Javier de Lucas
Voces y ecos de las elecciones en Francia
(Página Abierta, 183, julio de 2007)
Acaba de terminar el ciclo electoral francés de 2007, el de las presidenciales y luego las legislativas, según el modelo adoptado con la reforma constitucional que pasó del septenato al quinquenato y que, al invertir el orden de las elecciones, provoca que las segundas sean una suerte de eco de las primeras. Sus resultados requieren, a mi juicio, un análisis que insista en los matices, pues está lejos de la interpretación tan propagada como habitual que bordea el maniqueísmo. O, dicho de otro modo, necesitamos una vez más distinguir voces y ecos, porque no todo es tan claro como parece. Aunque, a mi juicio, sí está claro que la derecha ha alcanzado una victoria que será duradera, porque se basa en la hegemonía en el sentido gramsciano, como trataré de argumentar.
Un juego complejo
Para empezar, no creo que se pueda aceptar la tesis de que la victoria arrasadora (más del 54% de los votos, el porcentaje más alto de un candidato de derecha en la V República) de una derecha “sin complejos” responde a la necesidad del país de confiarse a un cirujano de hierro encarnado por el bonapartista Sarkozy, un personaje que se nos presenta como el arquetipo del arribista social que triunfa a base de una ambición desmesurada, expresión del liberalismo más descarnado, con el maquillaje de nacionalismo y grandeur que parecen imprescindibles entre nuestros vecinos galos y que habría sabido explotar el tópico según el cual Francia es un país profundamente conservador, de derechas más que de centro derecha. Sin duda, hay elementos pertinentes en ello, pero eso no explica la aplastante victoria de un programa que es de nueva derecha, aunque se trate de una victoria que ha experimentado una considerable y sorprendente matización en las legislativas.
Sí, es justo hablar de la sorpresa que produjeron los resultados de la segunda vuelta de las legislativas, el 17 de junio. Cuando se daba por descontado un tsunami de la derecha, impulsada por el estado de gracia del omnipresente Sarkozy (la víspera se hablaba de entre 430 y 500 diputados en una Asamblea Nacional compuesta por 577), los votos mostraron una izquierda que resiste: 323 escaños para la UMP y aliados, por 205 del PS y de sus aliados, con 18 para el PCF, 4 para los verdes y 4 para el Modem de Bayrou. Así, los comentaristas hablaron de reequilibrio, incluso de correctivo frente a la acumulación de poder de Sarkozy, que no se contenta con ser Presidente, sino que reúne las funciones efectivas de primer ministro, jefe de campaña y dueño de todos los resortes del partido UMP, hasta el punto de que, como ha denunciado el prestigioso constitucionalista Dominique Rousseau, provoca un terremoto constitucional en los cimientos de la V República, desbordando hasta el extremo el perfil presidencialista. Pero se trata de otra dulce derrota para la izquierda que no debería contribuir a espejismos, pues lo que resulta incontestable es que el proyecto del líder de la UMP cuenta con una mayoría más que suficiente para desarrollar su estrategia de choque –básicamente económica y fiscal–, un verdadero cambio social, económico y quizá político en relación con los 12 años de chiraquía, aunque posiblemente un modelo nada novedoso, pues repite, como se ha dicho, buena parte de los ingredientes de la revolución neocon en EE UU, paradójicamente en coincidencia con su declive al otro lado del Atlántico.
Insisto. Hay que reconocer que la victoria de la derecha no tiene paliativos. Y además, admitamos que en buena medida hablamos de unos resultados que, pese al maquillaje de la segunda vuelta, son –deberían ser– un verdadero terremoto para la izquierda, pues esta era una elección presidencial que, como han escrito algunos rivales de Royal, no se podía perder (1), porque las circunstancias objetivas (un candidato que encarnaba buena aparte del fracaso del Gobierno de la derecha, con un porcentaje de rechazo entre los ciudadanos cercano al 30%, unido al cansancio por los 12 años de chiraquía, un pésimo balance económico y laboral, etc.) parecían abocar a Sarkozy al fracaso.
