Javier Villanueva
Auge y cuestionamiento de un modo de
concebir el final de ETA

(Hika, 175zka. 2006eko martxoa)

                Ya que es razonable pensar que estamos ante el fin de ETA, conviene y mucho que se hable de ello, esto es, que se examinen con lupa las circunstancias concurrentes en este acontecimiento, tal vez el más importante y trascendente que puede darse hoy en la vida pública de la sociedad vasca. Lo cual, dada su envergadura, exige que afinemos los criterios para afrontarla de la mejor manera posible. Esto es lo que intenta este artículo centrado en la exposición y valoración de un modo de concebir el final de ETA que en este momento se encuentra en crisis, seriamente cuestionado.
               
Un pensamiento políticamente correcto

                En el nacionalismo-vasco ajeno a ETA ha ido formándose a lo largo de muchos años un conjunto de criterios sobre cómo debería ser el final de ETA que ha llegado a adquirir con el tiempo la categoría del pensamiento políticamente correcto no sólo dentro de su propio mundo sino incluso más allá de él. Lo resumo en estas cinco ideas y una disposición adicional:
                1. La teoría de las raíces. La paz no es sólo el fin de la violencia o de la guerra sino la atención a sus raíces y a las causas que las han generado. En el caso vasco, la raíz de la violencia es la existencia de un conflicto de naturaleza política y de larga duración histórica. De modo que la paz está inseparablemente unida al reconocimiento y resolución de ese conflicto.
                2. La teoría del “empate infinito”. La derrota policial de ETA es imposible por sus raíces políticas. Además, la derrota policial de ETA no es conveniente, es negativa, alimenta la espiral acción-represión-acción. En consecuencia, es menester rechazar la política antiterrorista basada en la vía policial-judicial.
                3. La pluralidad de las violencias. No se puede hablar sólo de una violencia: la de ETA. Vivimos bajo una violencia multilateral, sea la violencia estatal “estructural” o “permanente” (la imposición del marco político constitucional, la negación del derecho a decidir) sea la más coyuntural o del momento (torturas, muertos, etc.).
                4. La iniciativa política para conseguir la paz. Hay que preparar la paz mediante contactos permanentes que permitan una salida dialogada de la violencia. Para ello, es preciso crear un escenario político (un clima, una dinámica, un incentivo…) que facilite el abandono de ETA y el aterrizaje de ETA y el MLNV en la normalidad democrática.
                5. La clave “de la paz y de la normalización política” es el reconocimiento nacional de Euskal Herria y de su derecho de autodeterminación o derecho de decisión.
                Disposición adicional (presente en el Acuerdo de Ajuria Enea, relegada en el pacto de Lizarra, y recientemente reincorporada al canon correcto). El final dialogado de la violencia se atendrá a tres principios: a) separar sujetos o agentes y decisiones; b) no hay precio político por el cese de la violencia; c) el contenido y el método del diálogo serán estrictamente democráticos. Por ello, se realizará a través de dos mesas distintas, si bien conviene avanzar simultáneamente en las dos a la vez. Una mesa de la paz entre ETA y la representación del Estado. Y otra mesa de los partidos políticos vascos, donde se discutirá y negociará, paralelamente, la “resolución definitiva del conflicto” que lleve a la normalización política.
                La clave fundamental de este canon políticamente correcto “sobre la resolución del conflicto vasco” está en asociar de diversas maneras y en distinto grado la “pacificación” y la “normalización política”. El canon establece, en esencia, que no hay garantía de paz si no hay “normalización política” y que ésta consiste en satisfacer la demanda del nacionalismo-vasco sea la que sea.
                A mi juicio, el conjunto del nacionalismo-vasco, incluido el sector cuyas referencias son ETA y Batasuna, comparte unánimemente lo esencial de este canon, salvo leves matices semánticos. Por ello, no es de extrañar que su presencia sea tan absorbente en la vida cotidiana. Aun hoy, es raro el día en que no se nos conmine imperativamente a asumirlo: “el proceso debe tener carácter integral y debe abarcar tanto la pacificación como la resolución del conflicto político” (declaración conjunta del secretario general de LAB y de la presidenta de EA); “no se podrá hablar de normalización mientras no se reconozca el derecho a decidir del pueblo vasco y no se acuerde la forma de ejercerlo” (Juan José Ibarretxe, lehendakari del Gobierno vasco); “para abrir un escenario de paz, los estados español y francés deben reconocer que formamos un pueblo, somos una nación y tenemos derecho a decidir nuestro futuro” (Joseba Egibar, portavoz parlamentario del PNV); “para que la mesa se pueda poner en marcha debe haber una tregua de ETA, un reconocimiento del pueblo vasco como sujeto de decisión y un reconocimiento de la relación bilateral entre Euskadi y el Estado” (Joseba Azkarraga, consejero de justicia del Gobierno vasco). Leídas con humor estas frases recogidas de la prensa diaria, ¿no se asemejan a los ritos previos al apareamiento de cualquier otra especie animal?

