Javier de Lucas

Ciudadanía, democracia, desobediencia
(Levante, 15 de marzo de 2004)

Soy uno de los manifestantes ilegales. Uno de los que salió a la calle el sábado, día de reflexión. El hijo de un amigo se gastó su saldo de teléfono llamando a un montón de gente. Ricard llamó a Juan Carlos, que me llamó a mí. Yo avisé a Sofía, a María, a Roger y a Miquel. A las ocho nos encontramos en San Agustín. Al principio, una docena. Poco a poco nos reunimos algo más de un millar de personas. No vi carnés ni pancartas de partidos. Vi a amigos y conocidos  –Nico, Carlos, Manolo, Osman, Isabel, Mimi–  y a muchos otros que no conozco.
No sabíamos muy bien cómo hacerlo, pero teníamos que expresar nuestra indignación por la manipulación evidente de la información acerca de la autoría de los atentados de Madrid y exigir que cesara. A esas horas ya sabíamos lo que había contado TV-3 y lo que la Ser había anunciado, pese al desmentido rotundo del director del CNI. Ya habíamos visto las increíbles e irresponsables, por manipuladoras, comparecencias del ministro-Pinocho y del ministro del detergente. Ya habíamos visto de lo que era capaz la ministra Palacio en su empeño de que no se hablara de otra cosa que de ETA. Y queríamos decir que no hay derecho a que enmascaren información relevante acerca de hechos que han costado la vida a doscientas personas y dejan marcadas para siempre a más de dos mil familias. Porque la cuestión no es que sea ETA o Al-Qaeda, sino que no nos engañen sobre una tragedia para aprovecharse. Y fuimos a decirlo ante la sede del PP, el partido del Gobierno, el responsable de gestionar esta crisis. El mismo que en el Parlamento celebró la victoria en la votación relacionada con la entrada en la guerra con vítores, como si fuera la Champion’s League, como en las escenas de la euforia de los jóvenes del Sur en el baile de Lo que el viento se llevó.
Fui a la manifestación del sábado, día de reflexión, después de pensar (incluso de reflexionar) acerca de lo que había que hacer. Y una y otra vez saqué la conclusión de que antes de votar se necesita información, y las noticias que recibíamos desde el día 12, la gravedad de lo que estaba sucediendo, me hacían pensar que estábamos viviendo un secuestro indigno, un atentado contra lo más elemental en democracia: el derecho a recibir información libremente. Y concluí que la ciudadanía, en democracia, es activa, y la desobediencia una exigencia cuando la democracia está en riesgo. Y que la ciudadanía que ejerce libremente ese derecho no actúa ilegítimamente.
Ya sé que dicen que interrumpimos la reflexión (sobre todo entendida como la ausencia de movimiento) que se asigna al día de antes. Y que lo hicimos de la manera ilegítima. Ya sé que dicen que exigir la verdad antes de ir a votar perturbaba a quienes reflexionaban a base de pasarnos por televisión reportajes e incluso películas sobre ETA y sobre la necesidad de cerrar filas en la guerra contra el terrorismo. Ya sé que dicen que fue una impertinencia volver a tocar la cacerola esa noche, como en aquellos lejanos días en los que los niños y las mujeres de Bagdad o Tikrit morían enterrados por bombas limpias e inteligentes, porque sé que de éstas dicen que fueron víctimas colaterales, el coste inevitable de una guerra justa contra los que amenazaban nuestra seguridad. Pero estoy convencido de que eso que dicen es mentira. Y por eso estoy contento de haber ido. Más aún cuando la apuesta por la manipulación, la crispación y la guerra ha tenido una respuesta contundente de la ciudadanía.
Ése es el resultado del voto del domingo, un voto para exigir un cambio a fondo en el modo de hacer política. Para basarla en el respeto a la pluralidad, al diálogo y a  la negociación, y al protagonismo de la ciudadanía, que ésas son las apuestas que han obtenido el respaldo de los ciudadanos. A mi juicio, incluso más que un programa electoral, el del PSOE, pues los votos recibidos por ese partido lo son en gran medida por aquellas razones, más incluso que por su propio programa. Queda mucho trabajo por delante y muy complejo. ¡Suerte!