Creo que ha habido, de un lado, una campaña desastrosa en la izquierda, con una candidata que no contaba con el apoyo del viejo aparato del Partido Socialista y que desplegó una estrategia tan bienintencionada y loable desde el punto de vista de la renovación democrática –el primado de la participación, la insistencia en interrogar a los ciudadanos sobre sus propuestas– como inadecuada estratégicamente, en un contexto de incertidumbre social, de necesidad de propuestas claras (lo que no necesariamente quiere decir conservadoras, de firmeza) ante la crisis social, económica y política que se ha ahondado en estos últimos 12 años. A la postre, el principal resorte de Royal no era tanto la ruptura democrática y el atractivo de un programa cuanto el miedo que provocaba un candidato agresivo (2). Eso no fue suficiente para generar adhesión, algo difícil cuando no se formulan propuestas suficientemente claras y concretas.
Por su parte, Sarkozy, que sí propuso tesis, incluso tesis fuertes que provocaban rechazo de algunos sectores, fue consciente de que el único obstáculo que le separaba de la presidencia era precisamente el de suscitar rechazo por un mensaje como el suyo (evidentemente, también por la memoria de su actuación como ministro del Interior) que, lejos de rassembler (“unidos todo es posible”), provocaba en muchos ciudadanos el miedo a fragmentar e incluso enfrentar aún más a la sociedad francesa. Su problema no era que le pudiera ganar la izquierda, porque la izquierda, según se vio en los resultados de la primera vuelta y se confirmó en la segunda, no representa, hoy por hoy, una mayoría suficiente. Su dificultad consistía en seguir ofreciendo firmeza –precisamente, como han confirmado los votos, lo que quería el país, fuerza para salir de la crisis– pero sin agresividad. Eso explica su discurso en la noche del 22 de abril, en el que Sarkozy evocó casi literalmente el famoso argumento de Juan Pablo II –“no tengáis miedo”–, prometiendo protección, compasión y amor a todos aquellos que se sintieran presos del miedo, de la incertidumbre, de la precariedad.
Creo, sobre todo, que ha habido un error de cálculo sobre la dimensión política –la estrategia, sí, pero también el proyecto– de quienes han construido el mensaje de Sarkozy, un programa que no se reduce a unas cuantas píldoras de demagogia maniquea de fácil digestión. No es la victoria de un programa tan demagógico como reaccionario. Y tampoco cabe explicarlo sólo en términos del éxito de una voluntad de poder, aun reconociendo la dimensión personalista, el fenómeno del individuo Sarkozy qua [como] animal político. Porque la plataforma económica y mediática que ha dado soporte a toda la estrategia y con la que guarda estrechos vínculos el aparato de poder partidista de la UMP que controla férreamente el nuevo Presidente, es clave. En cualquier caso, el error por antonomasia, menospreciar al adversario, creer que basta con exorcizar su espantajo, ha sido común entre sus adversarios.
Pese a su carácter indiscutiblemente estratégico, Sarkozy ha mostrado en sus primeras decisiones simbólicas una notable habilidad para dejar fuera de juego (en rigor, fuera de campo) a la oposición. A ello une un estilo de trabajo sin tregua en todos los ámbitos y a toda hora (de nuevo, frente a Chirac) que le acredita como el motor del cambio que prometió a los votantes. He aquí la paradoja: Sarkozy, en gran medida uno de los responsables de la gestión del último quinquenio, jefe del partido en el poder y ministro durante cuatro años, va a convertirse nada menos que en la encarnación del cambio.
