Javier Villanueva

Unir más en vez de valer más
(Hika, 155 zka. 2004ko maiatza)

Desde que se conocieron los resultados de las últimas elecciones se oye decir por todas partes que ha desaparecido el frontón aznariano, que se ha abierto una perspectiva de diálogo, que ha surgido una expectativa razonable de cambios, que vamos a poder salir del bloqueo y la regresión de los últimos años... Estas u otras muchas expresiones similares son un síntoma de que estamos ya en un nuevo ciclo político.

De entrada, el rasgo sustancial del nuevo ciclo es que, desde el 14M, han quedado en fuera de juego las inercias y los tics de los últimos cinco años: el unilateralismo, la perspectiva de una vida política concebida como un juego antagónico de suma cero, el sectarismo frentista, la desconfianza por sistema entre las instituciones centrales y las del autogobierno vasco...

Pero como se ha ido muy lejos en el período anterior, no va a ser nada fácil desmontar en la práctica las negativas pautas que lo han caracterizado y sustituirlas por otras más positivas e integradoras. No es nada fácil que los partidos políticos no vuelvan a enredarse en el reproche reiterativo, sea sobre los errores pasados sea sobre las discusiones interminables acerca de quién debe dar el primer paso, o de si se juega con tu baraja o con la mía o con otra nueva. El lío que se monta cada vez que los líderes socialistas le piden al PNV que rectifique es una pequeña prueba de ello.

SALIR DEL TÚNEL. Antes y después de que Zapatero pidiera al PNV que rectificase en la sesión de su investidura y de que el portavoz peneuvista Ercoreca expresara su perplejidad por ello, escandalizado ante tal petición, lo cierto es que la exigencia de rectificación viene ocupando un lugar predominante en el discurso político desde que el PSOE ganó las elecciones. Otro hecho: en este país, todos entienden la rectificación como una obligación del otro. Finalmente, esto de pedirle al otro que rectifique, ha brotado por generación espontánea y de forma simultánea, como un fruto natural de los muchos agravios mutuos que unos y otros han alimentado en los últimos cinco años. Así que, a ese respecto, los socialistas ni son los únicos ni han sido los primeros, y en todo caso están ex equo con los demás, como cuando hay una llegada a la meta en pelotón.

Pero más allá de constatar estos hechos, es obligado reconocer, por sentido común, que la necesidad de rectificar (de corregir la conducta, según el diccionario de María Moliner) es un imperativo para todos los protagonistas de la vida política, para cada uno según la medida de su presencia e influencia social.

Hay buenas razones para sostener este imperativo. Una, muy poderosa, es el deseo de no volver a dar vueltas en la noria que ha bloqueado a la sociedad vasca en los últimos años. Otra, no menos potente, el deseo de atender debidamente algunas de las insatisfacciones más relevantes de la sociedad vasca, cosa del todo imposible si no se desanda lo andado en los últimos años, esto es, si no se rectifica el rumbo.

Dar con la sustancia de la rectificación no parece muy complicado ya que es pública la lista casi exhaustiva de los propios agravios y de los errores de sus adversarios que cada parte ha hecho en estos años. A partir de esas listas y de cruzarlas entre sí con una pequeña dosis de empatía reflexiva y de racionalidad, no sería difícil hacerse una idea de lo que hay que rectificar para superar el quinquenio nefasto que hemos vivido. El que todos los protagonistas de la vida política vasca hayan cometido serios errores en estos años y tengan, por ello, materia de sobra para la enmienda, podría favorecer el cambio paradójicamente.

Pero todos estos razonamientos pueden quedarse en agua de borrajas ante la circunstancia, tan intrínseca a los sistemas parlamentarios, de que la rectificación tenga contraindicaciones electorales en mayor o menor medida para todos los partidos que compiten en la vida política. En ese caso, cada vez que el cálculo electoral incite a cuestionar a corto plazo o bien la necesidad misma de la rectificación o bien su alcance y su ritmo, la cosa se complicará sin duda.

