Javier Ortiz murió el pasado 28 de abril
(Página Abierta, 202, mayo-junio de 2009)

Tenía 61 años. Hasta el último momento de su vida siguió haciendo lo que, incansable, deseaba a diario: escribir. Oír las noticias, leer, darle vueltas sobre ello en la cabeza y lanzarse a tumba abierta a comentarlo. Javier formó parte del conjunto de organizaciones que constituían el MC y estuvo al frente de diversas publicaciones que precedieron a Página Abierta; publicaciones relacionadas con el pasado de las asociaciones y colectivos -como ahora Acciónenred- que sostienen nuestra revista y el pensamiento crítico que buscamos difundir. Con un dolor especial le recordamos aquí; a él, en su intenso quehacer, a su precisa manera de escribir y a su peculiar forma de contarnos sus sentires (¿qué diría del uso en plural de este sustantivo?).


Obituario

Si sigues respirando y el corazón te late, no te dan por muerto.
Así que en ésas estamos (bueno, él ya no).
Javier Ortiz fue el sexto hijo de una maestra de Irún, María Estévez Sáez, y de un gestor administrativo madrileño, José María Ortiz Crouselles. Sus abuelos fueron, respectivamente, un señor de Granada con aspecto de policía -lo que tal vez se justifique considerando el hecho de que era policía-, una señora muy agradable y culta con allure y apellido del Rosellón, un honrado y discreto carabinero orensano con habilidades de pendolista y una viuda de Haro casada en segundas nupcias con el recién mencionado, Javier Estévez Cartelle, del que se derivó el nombre de pila de nuestro recién difunto. Si algún interés tienen todos estos antecedentes, cosa que dista de estar clara, es el de demostrar que, en contra de lo que suele pretenderse, el cruce de razas no mejora el producto. (Obsérvese qué gran variedad de procedencias se puso en juego para acabar fabricando a un vasco calvo y bajito.)
La infancia de Javier Ortiz transcurrió en San Sebastián, ciudad que le venía muy a mano, porque nació allí. Se dedicó básicamente a mirar lo que había por sus cercanías, en particular el pecho de las señoras -ahora que ya está muerto podemos descubrir ese inocente secreto suyo-, y a estudiar cosas tan peregrinas como las ciudades costeras del Perú, de las que no logró olvidarse hasta su postrer respiro. Los jesuitas trataron de encauzarlo por el buen camino, pero él descubrió muy pronto que era comunista. Eso malogró del todo su carrera religiosa, ya de por sí poco prometedora, sobre todo desde que notó con desagrado el interés que algunos sacerdotes ponían en sus partes pudendas.
Su primer trabajo como escribidor, aparecido en una página del periódico del colegio, fue, curiosamente, una necrológica, con lo que cabría decir que su carrera como periodista ha resultado capicúa, singular circunstancia de la que muy pocos podrían presumir, aún en el improbable caso de que lo pretendieran.
A los 15 años, hastiado de las injusticias humanas -algunas de las cuales seguían teniendo como referencia obsesiva los pechos femeninos-, decidió hacerse marxista-leninista. Los años siguientes tuvo que emplearlos en averiguar qué era eso que acababa de hacerse, a lo que contribuyeron decisivamente algunos esforzados miembros de la Policía política franquista.
A partir de lo cual, se dedicó con gran entusiasmo a cultivar el noble género del panfleto. Sin parar. A diario. Año tras año. Fue cambiando de punto de residencia, no siempre por voluntad propia -ahí merecen especial mención sus estancias carcelarias y su exilio, primero en Burdeos, luego en París-, pero jamás varió su inquebrantable afán de agitador político, que él pretendía haber adquirido, por absurdo que parezca -y sea, de hecho-, en la lectura de Los documentos póstumos del Club Pickwick, de don Carlos Dickens, y de las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Padarox, de don Pío Baroja.
Burdeos, París, Barcelona, Madrid, Bilbao, Aigües, Santander... Recorrió incontables sitios y holló innúmeros parajes sin parar de escribir, erre que erre. Zutik!, Servir al Pueblo, Saida, Liberación -y Mar, y Mediterranean Magazine-  y El Mundo, y una docena de libros, y varias radios, y algunas televisiones... Por escribir, incluso escribió para otros y otras, ejerciendo de negro en momentos de particular penuria. También lo hizo a veces por amistad.
Movido por la lectura del Selecciones de Reader’s Digest y otras publicaciones estadounidenses tan aficionadas a ese género de operaciones, un día decidió calcular cuántos kilómetros cubrirían sus escritos, en el caso de colocarlos todos en una sola larguísima línea de cuerpo 12. El resultado de la estimación fue concluyente: ocuparían la tira.
En materia de amores (de la que sería injusto decir que careciera de alguna experiencia), también fue capicúa. Decía que las mejores mujeres, las más cariñosas y las más nobles con las que compartió sus días (sin desdeñar dogmáticamente a ninguna otra), le resultaron la primera y la última. Aunque la favorita le apareciera por medio: su hija Ane.
Y todo para acabar con algo tan vulgar como la muerte. Por parada cardio-respiratoria, como queda dicho. En fin, otro puesto de trabajo disponible. Algo es algo.