Todo ello sobre la base de una firme decisión de asentar a fondo un modelo presidencialista de República en el que el Consejo de ministros es una longa manus –una comisión ejecutiva– de El Elíseo, y por eso, con la voluntad de concentrar el poder. Sin duda, los gestos no son los programas y quedarán olvidados cuando éstos se apliquen, pero sus nombramientos para componer un Gobierno de la diversidad black, bleu, beur, cuyos emblemas serían la ministra de Justicia, Rachira Dati y la secretaria de Derechos Humanos Rama Yade, y con figuras robadas a la izquierda (de Kouchner y Hirsch a Fadela Amara [3], o los socialistas arrepentidos como Besson o Jouyet), han acentuado el desconcierto de ésta y propagan la sensación de que es la derecha la que innova, la que apuesta por el cambio y por la superación de los viejos esquemas dogmáticos como los que sostienen la existencia de ideologías de izquierda y derecha, cuando lo único que cuenta hoy, ya se sabe, es quién caza más ratones y a menos coste.
Y aún me atrevería a señalar otro error de simplificación en los comentarios sobre este proceso electoral. Se ha subrayado aquí y allá que, en cierto modo, ese ciclo electoral francés de 2007 constituía un test de la capacidad de reacción del país mismo, frente a lo que se ha dado en llamar la “crisis francesa”, el mal francés, del que las revueltas de 2005 y 2006 serían un síntoma. En realidad, ese estado de malestar social –que incluso parece malheur y no sólo grogne o malaise– viene de lejos, como intentaré mostrar enseguida (4). Pero creo que se peca de optimismo al subrayar el éxito del test.
Aunque se ha dicho que las presidenciales, con una participación electoral récord en la primera vuelta, en la que votó casi el 85% de los electores (un dato confirmado en la segunda, con el 83,97%), demostraron que los ciudadanos franceses habían enviado un mensaje positivo de repolitización, de vitalidad democrática, me parece posible otra interpretación. Creo que la tesis optimista se basa en una interpretación apresurada, como lo ha mostrado el nivel de participación en las legislativas, que descendió al 60%. Probablemente, el extraordinario porcentaje de participación debería ponerse en relación ante todo con el miedo al desastre de 2002, y también con la convicción de que se trataba de un momento decisivo ante la necesidad de salir del marasmo que aqueja a Francia, de un mal, insisto, que viene de lejos.
Un malestar que viene de lejos
Como ha recordado, entre otros, S. Naïr, el mal francés tuvo su primera manifestación generalizada en el trauma nacional de la primera vuelta de las presidenciales de 2002, con el plebiscito forzado a favor de Chirac para evitar a Le Pen. Tres años después, se confirmó a través del resultado negativo del referéndum sobre el Tratado constitucional europeo en mayo de 2005, y que habría encontrado su expresión emblemática en las revueltas de otoño de 2005 y luego en las movilizaciones contra el CPE [Ley de Contrato del Primer Empleo] en 2006. El malestar francés no sería sólo un estado de melancolía ante la decadencia de Francia debido a la pérdida de centralidad o influencia –de grandeur– en Europa y en el mundo. Tampoco nacería sólo de la constatación de la creciente incapacidad para hacer frente a los desafíos de la globalización desde un modelo social que se considera la especificidad francesa y que al mismo tiempo constituiría el principal obstáculo para la modernización. Es también una crisis que toca el nervio mismo de su sistema político, pues se traduce en una distancia, un escepticismo, una desconfianza generalizada de los ciudadanos respecto a los partidos tradicionales e incluso, en cierta medida, respecto al modelo institucional de la V República (por ejemplo, el sistema electoral, el mecanismo de control parlamentario, el papel del presidente, etc.), aquejadas de tanta caducidad como resistencia al cambio (5). Ese malestar daría lugar a un desinterés y despolitización que atrapaba a buena parte de la población, un fenómeno que se agrava para un sector importante (el que cristalizó en la crisis de la banlieue) que vive segregado, al margen de un sistema que excluye.
