Jesús Martín
¿Hacia dónde va Rusia?
(Página Abierta, 148, mayo de 2004)
Moscú, marzo de 2004
El apoyo mayoritario al presidente Putin en las elecciones del pasado 14 de marzo se debe más a la comparación que hacen los rusos con los tiempos de Yeltsin que a los propios méritos de aquél. Pero la situación del mayor país del mundo, en el que hay entre 20 y 40 millones de pobres, sigue siendo muy complicada.
La confianza que han depositado los rusos en Vladimir Putin es una verdadera incógnita para muchos analistas políticos. La mayoría coinciden en que este oscuro ex funcionario de la KGB ha conseguido imponerse en el panorama político del país más extenso del mundo por varias razones. Primero, porque ha tejido a su alrededor un sistema de lealtades basado en el autoritarismo y la sumisión. Y segundo, porque ha reforzado el control de los medios de comunicación para ponerlos totalmente a su servicio. Estas premisas facilitaron el desarrollo de una primera legislatura (de 2000 a 2004) sin sobresaltos, con una estabilidad que no admite comparación con los convulsos años de Yeltsin e incluso con un crecimiento económico considerable, gracias a una coyuntura internacional favorable para Rusia.
Boris Berezovski, un oligarca que en su día ayudó a catapultar a Putin al poder y que ahora es uno de sus mayores enemigos, resumía así lo sucedido en declaraciones al influyente diario Kommersant: «En los cuatro años de la presidencia de Putin han sido destruidas todas las instituciones democráticas: el Parlamento y la Justicia independientes, las regiones independientes, los medios de información independientes del poder, la libre empresa independiente de los funcionarios y, por último, la elección libre del líder de la nación».
Hablando de Putin, un joven estudiante ruso de Nizhni Novgorod, una ciudad importante situada en el centro de la Rusia europea, comentaba con tristeza a quien esto escribe que quizá es que los rusos necesitan vivir bajo un dictador. También decía que los jóvenes estudiantes universitarios de su ciudad se sienten atrapados entre dos mundos, el del aparato comunista que aún representan los profesores más antiguos, y el de los conformistas que no cuestionan a Putin.
Y estas dos tendencias, especialmente la última, son precisamente las que acapararon la mayoría de los votos en las elecciones del 14 de marzo. Los resultados podrían calificarse de sorprendentes para un país que apostó por un sistema democrático al más puro estilo occidental. El presidente Putin obtuvo más del 70% de los votos emitidos, seguido a una distancia sideral por el comunista Nikolái Jaritónov, que obtuvo el 13,7% de los sufragios. El resto se los repartieron entre diversos candidatos menores (1).
Al menos tres de esos aspirantes a la presidencia (2), incluido Jaritónov, denunciaron formalmente a Putin ante la Comisión Electoral Central por abuso de poder en la utilización de los medios públicos de información después de que la televisión pública “Rossía” transmitiese en directo el primer acto de campaña del presidente, una reunión con sus interventores durante la que aseguró que su principal objetivo es «elevar el nivel de vida de la población». Lo que para los denunciantes fue una “monstruosa violación de la Ley”, fue convenientemente desestimado por la Comisión Electoral alegando que las propias cadenas rusas habían decidido difundir en sus programas la intervención de Putin ante el gran interés público del acto. Una información del International Herald Tribune del pasado 18 de febrero se titulaba simplemente “En Rusia todo es Putin todo el tiempo”.
Los contrastes de la economía
Aunque es algo difícil de constatar si solamente se visita Moscú o San Petersburgo, Rusia es un país visiblemente empobrecido. Al viajar por el interior del país pueden verse a los lados de la carretera pequeños núcleos de población que ni siquiera disponen de alumbrado público. Parar a repostar o a tomar algo en cualquier lugar supone adentrarse en un panorama similar al de la España de los años sesenta, con locales escasamente iluminados y baños públicos insufribles. En las ciudades no se aprecia tanto, pero, por poner un ejemplo, en la ciudad de Saratov, un centro industrial del sur del país en la ribera del Volga, pueden verse casas de madera totalmente ladeadas con apariencia de hundirse en cualquier momento y que están habitadas. En uno de los principales puentes de la ciudad hay agujeros que dan al vacío y por los que podría colarse un niño pequeño sin problema.
Los alquileres, la calefacción, el agua y la electricidad continúan siendo tan asequibles como en la época comunista, pero los precios de los bienes de consumo se han disparado y la mayor parte de la población sólo tiene acceso a apenas lo necesario para poder sobrevivir. Según los datos que maneja el Banco Mundial, en el último trimestre de 2003 el país tenía 23 millones de personas que vivían bajo el umbral de la pobreza. También destaca, sin embargo, que un año antes esa cifra superaba los 30 millones y que se aprecia una reducción constante. Bastante peores son los datos que ofrece la agencia Itar-Tass, según los cuales el 30% de los rusos, más de 40 millones de personas, viven con ingresos inferiores al mínimo vital oficial.
A pesar de esa triste realidad, el número de ricos se ha disparado, y algunos de ellos rivalizan ya con las mayores fortunas del mundo. Es de sobra conocido que durante los años de Yeltsin se efectuó una venta descarada y fraudulenta de los medios de producción del país a un grupo de oligarcas cuyo único mérito era su cercanía al poder. Ahora ya hay datos fiables sobre las consecuencias de esa nefasta política. Basándose en un estudio del Banco Mundial, la revista norteamericana Newsweek adelantaba recientemente que 23 grandes oligarcas controlan el 35% del total de las ventas industriales. Sus empresas dominan los sectores más importantes de la economía rusa, basada en el petróleo, el gas, los metales y la banca.