<http://www.javierortiz.net>

Rafael Chirbes
A Javier Ortiz

Tan generoso, como cuidadoso. Escribía como los ángeles, pero él lo negaba. “Me conformo con no maltratar la gramática”, decía. Sabía lo importante que es cumplir con las reglas del lenguaje, convencido de que la sintaxis y la gramática son una forma de lucha por la razón, la verdad y, si se me apura, hasta por la justicia.
Cuando uno hace trampas con el lenguaje es que está queriendo hacerlas en la vida. Odiaba la pedantería, la marrullería, la falta de lógica disfrazada de genialidad. Las detectaba en lo que leía, y se reía de ellas a carcajada limpia.
Cuando, a fines de los ochenta, escribí mi primera novela, le pedí que me ayudase a corregirla. Fueron ocho o diez horas en compañía de una botella de whisky, que nos abandonó a mitad de trayecto: destripamos el libro sin dejar acento, punto ni coma sin discutir.
Pasados seis años, al leer otra de mis novelas, le extrañó encontrarse con cierta palabra. “No parece tuya”, me dijo. Le parecía cursi, y no me veía escribiéndola.
Acertó de pleno: había detectado la única palabra en todo el libro que no era mía. Me había decidido a cambiarla a última hora, aceptando la opinión del corrector. A mí, una vez impresa, también me perseguía.
Así de fino tenía Javier el olfato para detectar las imposturas. Así de cuidadoso era con los códigos -también con el de la amistad-; y así de bien me conocía, y, no sé por qué -a pesar de conocerme-, me quería. Yo a él también lo quería mucho, precisamente porque lo conocía.
(Texto leído por el autor en el homenaje a Javier Ortiz montado por Javier Vizcaíno <http://www.javierortiz.net/jor/tributo/esencia-de-javier-ortiz-por-javier-vizcaino> el 3 de mayo pasado en el programa de Radio Euskadi "Más que palabras").

Julen Iturbe
La muerte de Javier Ortiz

Como a mucha otra gente supongo, me asalta de vez en cuando la idea de la muerte. Y de momento me cuesta horrores imaginar la mía. Sí puedo, en cambio, imaginar sin problema la de otras personas. Disculpad por ello.
Javier Ortiz ha muerto. Él ya sabía que moriría y lo anticipó <http://www.javierortiz.net/../../dedo/sueno-con-jamaica>. Jugó sobre seguro, ningún riesgo en el gesto de escribir su obituario. ¿Y cómo es la muerte de este hombre? Un acontecimiento que concita burla al destino y dolor sometido. Pocas personas podrán presumir de lápiz tan afilado como el suyo. Que se prepare la eternidad, sea lo que sea.
El cementerio no sabe cómo albergar a un incinerado. ¿Tanto espacio para tan poca cosa? Hay una contradicción en las medidas. El camposanto sirve para concentrar a los muertos y hacer que sea fácil recrear el dolor. Lágrima conduce a lágrima, el círculo tortuoso de sufrir para continuar sufriendo. Un motivo para vivir: el sufrimiento. Lo siento, no comlugo con la idea.
Javier Ortiz ha muerto dejando un “puesto de trabajo vacante”. Ahí sí que nos ha mentido, tenemos que reconocerlo. Su teclado ocupaba muchos huecos, nada comparable a un simple puesto de trabajo. De acuerdo en que ayuda a simplificar la muerte. Y eso se agradece. Allá en el hueco no queda nada. Pero me temo que es imposible tapar tantos huecos.
Sólo coincidí una vez con él en Más Que Palabras <http://www.eitb.com/radioeuskadi/masquepalabras>. Claro que para mí resultó ser un monstruo. Un monstruo agradable que me ganaría todas las veces que quisiéramos jugar a la conversación ácida.
Un día que hice limpieza me cargué su feed del Reader. Pero eso no hizo que desapareciera su presencia. Este hombre era otra cosa. Ahora que está muerto, podríamos alabarlo. Pero lo mismo se mosquea y escribe alguna puyita. Así que mejor no me paso.
De todas formas, Javier, te agradecería si envías algún artículo y explicas qué cojones pasa cuando te mueres. Sería un hermoso detalle.

(<http://www.turismo20.com/profile/Julentxu>)