Una jerga tramposa

                En su literalidad, concentra un espeso galimatías terminológico acerca de la “resolución definitiva del conflicto” que obliga a escribirlo entre comillas y que a mi juicio encubre más que lo que muestra: una idea muy particular de la “pacificación y normalización política”, un concepto -el “conflicto vasco”, el “contencioso histórico”- del cual ETA es un “síntoma” y cuyas raíces y cuya “naturaleza política” explican (y justifican) casi todo, el “empate infinito” y la posición a favor de las “salidas políticas y no policiales”, el “final dialogado de la violencia”, el “diálogo resolutivo”...
                No es fácil dar cuenta uno por uno de todos estos conceptos y aún es menos fácil dar cuenta del laberinto que resulta de la suma de todos ellos  dadas las dimensiones de este artículo. Me limito a señalar, por ejemplo, que el significado de la “normalización política” no se atiene a lo que dice el sentido común. En esto caso de nada vale que, para el común de los mortales, lo anormal o no normal es la existencia de un grupo que pretende hacer política mediante tiros y bombas o de un amplio sector social que lo jalea o lo justifica y en cualquier caso no lo desaprueba expresamente. Lejos de ello, la “normalización política” es un término que, en contra del sentido común, considera una  “anormalidad” el régimen democrático y de autogobierno que tenemos en este momento.
                Otro tanto cabe decir del “conflicto vasco”, concepto que abre la puerta a una ristra de ideas y juicios a cual más discutible sobre la continuidad del mismo a través de épocas y situaciones tan diferentes como el sistema político actual o la transición post-franquista o la dictadura franquista o la segunda república o las dos guerras carlistas y las crisis y conflictos del acceso a la modernidad durante todo el siglo XIX… como si todo fuera igual.