No es de extrañar, por tanto, que la promesa de Putin de “elevar el nivel de vida de la población” calara profundamente en la Rusia de 2004. En una intervención posterior a su victoria electoral, el reelegido presidente afirmó que una de las tareas del Gobierno es garantizar un desarrollo económico que permita reducir la pobreza al 10 o 12% del total de la población. Y la principal vía para conseguirlo será una mayor liberalización de la economía. La receta ultraliberal de Putin consiste en que «el Estado sólo debe gestionar la propiedad que necesita para ejercer el poder público y garantizar la seguridad y la capacidad defensiva del país».
También dijo que el país necesita un sistema tributario adecuado y duradero. El propio Gobierno reconoce que la persecución del fraude fiscal es insuficiente en Rusia, pero lo cierto es que ellos mismos son los protagonistas de ese fracaso. El ejemplo más claro es su manera de tratar a los magnates mencionados anteriormente. Es conocido el caso de Mijail Jodorkovsky, responsable de la compañía petrolera Yukos, encarcelado bajo la acusación de fraude fiscal. El régimen de Putin le ha presentado como el baluarte de su lucha contra los oligarcas, a los que asegura tener controlados, pero lo cierto es que el presidente sólo se ha atrevido a actuar contra los que han cometido el error de enfrentarse a él, como Jodorkovsky, mientras que el resto continúa haciendo de las suyas y, según el informe de Newsweek, dirigiendo de manera nefasta unos negocios vitales para el futuro de Rusia.
Hacia la superpotencia rusa
Otro de los mensajes de Putin que han calado entre la población ha sido la promesa de devolver a Rusia el calificativo de “superpotencia”. Aunque no manifiestan añoranza, muchos rusos recuerdan con agrado aquellos tiempos en los que la Unión Soviética era el único poder capaz de enfrentarse a Estados Unidos. Y ello porque, gracias a su solvencia económica, la URSS logró montar todo un imperio militar. Ese poderío, sin embargo, se ha desvanecido en la última década y ello ha permitido que la OTAN se haya instalado recientemente en sus mismas fronteras al oficializar la entrada en la Alianza de Estonia, Letonia y Lituania, los tres países bálticos que fueron repúblicas soviéticas hasta el principio de los años noventa.
Como ejemplos del desastre militar, hay que recordar, en primer lugar, el fracaso de Chechenia. El intento de machacar las ansias independentistas de los chechenos como ejemplo para neutralizar otras posibles aventuras de ese tipo, se saldó con una vergonzosa derrota. También es destacable el hundimiento del submarino nuclear Kursk hace un par de años, la reciente denuncia del peligro que suponía la precaria situación del crucero nuclear Pedro el Grande efectuada por un almirante de la Flota del Norte o el fallo de tres misiles balísticos durante unas maniobras militares en las que participó el propio Putin a principios de año. Otros ejemplos destacables son la falta de vivienda para unos 100.000 oficiales en servicio activo o el hecho de que tres cuartas partes de los rusos manifiestan públicamente su deseo de que sus familiares puedan escapar al servicio militar obligatorio.
A la vista de este oscuro panorama, Putin se ha comprometido a reconstruir el poderío militar ruso a partir de sus cenizas. Ha prometido modernizar el Ejército e incluso ha anunciado el desarrollo de una nueva arma, una ojiva que guarda en su interior un avión hipersónico con carga nuclear capaz de burlar cualquier defensa, incluidas las que están todavía en fase de diseño. Una especie de “guerra de las galaxias” versión rusa que, según el presidente, no está dirigida contra nadie en especial, sino que debe servir para la defensa de los ciudadanos y de los intereses nacionales.
A pesar de todo, la nueva Rusia dista mucho de poder convertirse en la próxima superpotencia. Todos los analistas coinciden en que la bonanza económica que ha permitido a Putin pergeñar sus sueños se debe fundamentalmente al elevado precio del petróleo, pero que la infraestructura económica es aún muy frágil como para albergar grandes esperanzas a corto plazo. Y eso sin mencionar los gravísimos problemas que el país afronta con respecto al orden público, la drogadicción, la desunión de las repúblicas y tantos otros que lastran definitivamente las posibilidades de que Rusia pueda parecerse, ni de lejos, a lo que fue la Unión Soviética de los años setenta.
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(1) El censo en estas elecciones presidenciales constaba de 108.906.244 electores. La participación alcanzó el 61,2% (nota de la Redacción).
(2) Junto a Putin y Jaritónov, a estas elecciones se presentaban otros cuatro candidatos: Oleg Malishkin, del Partido Liberal Democrático; Serguéi Gláziev, independiente; Irina Hakamada, de la Unión de Fuerzas de Derechas (UFD), y Serguéi Mironov, del Partido Renacimiento de Rusia (nota de la R.)
La Federación de Rusia
· Superficie: 17.075.000 kilómetros cuadrados.
· Población: 144.526.278 habitantes.
· Capital: Moscú (8,5 millones de habitantes).
· División administrativa: 21 repúblicas, 6 territorios, 49 provincias, una región autónoma, 10 comarcas autónomas y 2 ciudades con rango de distrito federal.
· Población activa: 72 millones de personas. El número de desempleados oficialmente registrados asciende a 1,2 millones de personas, aunque el Comité de Estadística da la cifra de 5,5 millones.
· PIB: 307.900 millones de dólares.
· Renta per cápita: 2.140 dólares.
· Poder legislativo y representativo: Asamblea Federal, parlamento compuesto por dos cámaras: el Consejo de la Federación (Cámara alta, con 178 miembros) y la Duma del Estado (Cámara baja, con 450 diputados).
· Poder ejecutivo: Gobierno presidido por un primer ministro, quien es ratificado por la Duma a propuesta del Presidente de la Federación.
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