De manera que estamos ante dos tendencias contrapuestas. Por un lado, la que empuja a favor de un cambio de orientación; todo el mundo sabe que tiene que apartarse del ciclo pasado, tan negativo y estéril, aunque no haya certezas sobre cuáles van a ser las coordenadas del nuevo rumbo. Por otra parte, la que lleva a prever un proceso de rectificaciones nada lineal sino más bien un tanto obscuro, oblicuo y contradictorio.

DESENGANCHARSE DEL VALER MÁS. Durante los últimos cinco años la política vasca ha estado enganchada al criterio del valer más, aquel emblema que envenenó a los banderizos vizcainos más fieros de los siglos XIV y XV, según cuenta uno de ellos, Don Lope de Salazar, desde la cárcel (su casa-torre de San Martín de Muñatones, en Muskiz) en la que sus propios hijos le encerraron. La adicción al valer más necesita de un clima de permanente confrontación entre unos y otros y se sostiene, en el fondo, en el miedo. Sea el miedo a lo que no les gusta de la realidad: el demasiado mestizaje de la población de la CAV, una sociedad vasco-navarra demasiado abierta en todas las direcciones, unas fronteras étnicas demasiado porosas para mucha gente, un movimiento nacionalista-vasco demasiado enraizado en la sociedad, una realidad no nacionalista demasiado desarticulada pero no menos enraizada... Sea el temor a los guardianes de las ortodoxias, que los hay en todas partes: en ETA y en la izquierda abertzale más próxima a ETA, dentro de los constitucionalistas, en el PNV y EA...

La versión democrática del valer más lo fía todo a la demostración de que somos más y de que por ser más las decisiones de la mayoría son legítimas, automáticamente, al estar democráticamente legitimadas. Es verdad que descansa en un mecanismo democrático como el recuento de los votos, pero no por ello deja de ser una forma (democrática) de profesar el sectarismo. A mi juicio, es un sectarismo democrático tanto por sus conceptos y motivos sustanciales (tener la supremacía, imponerse, establecer la verdad social a partir de las tesis de los míos...) como también por sus consecuencias pues provoca otro sectarismo de signo contrario y lleva a una jerarquización social.

Esta versión democrática del valer más está presente lo mismo en el soberanismo españolista (y su concepción puramente mecánica del artículo 1.2 de la constitución española: “la soberanía nacional reside en el pueblo español”) que en el soberanismo abertzale (y la idea de “un pueblo vasco sujeto contra su voluntad a una mayoría ajena, española o francesa”, que sostiene su auto-imagen de superioridad moral). Pero ambos soberanismos, atraídos por el señuelo del ventajismo político, no se han distanciado de manera suficientemente clara en no pocas ocasiones de otras concreciones del valer más que, o bien merecen el calificativo de anti-democráticas, o bien dejan mucho que desear respecto a su calidad democrática. Me refiero, por ejemplo, a esa forma de valer más que se ampara en el poder de disuasión de ETA (y de sus efectos colaterales explícitos: la kale borroka, e implícitos: la presión comunitarista allí donde cuenta con suficiente masa crítica para ejercerla). Y me refiero también a su antípoda, la que busca amparo en la prepotencia del otro primo de Zumosol (los poderosos recursos de las instituciones centrales estatales) y pretende encubrir con ello la debilidad de apoyos sociales o incluso de argumentos.

Estos últimos, los soberanistas más reacios a la democracia y sus valores, no tienen en cuenta suficientemente que el uso de la fuerza para dirimir controversias humanas, además de ser siempre problemático por sus consecuencias no queridas e imprevistas aun incluso en el caso defensivo de resistencia a un poder tiránico, resulta desproporcionado, injustificado e inadmisible en el actual sistema jurídico-político en que vivimos por más que sean abundantes sus imperfecciones. Mientras que en los soberanistas preocupados por atenerse a los valores democráticos, parece haber una notable dificultad de asumir que la legitimidad y la viabilidad de las decisiones políticas trascendentales en sociedades de profunda pluralidad, como la vasca o la española, aconseja tener en cuenta tanto la regla mayoritaria como la regla del consentimiento expreso de las minorías.