Treinta años de recorrido

                En la elaboración y sostenimiento de este pensamiento políticamente correcto sobre el final de ETA han participado de hecho dos corrientes distintas, una expresión civil y democrática y otra violenta, a lo largo de una historia de treinta años jalonada de divergencias y convergencias entre ambas. El centro nuclear del mismo, la asociación de la desaparición de ETA con la “normalización política”, es aceptado indirectamente por Suárez y el resto de las fuerzas políticas en la elaboración y negociación del estatuto: inseparable de la intención de achicar el espacio político de ETA… Al final de esos años de la transición, 1975-1979, en que se está saliendo del franquismo y todo está por “normalizar” después de cuarenta años de dictadura, dicha asociación parece muy natural a todo el mundo.
                ETA ha sido y es la expresión autoritaria de este planteamiento desde que llegó a la conclusión de que su estrategia revolucionaria y guerrillera de derrotar al estado español no era posible y, en lugar de ella, adoptó la estrategia de la negociación. Esto es, la estrategia de presionar a los “poderes fácticos estatales” (presión que después fue extendiendo a otros sectores de la sociedad) para provocar su desistimiento y realizar el cambio político que ETA propugnaba a cuenta del cese de su “lucha armada”. La bandera de dicha negociación era la “Alternativa KAS”, que ETA reducía a negociar solamente su forma y ritmo de aplicación.
                La fecha de este cambio de estrategia se da en el tiempo posterior al referéndum popular que aprobó el estatuto vasco en octubre de 1979, cerrado ya el período constituyente, cuando ETA es capaz de digerir la derrota de su estrategia rupturista. Lo curioso de este giro, de una concepción típica revolucionaria a una estrategia de negociación, es que ETA: a) se sirve de un programa ajeno, el de ETA político-militar, b) es un programa formulado para otro marco político: se publica en agosto de 1976, al comienzo de la transición, c) está concebido en ese contexto como alternativa rupturista a la reforma política.
                En 1995, ETA propuso una actualización de la “Alternativa KAS”, a la que llamó “Alternativa democrática para Euskal Herria” en la que exige el “reconocimiento del derecho de autodeterminación de Euskal Herria y de su unidad territorial”, para “superar el conflicto armado con el estado español”. El meollo de esta fórmula, paz por cambio político a la medida de las reivindicaciones esenciales del nacionalismo-vasco, fue también en septiembre de 1998 el meollo del pacto de Lizarra-Garazi, y un mes antes, del pacto secreto a tres bandas entre PNV-ETA-EA. En este pacto secreto, ETA ya no se dirige al estado sino a los partidos nacionalistas-vascos, cuya implicación en una estrategia “soberanista” era la llave de que ETA mantuviera la tregua o la rompiese. ETA rompió la tregua en diciembre de 1999, cuando PNV y EA no secundaron su plan de iniciar un proceso constituyente a la brava en “toda Euskal Herria”, es decir, también en el País vasco francés y en Navarra, además de en la Comunidad Autónoma vasca o Euskadi.
                La expresión civil y democrática de este modo de concebir el fin de ETA se ha concretado en diversas fórmulas que van desde el pacto de Ajuria Enea de 1988 (que firmó incluso Alianza Popular) en un extremo hasta el pacto de Lizarra  (1998) y el plan Ibarretxe (2002-2005) en otro extremo.
                En 1983, estuvo presente de forma expresa y clara en el intento de constituir la “Mesa de la paz” promovida por el entonces lehendakari del Gobierno vasco Carlos Garaikoetxea. ETA frustró esta iniciativa sin haber echado todavía a andar.
                Un poco más tarde, el gobierno PSOE de Felipe González, que buscaba en ese tiempo una posición de fuerza para abrir la negociación final con ETA, entró también más o menos en la misma lógica.
                En el Acuerdo de Ajuria Enea, firmado el 12 de enero de 1988, se reformuló el esquema de la “pacificación-normalización”. Cambió el nombre de la cosa: en lugar de negociación se abogó por un “diálogo político resolutivo”. Cambió también el sujeto del diálogo, las fuerzas políticas por un lado, ETA y el Gobierno por otro; pero mantuvo el fondo: el final de la cosa tenía un precio.
                El mundo nacionalista-vasco, presionado por Herri Batasuna y ETA, fue aceptando con el tiempo que el Acuerdo de Ajuria Enea: a) era demasiado beligerante con ETA y su “entorno”, b) esgrimía un concepto de unidad democrática que cerraba las puertas a la unidad nacionalista, y, por tanto, a una mayoría política de signo abertzale, c) se quedaba corto al enunciar el mero desarrollo del estatuto como el cambio político necesario “para la pacificación”. Como resultado de esta “auto-crítica” se reforzó el binomio (entre la “pacificación” y la “normalización”) y se encareció “el precio de la paz”, esto es, del fin de ETA.
                Al final de la década de los noventa, el plan Ardanza acentuó aún más la unión inseparable del binomio “pacificación-normalización” al proponer que se le diera a ETA un incentivo político para que abandonase, cosa que no agradó ni al PP ni al PSE. Por otra parte, a la élite del mundo nacionalista no le cayó nada bien que en el plan Ardanza se diluyera el “conflicto vasco” en “la contraposición de opiniones vascas sobre lo que somos y queremos ser (también en relación con España)”.
                En el tiempo de Lizarra y, más tarde, con el plan Ibarretxe, el binomio “pacificación-normalización”, además de reafirmarse, ha quedado unido a un proceso “soberanista”, eufemismo que encubre la pretensión de afianzar y consagrar la supremacía de la parte nacionalista-vasca de la sociedad sobre la parte “no nacionalista-vasca” con una concepción cuantitativista de la democracia y con el argumento de que la (presunta) minoría no puede vetar a la (presunta) mayoría.
                Las diferencias entre unas y otras fórmulas son importantes; por ejemplo, no se entiende el Pacto de Lizarra sin la referencia del Acuerdo de Ajuria Enea, del cual pretendió desmarcarse tanto en su composición como en su orientación. Lizarra fue el contrapunto de Ajuria Enea. Primero, en el pacto secreto a tres bandas entre PNV-EA-ETA que le precedió (agosto de 1998), prescindió deliberadamente de los partidos no nacionalistas-vascos (des)calificados como “fuerzas cuyo objetivo es la destrucción de Euskal Herria y la construcción de España”. Y un mes después, para más INRI, en el acto público de Lizarra, encubrió esa voluntad excluyente mediante un ritual de ocultismo político con el consentimiento expreso o tácito de todos sus firmantes.
                Más allá de las diferencias, empero, cabe decir que todas las fórmulas reflejan la indiscutida hegemonía político-ideológica del nacionalismo-vasco desde hace treinta años: es quien ha definido los términos del “problema vasco” y de su solución. También cabe decir que el pacto de Lizarra ha marcado el punto culminante de una manera de concebir el final de ETA así como de la unanimidad del nacionalismo-vascoen sostenerla. En Lizarra se acentuó, más que en cualquiera otra, su función: como pista de aterrizaje para un final “digno” (sin imagen de “derrota”) de ETA. El sorprendente voto de Batasuna al plan Ibarretxe en el Parlamento vasco, tres a favor y tres en contra, confirmó, por otra parte, su valoración contradictoria del mismo: reconocido como una buena pista de aterrizaje para el final de ETA y a la vez como una OPA hostil.

