuras de epidemiología y salud pública, para contribuir, desde esta perspectiva, al tratamiento del problema de la violencia puede ser de gran interés. Este proceso podría verse facilitado por la reflexión tanto en el área de investigación como de intervención. Algo que, quizá, las sociedades científicas de salud pública puedan incluso propiciar. Con el reconocimiento y apoyo social, con atención y cuidados profesionales necesarios, ayudando siempre a minimizar el sufrimiento. Teniendo presente que el apoyo social es muy distinto a ese abusivo recordatorio de acontecimientos traumáticos.