Lo llamativo respecto a esta dificultad del soberanismo vasco democrático es que a éste no le faltan referencias intelectuales próximas en las que apoyarse para corregir su estrechez de miras. Por ejemplo, ahí está el magisterio del obispo Setién, quien afirma que la sociedad vasca carece de hecho de las necesarias referencias comunes aceptadas por todos, constitutivas y constituyentes de su misma existencia societaria (...) y es precisamente en estas situaciones (que también se dan en la sociedad española por su carácter plurinacional, según indica) cuando se hace imprescindible el esfuerzo de todos por superar los planteamientos meramente jurídicos propios de las democracias estabilizadas y normalizadas, en las que las cuestiones se resuelven mediante el recurso a los números y a las combinaciones que con ellos se pueden hacer (Setién/2003, De la ética y el nacionalismo, págs. 36 y 38).

UN PAÍS DE TODOS. Hoy día, 28 años después de la muerte de Franco, tras 25 años de rodaje constitucional y tras 24 años de rodaje del autogobierno vasco, creo que es razonable afirmar que el llamado problema vasco tiene tres manifestaciones principales: 1) la insatisfacción generalizada de la sociedad vasca con la persistencia de ETA, que en mayor o menor medida alcanza también a su corolario: la política del todo vale contra ETA por parte de las instituciones y aparatos centrales del estado; 2) el insatisfactorio encaje del nacionalismo-vasco en el actual constitucionalismo español, cuyo contenido y alcance ha quedado delimitado básicamente en el llamado Plan Ibarretxe de un nuevo estatuto; 3) el insatisfactorio encaje de la ciudadanía vasca no-nacionalista en la Euskadi diseñada recientemente por el nacionalismo-vasco-soberanista (sea en el mencionado Plan Ibarretxe sea en las réplicas a éste que se autocalifican de aún más soberanistas).

No es necesario hacer sesudas reflexiones para darse cuenta de que este triple problema vasco tiene mucha hondura y una gran envergadura: no sólo porque las desavenencias son profundas, como es evidente, o porque en mayor o menor medida el conjunto de la sociedad está implicado en alguna de esas tres manifestaciones del problema vasco, lo que también es evidente, sino sobre todo porque el disenso afecta a cosas que cada parte considera fundamentales en su manera de concebir la comunidad política vasca. Ni tampoco hacen falta grandes pensadas para concluir que, a resultas de todo ello, la sociedad vasca está seriamente desvertebrada, descosida, demediada, partida en tribus demasiado distantes entre sí... Una expresión de ello es el hecho de que, hasta la fecha, haya sido imposible compartir un diagnóstico mínimamente común de esos tres asuntos.

Si queremos tener un país de todos, habremos de hacernos a la idea de que hay que contar con todos a la hora de definir sus pilares fundamentales o a la hora de propugnar cambios que afectan sustancialmente a la vida de todos. No sólo no hay que prescindir de nadie, por un elemental sentido de la prudencia, sino que además es un insensato desperdicio de energía excluir a alguna parte de nuestra sociedad cuando hemos de enfrentarnos a un problema vasco, en esa triple faceta, que se ha demostrado tan complejo y correoso. Nadie sobra en esta faena.

En segundo lugar, habremos de tener en cuenta que el principio político predominante últimamente, el unilateralismo, de entrada expresa un error básico, un error de mirada y de criterios, y de salida está abocado al fracaso por las incontrolables y negativas consecuencias que genera. El fracaso estrepitoso de este principio en la política de los últimos cinco años y medio debería ser un acicate para empeñarse en explorar otras perspectivas más comprometidas en la integración y la cohesión social.

Como se trata en este artículo tan sólo de hilvanar algunas razones para el consenso (o sus equivalentes en castellano: conformidad, asentimiento, consentimiento), añado, a modo de resumen, un argumento final. No se puede formar una comunidad política, a partir de una materia prima tan heterogénea como la que constituye la sociedad vasca, si esa faena se afronta: a) sin una perspectiva de integración basada en el consentimiento de las diversas partes que la componen; b) sin un procedimiento para afrontarla que refleje ya, expresamente, ese consentimiento; c) sin un resultado final que obtenga el apoyo de mayorías muy cualificadas y que anule o neutralice toda causa legítima de oposición. De momento, la convicción de iniciar este camino es la asignatura pendiente. Luego, ya habrá tiempo para referirse a la sustancia o a la viabilidad de estos pactos, que necesariamente habrán de ser bastante complejos.