Un modelo naturalizado

                 Mirando hacia atrás, a este recorrido de casi treinta años, cuesta pensar que las cosas hubieran podido suceder de otra manera.
                Hay que tener en cuenta, en primer lugar, que este modelo o esta manera de concebir el final de ETA es una poderosísima herencia del franquismo que nos ha venido dada. Reitero que a todo el mundo le parecía muy natural en el momento en que se formuló por primera vez, cuando se estaba saliendo del franquismo y cuando todo estaba por “normalizar” después de cuarenta años de dictadura. Dicho de otra forma, estamos ante la supervivencia de un fenómeno de legitimación fuera del contexto histórico que la justificó. Lo cual, por otra parte, no es nada extraordinario. Cosas de ese tipo suelen ocurrir frecuentemente, aunque sólo sea por la fuerza de la inercia.
                En el caso vasco, además, hay una razón añadida para haya perdurado tanto tiempo. Fue un fruto de la indiscutible hegemonía del nacionalismo-vasco a la salida de la transición y, a su vez, contenía una manera de abordar el final de ETA que ha sido extraordinariamente funcional a lo largo del tiempo para afianzar dicha hegemonía, sea mediante la fórmula de Ajuria Enea (que compensa la ausencia de Herri Batasuna con la presencia de todos los demás) sea mediante la de Lizarra (con un acompañamiento presto a encubrir la exclusión del “no nacionalismo-vasco”). Su forma de plantear el final de ETA desde el tiempo de Lizarra hasta ahora ha tenido la fuerza de un código que nadie se atrevía a cuestionar frontalmente dentro del mundo nacionalista-vasco.
                Junto a las ideas básicas del “soberanismo”, esta manera de concebir el final de ETA ha servido de argamasa de la comunión nacionalista que se ha ido forjando en estos últimos años en cosas tan sustanciales como el enfoque o la mirada, los términos y los conceptos, los intereses, las fórmulas prácticas o soluciones… Y si ha tenido tal aceptación en las amplísimas bases del nacionalismo-vasco es porque ha adquirido con el tiempo el valor de lo que se naturaliza como una verdad social, esto es, de lo que se considera normal (la creencia de que todo el mundo piensa así; una simple cuestión estadística según el filósofo Jesús Mosterín) pero a la vez tiene un valor normativo (todo el mundo debe de pensar así).
                Otro aspecto a tener en cuenta de dicha hegemonía es que quienes podíamos tener una potencialidad crítica mayor de este manera de concebir el final de ETA (desde la izquierda radical y su ética emancipadora, desde la ética del compromiso cristiano, desde el nacionalismo democrático) estábamos atrapados por unas categorías afines y no estábamos preparados para formular una propuesta alternativa seria. De modo que lo hemos alimentado de hecho, sea por defecto, por no plantear bien las cosas, sea por exceso, por acomodación y asimilación al nacionalismo hegemónico.
                Podría plantearse la duda de si este modelo hegemónico es expresión de un nacionalismo-vasco democrático que no podía enfrentarse seriamente a ETA, con todas las de la ley, por un conjunto de circunstancias como los lazos familiares, la presión de la convivencia local, las muchas y estrechas afinidades político-ideológicas, un cúmulo de temores, etc. A mi juicio creo, en efecto, que el nacionalismo-vasco democrático ha hecho virtud de sus necesidades frente a ETA. Y pienso, por tanto, que los apologetas de este modelo riegan fuera del tiesto cuando lo asocian a una (supuesta) superioridad de la democracia vasca respecto a la (a su juicio) muy deficiente democracia española. Tan orgulloso y narcisista argumento no merece más comentario habida cuenta lo que ha llovido en estos treinta años.
                A mi juicio es muy sugerente hacerse estas preguntas: ¿qué habría sido de este modelo de “pacificación-normalización” sin el conjunto de las instituciones estatales (policiales, judiciales, legislativas y políticas) que ha soportado el peso principal de deslegitimar a ETA, de detener a sus militantes y colaboradores, de llevarlos ante los tribunales para ser juzgados y de tenerlos a recaudo y que ha pagado un alto costo por ello? ¿habría podido resistir el sistema político de autogobierno vasco el embate guerrero de ETA? Aunque inquietantemente incómoda, creo que es pertinente esta conjetura contra-fáctica, habida cuenta las circunstancias del caso.