Uno y otro fenómeno estarían en el origen de la “democracia de la abstención”, del extrañamiento democrático que trae consigo el alejamiento de los ritos electorales. Quizá habría que señalar que la crisis, en cuanto manifestación de la ruptura de equilibrio en ese nervio constitutivo de la democracia que es la tensión entre confianza y desconfianza, no es en absoluto una particularidad francesa, pues la aparición de lo que se da en llamar la “democracia de rechazo” es hoy un fenómeno común entre las viejas democracias (6). Probablemente como reacción a esto, según ha sugerido, entre otros, el mismo Rosanvallon, los candidatos presidenciales –sobre todo Sarkozy, Royal y Bayrou–, con distintos acentos, trataron de cultivar la dimensión de proximidad a los ciudadanos, para salvar ese abismo que no deja de ensancharse entre las preocupaciones y el lenguaje de unos y otros. Pero eso y otros pequeños síntomas de carácter transnacional, como el florecimiento de los espacios televisivos en los que los ciudadanos pueden interrogar directamente a los políticos (“Tengo una pregunta para usted”), no suponen de suyo una transformación relevante, pues, aunque den testimonio de la toma de conciencia por la clase dirigente en casi todas las democracias occidentales acerca de la necesidad de acomodar la democracia de opinión –la democracia mediática–, no se renuncia a ese formato de espectáculo, y no se concreta en transformaciones institucionales, en medidas reales de cambio. En todo caso, de ser cierto, como creo, la generalización o el carácter generalizable de ese malestar democrático, ello constituiría un aliciente más para detenerse en el estudio de la manifestación francesa de ese mal.
La derecha practica a Gramsci (aun sin leerlo)
En efecto, creo que buena parte de la hábil estrategia de Sarkozy en realidad ha consistido en recuperar la hegemonía en la sociedad civil, en el sentido gramsciano; ha pivotado sobre la utilización del mensaje securitario, de firmeza y cohesión frente a las amenazas, de decisión frente a la incertidumbre, de cirujano de hierro, sí, que el país necesita. A esos efectos, su propaganda ha utilizado tres constantes que conviene destacar y que se han impuesto a la hora de centrar el debate, la discusión de ideas, la hegemonía cultural. Y una vez asentadas como cuestiones clave, es obvio que las propuestas de Sarkozy, como en un telegrama de respuesta pagada, eran triunfos.
La primera es el mensaje de la prioridad securitaria, contra el que no supo reaccionar adecuadamente la candidata Royal: la lucha decidida contra la criminalidad de quienes no quieren trabajar, no quieren esforzarse y pasar por el criterio del mérito y la competencia, y ahí el espejo negativo de la racaille de la banlieue ha sido decisivo. Fue Sarkozy el autor de ese estigma simplificador contra la revuelta de 2005 que, según el incendiario ministro del Interior, no habría sido otra cosa que vulgar delincuencia protagonizada por racaille –chusma, escoria– a la que hay que barrer. Es una clave de lectura casi estrictamente securitaria frente a un fenómeno que se presenta, insisto, en su dimensión reductiva de delincuencia organizada, ligado al desarrollo de las nuevas bandas o mafias juveniles –las nuevas “clases peligrosas”– en los barrios de la periferia de las grandes ciudades.
En segundo lugar, la reivindicación del orgullo nacional, de la Francia republicana que está amenazada por una presencia descontrolada (“sufrida, no elegida”) de inmigrantes que no aman la lengua, la cultura, los valores franceses, frente a los que hay que adoptar una postura de endurecimiento de sus condiciones de admisión y estancia, y en particular del acceso a la nacionalidad, fijando como objetivo la reducción del reagrupamiento familiar y el endurecimiento de las condiciones de acceso a la nacionalidad. Todo ello se concreta en la propuesta del Ministerio de Identidad e Inmigración (un ministerio que se ha puesto en manos de su estrecho colaborador Brice Hortefeux, con el guiño de añadirle la dimensión de cooperación y codesarrollo). Esto supuso –para regocijo, pero también para preocupación de Le Pen, que vio usurpado su discurso– la recuperación del recurso al factor de la inmigración en clave de orden público y seguridad (7). Y la afirmación del orgullo nacional se presenta hábilmente, gracias al escritor de discursos, su asesor aúlico H. Guaino, el que le ha proporcionado, como ha escrito Bassets, el relato, el discurso republicano; el que ha reclamado para Sarkozy la herencia de lo mejor de la tradición republicana, más allá de la derecha, reivindicando incluso a Jaurés junto a Peguy o Schumann, a Leon Blum o al mártir comunista de la resistencia Guy Moquet.