Objeciones.

                Bien mirado, deja bastante que desear este modelo que asocia el fin de ETA a la “definitiva resolución del conflicto” y cuyas ideas centrales he resumido al principio de este artículo en cinco puntos y una “disposición adicional”.
                Su punto primero, basado en la teoría de las raíces, se apoya en una analogía de conflictos (Irlanda del Norte, Israel-Palestina, Sudáfrica, Chechenia, etc.) muy alejados por sus circunstancias políticas y sociales de nuestro ámbito, con connotaciones -graves discriminaciones sociales, profundas fracturas religiosas, ocupación militar, dictaduras, apartheid, etc.- que no corresponden en absoluto con la democracia y el autogobierno que aquí tenemos. Pero lo peor son las consecuencias de ese (des)enfoque: lleva a manejar unas categorías inadecuadas para lo que está en juego entre nosotros y abre una vía permanente de legitimación de ETA. El balón de oxígeno para ETA es considerable. Máxime si de la mano de esta teoría se concreta, justifica y legitima una supuesta causa del “conflicto vasco”: la negación del derecho de autodeterminación de Euskal Herria y de su unidad territorial”. El punto quinto del modelo no es sino una fórmula en positivo de esta misma conclusión. De ahí a que se legitime “cualquier respuesta contra esta situación” incluida la “lucha armada” no hay más que un pequeño paso. Y otro todavía más pequeño a que la militancia de ETA se sienta legitimada por ello.
                Su punto segundo, la teoría del “empate infinito”, se ha caído estrepitosamente. Esta analogía con el conocido análisis del IRA (“no podemos echar a los británicos de Irlanda del Norte pero ellos no pueden acabar con nosotros”) se ha demostrado falsa en el caso vasco. El acoso total sobre ETA y su “entorno” en los últimos años (político-penal-policial-judicial-legislativo…) y el respaldo social y mediático del mismo han podido con ETA.
                Las distinciones sobre la violencia del punto tercero se han revelado harto insatisfactorias, sobre todo desde que la voz de las víctimas de ETA ha irrumpido en la plaza pública. Su punto más débil, clamorosamente débil, es que soslaya la valoración de ETA y de sus consecuencias. Y además de soslayar a sus víctimas, también soslaya la corresponsabilidad de muchos en la legitimación de ETA, cosa fundamental para la persistencia de ETA.
                Por otra parte, se ha postulado el principio cuarto del modelo, “hacer una política para la paz”, como el camino más efectivo para conseguirla ante el fracaso de otras vías (tachadas de represivas). Pero lo cierto es que este camino, tan insistentemente requerido por el PNV en los últimos quince años, tampoco ha llevado al fin de ETA, de manera que su fracaso a este respecto no es menor que el de todas las demás vías ensayadas hasta la fecha.
                Finalmente, el modelo encierra una contradicción fulminante en lo que denomino su “disposición adicional”: echa al diablo por el balcón (al separar la “paz” y la “normalización política” o mediante el principio de que “no hay precio político de la paz”) y le abre una ventana (con la mesa de “diálogo político resolutivo”, concebida como cierre final de la resolución del contencioso). La presidenta de EA, Begoña Errazti, lo deja meridianamente claro: “el ‘conflicto vasco’ tiene un origen político y, por tanto, como tal se tiene que abordar: la solución está enmarcada en lo político y en una mesa de partidos” (11.3.06).

Un modelo cuestionado

                Desde hace un tiempo se ha entrado en una corrección continua de cuanto atañe a esta “disposición adicional”.
                La cosa comenzó con la separación de sujetos y de mesas, que asumió Batasuna en el acto de Anoeta (noviembre de 2004), dieciséis años después de que fuera un punto clave del Acuerdo de Ajuria Enea (enero de 1988).
                Luego vino la inclusión del principio de que la paz no tiene un precio político dentro de lo políticamente correcto. Hace unos pocos años, en el tiempo de Lizarra, este principio era un tema tabú: al entonces lehendakari Ardanza, por ejemplo, le cayeron chuzos de punta cuando sugirió algo parecido tras las elecciones de 1998.
                Después, a resultas del debate sobre cuándo constituir la mesa de partidos, se introdujo la distinción entre el “diálogo exploratorio” y el “diálogo resolutivo” para acabar concluyendo que no habrá “diálogo resolutivo” más que en “ausencia de violencia”; pero como al PP y el PSE esto tampoco les satisfacía y se negaron a sentarse con Batasuna mientras ETA no abandone las armas o Batasuna no se haya desmarcado de ETA, la cosa terminó con la congelación de hecho de la mesa política o de partidos. Los intentos sucesivos del lehendakari y de sus socios Azkarraga y Madrazo de ponerla en marcha no han tenido éxito.
                Ahora mismo se está cuestionando otro aspecto, la simultaneidad de las dos mesas de diálogo (la mesa para la desmilitarización: entre ETA y el gobierno central y la mesa política de partidos), íntimamente unida al meollo del modelo. La pretensión de simultaneidad también se está tambaleando por pura lógica, ya que ensombrece, incluso hasta en su estética, el principio de que “la paz no tiene precio”. Josu Jon Imaz así lo reconoce cuando insiste en que es preciso “marcar una distancia temporal entre el diálogo ETA-Estado y la creación de la mesa de partidos”.
                Finalmente, también se vuelve una y otra vez al debate que lo resume todo: el para qué de la mesa de partidos asociada al final de ETA, cual es su papel específico, cual es exactamente su importancia, etc., debate que lleva directamente a la otra gran discusión de este momento: el sobre qué, es decir, de qué se ha de discutir, a qué acuerdos se debe llegar. También en este caso resulta cada vez más insostenible la pretensión de asociar o mezclar el fin de ETA con el diálogo sobre los problemas políticos que están sobre la mesa, sea la reforma del estatuto para unos, sea la demanda de independencia para otros, etc.
                En suma: está siendo seriamente cuestionada desde hace unos años y ha perdido ya su fuerza canónica una manera de concebir el final de ETA básicamente centrada en asociar el fin de ETA a la obtención de un cambio político notable. Ese modelo está desautorizado hoy por las víctimas de ETA y también por los líderes de opinión del “no nacionalismo-vasco”. Además, ya no cuenta tampoco con el apoyo unánime del mundo abertzale; por ejemplo, el documento del PNV sobre la pacificación y la normalización política lo contradice en matices sustanciales.
                Reitero la razón principal de su cuestionamiento. Es un modelo desajustado para la realidad vasca y está demasiado influido por otros modelos de “resolución de conflictos” que no se corresponden con nuestras circunstancias; tanto más cuando de tal desajuste se deriva la consecuencia, harto problemática, de que sirve como permanente balón de oxígeno para ETA. Además, en sus últimas versiones desde el giro de Lizarra, soslaya la atención del centro del asunto: sea la ilegitimidad de la violencia de ETA, sus estremecedoras consecuencias: sus víctimas, las obligaciones de la sociedad para con ellas… sea la importancia decisiva de la deslegitimación de ETA. Es obligado recordar que la deslegitimación de ETA está en los principios fundacionales de Ajuria Enea y también que, pese a ello, resultó siempre de hecho un compromiso muy incómodo para una buena parte del nacionalismo democrático.