Una y otra explican el fenómeno de la desintegración del lepenismo, una de las notas más destacables de este proceso electoral, y uno de los grandes triunfos de la estrategia de Sarkozy. Basta con mencionar la reacción de Le Pen en la noche del 22 de abril, tras constatar sus peores resultados en las elecciones presidenciales. Le Pen adujo que sus electores habían emigrado hacia Sarkozy, pero que él había ganado la “batalla de las ideas”, pues había conseguido que los franceses reconocieran que las suyas –inmigración, seguridad, identidad y orgullo nacional– son las verdaderas prioridades.
La tercera nota fue desarrollada más eficazmente en la última parte de la campaña electoral, pero guarda relación con las otras dos constantes: en efecto, se trata de la llamada a un modelo económico que rompa con el marasmo y la falta de competitividad del país frente a los grandes agentes de la globalización. Sarkozy presentó su programa en clave de fortalecimiento de Francia en el contexto de la globalización: se trata de que Francia recupere la capacidad de crecimiento y competencia de la que hoy carece. Las recetas, además de los eslóganes efectistas (“trabajar más para ganar más”, “hacer de Francia un país de propietarios”), consisten en un paquete de reformas económicas: exoneración de impuestos y cargas sobre las horas extraordinarias, deducción de los intereses de los préstamos inmobiliarios –lo que podría animar la burbuja inmobiliaria, como en España–, práctica supresión de los derechos de sucesión, no sustitución de uno de cada dos funcionarios que se jubilen, reducción de la presión fiscal al 50%, fuerte reducción del impuesto sobre las grandes fortunas, y otras medidas de dinamización como la implantación de servicios mínimos en caso de huelga –que insiste en la prioridad de la seguridad de los ciudadanos–, o la reforma de la financiación del sistema de pensiones.
Las críticas son evidentes: no está clara esta apuesta por crecer a base de impulsar el consumo. Por no hablar del coste presupuestario, que se cifra entre 6.000 y 14.000 millones de euros. En el fondo, una política mucho más intervencionista que la de Merkel en Alemania que opta por contener el coste de producción y el gasto público (8) para reducir el déficit presupuestario. Algunos sostienen que se trata de una estrategia bien conocida, que tiene una clave casi exclusivamente electoral, con el verdadero coste alejado al medio plazo. Se trata de conseguir aplastar a la oposición, y por eso se ofrece generosidad presupuestaria al principio, para emprender las reformas, y apretar el cinturón después. El riesgo, claro, es que se incremente el déficit y las reformas se queden a medias.
Pero volvamos a la hegemonía, a la creación de un nuevo sentido común ciudadano que, una vez alentado, no podrá no elegir otro programa político. Recordemos el resumen programático enunciado en su primer discurso tras la victoria: “Valores como el trabajo duro, la moralidad, la autoridad, el respeto y el mérito serán rehabilitados”. Ya no hay enfrentamiento entre ricos y pobres, entre capital y trabajo, sino entre los que tratan de vivir como gorrones y quienes les pagan con su sudor ese privilegio. Aquí el estigma que se debe combatir es el de los “malos franceses” que viven de un modelo asistencialista, que prefieren el subsidio de desempleo frente al esfuerzo emprendedor, el riesgo de la iniciativa que compite libremente en el mercado. Sarkozy propone en positivo la apuesta por la movilidad laboral y el trabajo duro (“la Francia que se levanta temprano”), y de todo ello se desprende una vieja fórmula, la flexiseguridad, cuyo arquetipo es la creación de un IVA social (que pesa sobre el consumo). Esta última medida, probablemente una clave del descenso del voto en la segunda vuelta de las legislativas (el superministro Borloo, hábilmente interrogado por Fabius en un debate en televisión, reconoció que se pondría en marcha de inmediato esta medida), junto a las rebajas en el seguro médico y en la financiación pública de la adquisición de los medicamentos, explican que el lema “Trabajar más para ganar más” haya sido parafraseado por la izquierda: “Trabajar más para pagar más”.