Rectificaciones

                A mi juicio, la causa del agrietamiento del modelo, y en especial de su versión lizarriana, o de que se esté imponiendo poco a poco una discreta rectificación respecto a esa versión, es el fracaso (político, electoral y social) del unilateralismo frentista y sectario que crispó la vida de la sociedad vasca en los últimos años. 
                En lo que atañe al mundo nacionalista-vasco, ese unilateralismo impregnó el pacto de Lizarra y el plan Ibarretxe. Mientras que, en el otro bloque, se manifestó en la política del gobierno de Aznar (en su exacerbado anti-nacionalismo-vasco so pretexto de combatir a ETA) y en la insuficiente diferenciación con lo más ilegítimo de esa política por parte del PSE y el PSOE. Unos y otros ignoraron que a una sociedad como la vasca, tan poco vertebrada en cosas que las comunidades políticas consideran fundamentales (el imaginario simbólico, el sentido de pertenencia, el sentimiento de identidad colectiva…), era temerario ofrecerle unos proyectos que ahondaban aún más sus fracturas internas. Por eso afortunadamente han fracasado. Aunque no es un fracaso absoluto ni definitivo. Nada lo es en democracia, donde todo está abierto y donde se puede caer dos veces en la misma piedra.
                En el mundo no nacionalista-vasco se observa un cambio notable: ya no acepta un papel subalterno en la política vasca (sí lo hizo en el pasado) y reivindica su sitio en la definición del “problema vasco” y de su solución, desde sus propios valores. Pese a tal cambio, sin embargo, no acaba de formular una clara propuesta alternativa al modelo sobre el fin de ETA hegemónico hasta ahora; por ello, se mueve entre el rechazo del modelo y la aceptación implícita y matizada de aspectos sustanciales del mismo.
                Un ejemplo de esto último es el punto 2 de la resolución del Congreso que en mayo del año pasado respaldó la iniciativa de ZP: si se producen las condiciones adecuadas para un final dialogado de la violencia, fundamentadas en una clara voluntad para poner fin a la misma y en actitudes inequívocas que puedan conducir a esa convicción, apoyamos procesos de diálogo entre los poderes competentes del Estado y quienes decidan abandonar la violencia, respetando en todo momento el principio democrático irrenunciable de que las cuestiones políticas deben resolverse únicamente a través de los representantes legítimos de la voluntad popular. La violencia no tiene precio político y la democracia española nunca aceptará el chantaje de la violencia. Esta declaración política de buenas intenciones y además probablemente muy oportuna, vuelve al planteamiento del punto 10 del Acuerdo de Ajuria Enea con todos sus límites, aun cuando afirme que no habrá un precio político (lo cual no está en Ajuria Enea). Por eso ahora, como ocurrió al final de los ochenta y comienzos de los noventa, estamos viendo cada día cómo acaba resultando contraproducente cualquier intento de explorar esa vía antes de que ETA abandone definitivamente las armas. 
                Si algo ha demostrado hasta la saciedad el paso del tiempo es que ETA saca partido del anuncio “buenista” de un final dialogado, máxime si hay “incentivos” de por medio. Pero al constatar esto no invoco el regreso al “malismo”. Pues la segunda gran conclusión histórica es que hemos desaprovechado la posibilidad de conjugar el acierto del nacionalismo vasco democrático en asociar el fin de ETA al respeto de la dignidad de las personas y de sus derechos fundamentales, al respeto de la ley y a la humanización de la misma, a la renuncia al atajo del “todo vale” en la lucha antiterrorista... y el acierto de quienes han tenido claro que lo fundamental para llegar al fin de ETA era la firmeza en dar la batalla de su deslegitimación moral, política y social y se han implicado en ello con coraje. El principio de no asociar el fin de ETA a ningún precio político no es más que una exigencia lógica de su deslegitimación.
                Hoy, afortunadamente, la corriente de la sociedad que empuja en esta dirección de conjugar ambas cosas ha hecho músculo y se ha reforzado. Pero hay contracorrientes poderosas que tienden o bien a separar una de otra o bien a apuntarse a una pero no a la otra. La partida sigue abierta. Conviene no olvidarlo.