En mi opinión, la izquierda, empeñada en la búsqueda del grial electoral del centro (derecha, si se quieren eufemismos), ha aceptado los términos del debate que más convenían a la derecha, esto es, que lo que estaba en juego en las presidenciales era quién de los dos candidatos resultaba más capaz para reformar el Estado del bienestar y a qué precio. También para salir de una situación de marasmo y desconcierto, un ambiente de crisis y angustia nacional, provocados por breves periodos de recesión, un fuerte endeudamiento, un crecimiento económico inferior al español, mucho miedo a la “Europa liberal” y el rechazo creciente a la inmigración. Pero lo significativo es que esta denuncia ha sido sobre todo patrimonio de la derecha, de Sarkozy. Es a esa derecha a la que se debe la insistencia en la tesis del declive nacional, de la decadencia moral, de la pérdida de tensión, frente a la que resultaba necesaria la terapia de choque. Es ella la que así ha allanado el camino para que acepten las vendas que curen esas heridas. Por eso, la derecha desacomplejada se ha permitido estigmatizar a la izquierda, heredera acrítica de un 68 presentado como el origen de todos los males, de los dogmatismos de pensamiento único, de la atrofia del debate público y del pluralismo, del estancamiento económico y social.
De esta forma, se ha desaprovechado una oportunidad para tratar de ofrecer alternativas políticas a la cuestión real, la de la crisis social y política que se revela ya no sólo en el extrañamiento de los grupos sociales que hoy padecen más visiblemente la vulnerabilidad, la precarización y, por tanto, la exclusión social y política, sino en la desazón que azota a las antiguas clases medias, una desazón multiplicada por la estrategia del miedo que tan sagazmente se emplea en el proceso de adaptación a los imperativos de la globalización liberal. Es en esas condiciones cuando se produce la sustitución de la democracia de adhesión (de la representativa, no digamos de la participativa) por una democracia de rechazo, como insiste el ya mencionado Rosanvallon (9). Se evidencia así que se ha producido una pérdida, una degradación de la condición de ciudadanía, como resultado de su identificación exclusiva en términos formales, técnico-jurídicos y por eso apolíticos, un proceso reforzado por la sustitución del ciudadano activo por el consumidor satisfecho, pasivo. El vínculo político, un lazo estrecho con la sociedad política (en su origen, la ciudad), se ha convertido en un adjetivo menor, porque la condición de ciudadano no tiene apenas nada que ver con el ejercicio de la soberanía, con el protagonismo en la toma de las decisiones relevantes para todos, las decisiones públicas qua comunes y relevantes.
El debate político en serio es sustituido por la propaganda en torno al simplismo securitario, por el retorno casi desnudo del motto [lema] hobbesiano del doble miedo. Miedo primario a la inseguridad que se nos agita como espantajo en su versión más extrema: el riesgo de guerra civil (el miedo político por antonomasia), por la amenaza del enemigo interior (en todo caso, el enemigo ad portas), y eso es lo que justifica su problematización en términos de cuestión migratoria, de la amenaza de la invasión por los diferentes –e incompatibles– con nuestro modo de vida (mercado, derechos, democracia). Miedo a la pérdida de lo adquirido, del bienestar, porque aquel miedo primario se contextualiza en un proceso racional (mercado dixit) de adelgazamiento de los recursos públicos, que ya nos obliga a apretarnos el cinturón, como para que encima otros pretendan apropiarse de nuestras migajas del pastel.
Pero el incremento de quienes se ven ajenos al juego democrático es el cáncer político por antonomasia. Un mal que no se va a curar con el maquillaje de operaciones tácticas y “puntuales” de acercamiento al lenguaje y a las preocupaciones de los manidos “ciudadanos de a pie”. Entre otras cosas, porque los ciudadanos en cuestión, excluidos de la capacidad de jugar al juego político salvo en las periódicas citas electorales, tienen, sin embargo, cada vez más información y formación sobre lo que sucede y, por tanto, pueden juzgar con mayor claridad y dureza la inadecuación de las viejas reglas.
Esta democracia de rechazo no se puede sostener mucho más sin cambios en profundidad. No son los cambios que postula Sarkozy, centrado sobre todo en nuevas formas, en nuevos símbolos, en una visibilidad de los políticos como capitanes de empresas que pueden ser despedidos si no rinden eficazmente. Por eso cabe sostener que, más allá de la política de gestos, Sarkozy llevará adelante sobre todo las políticas de ajuste que no ha escondido en su programa. Si en aras de la coherencia las impone sin negociación, junto a otras medidas polémicas (reforma de la carta escolar, de la autonomía de las Universidades, reforma del Código Penal), no es aventurado pronosticar que la segunda parte de su quinquenato pueda agitar la fractura social y producir un movimiento de resistencia. Otra cosa es que esta respuesta pueda ser conducida por unos partidos políticos de izquierda que, en lugar de aprovechar este fracaso para una verdadera refundación, se limitan a operaciones de maquillaje, anestesiados por esa derrota dulce que puede llevarles a un desierto interminable durante al menos diez años.
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(1) Cfr. los libros de los diputados socialistas, C. Bartolomé (ayudante de Fabius), L’election imperdable, París, Archipel, 2007; o el de J. CH. Camadelis (adlátere de Strauss-Kahn), Parti Pris, Plon, 2007.
(2) Conviene ver el film Refutations, del director Thomas Lacoste, rodado entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y en el que 16 representantes de la sociedad civil explican en tres minutos sus objeciones. La película se puso en circulación el 30 de abril (www.lautrecampagne.fr), como un intento de deconstrucción implacable de la retórica sarkozysta.
(3) Presidenta del movimiento Ni putas ni sumisas, nombrada secretaria de Estado para la política de ciudad.
(4) Remito al lector a otro trabajo en el que traté de ofrecer un análisis más detallado: De Lucas, “El mal francés”, Pasajes, 23/2007.
(5) Algunos, como Ranciére, La Haine de la democratie, La Fabrique, París, 2005, insisten en que más que crisis o malestar democrático, lo que se produce es una respuesta de rechazo ante la evidencia cada vez mayor de la separación entre lo que la democracia es y significa y aquello a lo que de hecho se la reduce.
(6) Sobre esa tensión y sobre la democracia de rechazo, cfr. Rosanvallon, La contre-democratie. La politique á l’âge de la défiance, Seuil, París, 2005.
(7) Emblemática es también la reacción del mismo Sarkozy frente a los disturbios de la Gare de Lyon (el 27 de marzo de 2007), que redujo al hecho evidente de la existencia de gentes que tratan de viajar sin billete y a los que calificó públicamente de delincuentes frente a los que no cabe otra respuesta que la sanción penal, so pena de abdicar del mínimo de respeto a la ley y el orden. Por eso, Sarkozy aprovechaba la oportunidad para reivindicar el mensaje firme de la contundencia policial frente a la criminalidad, y ridiculizar a quienes insistían en que ello no debía ocultar la necesidad de reflexionar sobre el hecho de que estallidos como ése revelan algo más. Por ejemplo, la desconfianza creciente frente a la policía, por no hablar del malestar social.
(8) El gasto público en Francia es del 48% del PIB, superior a Suecia (47%) y al Reino Unido (41%).
(9) Por eso, el politólogo francés habla de procesos de “deselección”, más allá incluso de la lógica de descarte que se produce en las elecciones a dos vueltas, como las presidenciales francesas.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia. Actualmente es director del Colegio de España en la Cité Universitaire de París.
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